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– Policía Lewis Pankow, distrito 6. Tengo un número que está temporalmente fuera de servicio y necesito saber a quién corresponde.

Me preguntó el número, se lo di y me pidió por favor que no colgara. Me quedé sentado con el teléfono en la oreja durante casi diez minutos, a la espera de que ella volviera a estar en línea.

– No está temporalmente desconectado -dijo-. Está desconectado de forma permanente.

– ¿Me podría decir a quién se le asignó por última vez este número?

– Me temo que no puedo, oficial.

– ¿No tiene esa información archivada?

– Debemos tenerla en alguna parte, pero yo no puedo acceder a ella. Tengo acceso a las desconexiones recientes, pero ese número fue desconectado hace más de un año, por lo tanto no hay nada que yo pueda hacer. Lo que me sorprende es que aún no se le haya asignado a otra persona.

– Entonces lo único que sabe es que lleva fuera de servicio más de un año.

Eso era todo lo que sabía. Le di las gracias y colgué. Me serví una copa y cuando acabé con ella pensé que Hanniford ya debía de estar de vuelta en su oficina. Y así fue.

Me dijo que había logrado encontrar las postales. La primera, con el matasellos de Nueva York, había sido enviada el 4 de junio. La segunda había sido enviada desde Miami el 16 de septiembre.

– ¿Eso le dice algo, Scudder?

Me decía que ella había estado en Nueva York a principios de junio, si no antes. También me decía que antes de la firma del contrato de su apartamento había hecho un viaje a Miami. Aparte de eso, poca cosa.

– Otra pieza del rompecabezas -dije-. ¿Tiene las postales ahí?

– Sí, justo delante de mí.

– ¿Podría leérmelas?

– No dicen gran cosa. -Esperé y él dijo-: Bueno, no hay razón para no leerlas. Esta es la primera: «Queridos papá y mamá. Espero que no estéis muy preocupados por mí. Todo va bien. Estoy en Nueva York y me gusta mucho la gran ciudad. La escuela se convirtió en un gran problema. Os lo explicaré todo cuando os vea». -La voz se le quebró un poco al teléfono, pero carraspeó y continuó-. «Por favor, no os preocupéis. Os quiere, Wendy».

– ¿Y la otra?

– Apenas escribió. «Queridos papá y mamá. No está mal, ¿eh? Siempre pensé que Florida era solo para el invierno, pero está fenomenal en esta época del año. Nos veremos pronto. Os quiere, Wendy».

Me preguntó cómo iban las cosas. En realidad no sabía qué contestar. Le dije que había estado muy ocupado tratando de unir piezas, pero que no sabía cuándo podría decirle algo.

– Wendy estuvo compartiendo piso con otra chica durante varios meses antes de que Vanderpoel apareciera en escena.

– ¿La otra chica era una prostituta?

– No lo sé. Lo dudo pero no estoy seguro. Voy a ir a verla mañana. