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– ¿Señor Scudder? Siento haberle hecho esperar. Estaba al teléfono. Pero por favor, tome asiento, ¿quiere?

Era muy alto y muy delgado. Llevaba un traje negro y liso, un cuello de clérigo, y unas zapatillas de cuero negro. Su cabello era blanco, aunque con algún que otro reflejo rubio. Se habría considerado largo hace algunos años, pero en ese momento sus abundantes bucles eran bastante conservadores. Sus gafas de concha tenían unas lentes muy gruesas, lo que me dificultaba ver sus ojos.

– ¿Café, señor Scudder?

– No, gracias.

– Para mí tampoco. Si tomo más de una taza con la cena, estaré despierto toda la noche. -Se sentó en una silla que estaba junto a la mía. Se inclinó hacia mí y apoyó las manos en las rodillas-. Bueno -dijo-. No veo cómo podría ayudarlo, pero si existe alguna manera, por favor, dígamela.

Le expliqué un poco más a fondo lo que estaba haciendo por Cale Hanniford. Cuando acabé se acarició la barbilla con el pulgar y el índice y asintió pensativamente.

– El señor Hanniford ha perdido a una hija -dijo-. Y yo he perdido a un hijo.

– Sí.

– Es tan difícil ser padre hoy en día, señor Scudder… Quizá siempre haya sido así, pero me parece que los tiempos conspiran en nuestra contra. Bueno, puedo entender plenamente al señor Hanniford, más que nunca, ya que he sufrido una pérdida similar. -Se giró y se quedó mirando al fuego-. Pero me temo que no siento ninguna simpatía por la chica.

No dije nada.

– Es un error por mi parte y lo reconozco. El hombre es una criatura imperfecta. En ocasiones me parece que la religión no tiene mayor función que hacerlo a uno consciente de los límites de su imperfección. Solo Dios es perfecto. Incluso el hombre, su gran obra, es completamente errónea. Una paradoja, señor Scudder, ¿no cree?

– Sí.

– La incapacidad para llorar la pérdida de Wendy Hanniford no es el menor de mis esfuerzos. Mire, su padre no duda en responsabilizar a mi hijo de la pérdida de su hija. Y yo, en cambio, responsabilizo a su hija de la pérdida de mi hijo.

Se puso en pie y se acercó a la chimenea. Se quedó allí un momento, con la espalda completamente erguida, calentándose las manos. Se giró hacia mí y tuve la impresión de que estaba a punto de decir algo. Pero en lugar de hacerlo, caminó lentamente hacia su silla y se sentó de nuevo, esta vez con las piernas cruzadas.

Dijo:

– ¿Es usted cristiano, señor Scudder?

– No.

– ¿Judío?

– No tengo religión.

– Cómo lo lamento -dijo-. Le he preguntado por su religión porque la naturaleza de sus creencias podría ayudarlo a comprender mis sentimientos hacia esa chica, Hanniford. Pero quizá pueda hacérselo ver de otra manera. ¿Cree en el bien y el mal, señor Scudder?

– Sí, creo.

– ¿Cree que existe algo parecido al mal en el mundo?

– Sé que existe.

Asintió, satisfecho.

– Yo también -dijo-. Sería difícil creer lo contrario, sea cual sea el sentido religioso de uno. Una ojeada a un periódico diario proporciona las pruebas suficientes de la existencia del mal. -Hizo una pausa, y pensé que estaba esperando a que yo dijera algo. A continuación prosiguió-. Ella era el mal.

– ¿Wendy Hanniford?

– Sí. Una mujer mala, guiada por el demonio. Alejó a mi hijo de mí, de su religión, de su Dios. Lo alejó del buen camino y lo condujo hacia el camino del mal. -Estaba elevando el tono de voz. No era difícil imaginar su fortaleza al frente de sus feligreses-. Fue mi hijo quien la mató. Pero ella fue quien mató algo dentro de él, quien lo capacitó para matar. -Bajó el tono de su voz y dejó caer las palmas de las manos contra sus costados-. Y por eso no puedo llorar la muerte de Wendy Hanniford. No puedo lamentar que su muerte se haya producido a manos de Richard. Puedo lamentar profundamente que él después decidiera acabar con su vida, pero no que decidiera hacerlo con la de la hija de su cliente.

