– Oh, no -dijo-. Nada de eso. Nadie debe jugar a ser Dios. Es la providencia de Dios la que castiga y recompensa, la que da y quita. No la de los hombres.
Puse la mano en el pomo de la puerta, vacilante.
– ¿Qué le dijo usted a Richard?
– Apenas puedo recordarlo. Había poco que decir. Lo siento pero estaba en un estado de conmoción demasiado profundo como para ser muy comunicativo. Mi hijo pidió mi perdón. Le di mi bendición. Le dije que debería mirar hacia el Señor para ser perdonado. -De cerca, las gruesas lentes magnificaban sus ojos azules. Unas lágrimas asomaron por el rabillo de sus ojos-. Solo espero que lo haya hecho -dijo-. Solo espero que lo haya hecho.
8
Me levanté de la cama cuando el cielo todavía estaba oscuro. Seguía teniendo el dolor de cabeza con el que me fui a dormir. Me metí en el baño y me tomé un par de aspirinas, y luego me obligué a pasar un tiempo debajo de la ducha caliente. Cuando me sequé y me vestí, el dolor de cabeza prácticamente se había esfumado y el cielo estaba empezando a brillar.
Mi cabeza estaba llena de retazos de la conversación de la noche anterior. Había vuelto de Brooklyn sediento y con dolor de cabeza, y traté lo primero más a fondo que lo segundo. Recuerdo una conversación sin detalles con Anita en Long Island: los chicos estaban bien, estaban durmiendo en ese momento, les gustaría venir a Nueva York a verme, puede que se quedaran una noche si era posible. Le dije que estaría muy bien, pero que justo en ese momento estaba trabajando en un caso. «En casa del herrero, cuchillo de palo» le dije. No creo que supiera de lo que estaba hablando.
Llegué a Armstrong's justo cuando Trina estaba acabando su turno. La invité a un par de stingers y le hablé un poco del caso en el que estaba trabajando.
– Su madre murió cuando él tenía seis o siete años – dije-. Yo no lo sabía.
– ¿Cambia eso las cosas, Matt?
– No lo sé.
Cuando se fue, me quedé solo y me tomé unas copas más. A última hora decidí comerme una hamburguesa, pero ya habían cerrado la cocina. No sé a qué hora volví a mi habitación. No me fijé o no lo recordaba.
Tomé un desayuno con gran cantidad de café en el Red Fíame que había junto a mi hotel. Pensé en llamar a Hanniford a su oficina, pero decidí que podía esperar.
El empleado de la oficina de correos de la calle Christopher me informó de que las direcciones solamente se mantenían activas durante un año. Le sugerí que comprobara los archivos y me dijo que ese no era su trabajo, que podía llevarle mucho tiempo y que ya estaba trabajando demasiado. Eso lo habría convertido en el primer empleado de correos con exceso de trabajo desde Benjamín Franklin. Capté la indirecta y le puse un billete de diez dólares en la mano. Pareció sorprendido, o por la cantidad o por haber recibido algo en lugar de una discusión. Se fue a un cuarto trasero y volvió unos minutos más tarde con una dirección de Marcia Maisel en la calle Ochenta y Cuatro Este, cerca de la avenida York.
El edificio era una torre de pisos con un aparcamiento subterráneo y un pasillo que habría podido servir como pequeño aeropuerto. Tenía una cascada pequeña de agua con guijarros y plantas de plástico. No pude encontrar a ninguna Maisel en el directorio de inquilinos. El portero no había oído hablar de ella. Logré dar con el conserje y este reconoció el nombre. Dijo que se había casado hacía unos meses y que se había ido de allí. Su nombre de casada era señora de Gerald Thal. Tenía una dirección suya de Mamaroneck.
Conseguí su número en el servicio de Información de Westchester y lo marqué. Las tres primeras veces que marqué estaba comunicando. La cuarta sonó dos veces y contestó una mujer.
Dije:
– ¿Señora Thal?
– ¿Sí?
– Me llamo Matthew Scudder. Me gustaría hablar con usted sobre Wendy Hanniford.
Hubo un largo silencio, y me pregunté si habría dado con la persona adecuada. Había encontrado una pila de revistas viejas en un armario del apartamento de Wendy con el nombre de Marcia Maisel y la dirección de la calle Bethune en ellas. Era posible que se hubiera establecido una relación equivocada en algún punto del camino: el empleado de correos podía haber dado con la Maisel equivocada o el conserje podía haber extraído de su archivo la tarjeta errónea.
Entonces me dijo:
– ¿Qué quiere de mí?
– Querría hacerle unas preguntas.
– ¿Por qué a mí?
– Usted vivió en un apartamento de la calle Bethune con ella.
– Eso fue hace mucho tiempo. -Hace mucho tiempo, en otra ciudad y además, la muchacha estaba muerta-. No he visto a Wendy desde hace años. Ni siquiera sé si la reconocería. Si la hubiese reconocido.
– Pero la conoció en un momento de su vida.
– ¿Y qué? ¿Puede esperar un momento? Necesito encender un cigarrillo. -Me quedé esperando. Volvió al cabo de un rato-. He leído sobre ello en los periódicos, por supuesto. El chico que lo hizo se suicidó, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Entonces por qué me mete en todo esto?
Tenía razones de sobra para no querer involucrarse en ello. Pero le expliqué la naturaleza de mi particular misión, la necesidad de Cale Hanniford de conocer el pasado reciente de su hija ahora que ya no tenía futuro. Cuando acabé me dijo que suponía que podía contestar a algunas preguntas.
– El pasado junio hizo un año que se trasladó de la calle Bethune a la calle Ochenta y Cuatro Este.
– ¿Cómo sabe eso de mí? Bueno da igual, continúe.
– Me preguntaba por qué se trasladó.
– Porque quería un sitio propio.
– Entiendo.
– Además estaba más cerca del trabajo. Tenía un trabajo en el Este de Nueva York, y era un lío llegar allí desde el Village.
– ¿Por qué se fue a vivir con Wendy en un primer momento?
– Ella tenía un apartamento que era demasiado grande y yo necesitaba un lugar en el que quedarme. En ese momento me pareció una buena idea.
– ¿Pero no resultó ser tan buena?
– Bueno, la ubicación… Además, me gusta tener intimidad.
Iba a darme las respuestas que fueran para deshacerse de mí lo antes posible. Quería hablar con ella cara a cara en lugar de hablar por teléfono. Al mismo tiempo esperaba no tener que perder un día para conducir a Mamaroneck.
– ¿Cómo surgió el compartir el apartamento?
– Acabo de decírselo, ella tenía sitio…
– ¿Usted contestó a un anuncio?
– Ah, entiendo a lo que se refiere. No, en realidad me encontré con ella en la calle.
– ¿La conocía de antes?
– Ah, pensé que ya lo sabía. La conocí en la escuela universitaria. No la conocía bien, nunca fuimos íntimas, pero era una escuela pequeña y todo el mundo se conocía más o menos. Me encontré con ella en la calle y estuvimos hablando.
– La conoció en la escuela universitaria.
– Sí, pensé que ya lo sabía. Me da la impresión de que sabe muchas cosas sobre mí, me sorprende que no supiera eso.
– Me gustaría salir y hablar con usted, señora Thal.
– Ah, creo que no va a ser posible.
– Supongo que estaría abusando de su tiempo, pero…
– No quiero implicarme en este asunto -dijo-. ¿No puede entenderlo? Por Dios, Wendy está muerta, ¿no es cierto? ¿En qué va a ayudarla eso? ¿Eh?
– Señora Thal…
– Voy a colgar -dijo. Y lo hizo.
Compré un periódico, fui a una cafetería y me tomé una taza de café. Le di media hora para que se preguntara si era tan fácil deshacerse de mí o no. Después volví a marcar su número.
Hace tiempo aprendí algo. No es necesario saber de qué tiene miedo una persona, basta con saber que tiene miedo.
Contestó a mitad del segundo toque. Se acercó un momento el teléfono a la oreja sin decir nada. Después dijo:
– ¿Diga?
– Soy Scudder.
– Escuche, yo no…
– Cállese un minuto, bruja estúpida. Pienso hablar con usted. Ya sea delante de su marido o a solas.
Hubo un silencio.
– Ahora piense en ello. Puedo coger un coche y estar en Mamaroneck en una hora. Después de una hora estaré de vuelta en mi coche y fuera de su vida. Ese es el camino fácil. Si prefiere el difícil podría obligarla, pero no creo que tenga mucho sentido para ninguno de los dos.
– ¡Oh, Dios!
Dejé que pensara en ello. El anzuelo ya estaba enganchado, y no había manera de soltarlo.
Dijo:
– Hoy es imposible. Unos amigos van a venir a tomar un café y llegarán en unos minutos.
– ¿Esta noche?
– No. Gerry estará en casa. ¿Mañana?
– ¿Por la mañana o por la tarde?
– Tengo una cita con el médico a las diez. Estaré libre después de eso.
– Estaré en su casa a mediodía.
– No. Espere un momento. No quiero que venga a casa.
– Escoja un lugar y me encontraré allí con usted.
– Deme tan solo un minuto. Dios. Ni siquiera conozco esta zona, acabo de trasladarme hace unos meses. Déjeme pensar. Hay un restaurante y una sala de fiestas en el bulevar Schuyler. Se llama el Carioca. Podría parar por allí para almorzar después de salir de la consulta del médico.
– ¿A mediodía?
– Eso es. No conozco la dirección.
– Lo encontraré. El Carioca en el boulevard Schuyler.
– Sí. No recuerdo su nombre.
– Scudder. Matthew Scudder.
– ¿Cómo lo reconoceré?
Pensé: seré el hombre que parezca que está fuera de lugar. Dije:
– Estaré tomando un café en la barra.
– Está bien. Supongo que nos encontraremos.
– Estoy seguro de ello.