Dejó las manos donde estaban y bajó también la cabeza. No podía ver sus ojos, pero tenía cara de preocupación, absorto en aquellas ideas sobre el bien y el mal. Pensé en el sermón que daría el sábado, en los diferentes caminos hacia el Infierno y en el pavimento de estos. Me imaginé a Martin Vanderpoel como un Sísifo largo y flaco que llevara rodando los cantos con dificultad hacia su lugar.

Dije:

– Su hijo estuvo en Manhattan hace un año y medio. Cuando empezó a trabajar para Antigüedades Burghash. -Asintió-. Se fue de allí unos seis meses antes de empezar a compartir apartamento con Wendy Hanniford.

– Así es.

– Pero piensa que fue ella la que lo llevó por el mal camino.

– Sí. -Respiró hondo y soltó el aire lentamente-. Mi hijo se fue de casa un poco después de su graduación en la escuela superior. No tenía mi aprobación, pero no me opuse violentamente. Era un chico inteligente y habría pasado con éxito por la escuela universitaria. Como es natural, albergaba la esperanza de que pudiera seguirme y se hiciera pastor, pero no lo forcé en esta dirección. Uno debe determinar por sí mismo si tiene vocación o no. No soy un fanático, señor Scudder. Preferiría ver a un hijo mío como un doctor o como un abogado competente y productivo antes que como un pastor del evangelio descontento.

»Me di cuenta de que Richard tenía que encontrarse a sí mismo. Un término de moda entre los jóvenes de hoy en día, ¿no es cierto? Tenía que encontrarse a sí mismo. Lo comprendí. Esperaba que ese proceso de descubrimiento interior terminara conduciéndolo a ingresar en la escuela universitaria después de uno o dos años. Tenía esperanzas de que ocurriera así y ninguno de los acontecimientos que vi era motivo de alarma. Richard tenía un trabajo honrado, estaba viviendo en una residencia cristiana decente, y pensé que iba por el buen camino. Quizá no el camino que seguiría finalmente, pero sí uno que era bueno para él en ese momento de su vida.

»Entonces conoció a Wendy. Se fue a vivir en pecado con ella. Se corrompió por su culpa. Y, finalmente…

Me vino a la memoria una pintada que había visto en el baño de caballeros: «La felicidad es cuando tu hijo se casa con alguien de su propia fe». Era evidente que Richie Vanderpoel había hecho vida de homosexual sin que su padre llegara a sospecharlo. Después, cuando se fue a vivir con una chica, su padre quedó destrozado.

Dije:

– Reverendo Vanderpoel, hoy en día hay gran cantidad de gente que vive junta sin estar casados.

– Soy consciente de ello, señor Scudder. Yo no lo condeno, pero me resultaba difícil de admitir.

– Pero sus sentimientos en este caso van más allá de una tolerancia reticente.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque Wendy Hanniford era el mal.

Estaba empezando a sentir los primeros latigazos de una jaqueca. Me froté el centro de la frente con las puntas de los dedos. Dije:

– Lo que pretendo, más que cualquier otra cosa, es proporcionarle a su padre una imagen de ella. Usted dice que ella era el mal, ¿en qué sentido?

– Era una mujer más mayor que sedujo a un joven para una relación antinatural.

– Solo era tres o cuatro años más mayor que Richard.

– Sí, lo sé. En términos cronológicos. En términos de mundanería era mucho mayor. Era promiscua. Era amoral. Era una criatura de perversión.

– ¿Llegó a conocerla?

– Sí -dijo. Aspiró y expulsó el aire-. La vi una vez. Con una vez fue suficiente.

– ¿Cuándo tuvo lugar dicho encuentro?

– Me cuesta recordarlo. Creo que fue en primavera. Diría que en abril o mayo.

– ¿La trajo aquí?

– No. No, Richard sabía que era mejor no traer a esa mujer a mi casa. Yo fui al apartamento donde ellos vivían. Fui específicamente para verla, para hablar con ella. Escogí un momento en el que Richard estaba en el trabajo.

– Y conoció a Wendy.

– Así es.

– ¿Qué esperaba conseguir con ello?

– Quería que acabara la relación con mi hijo.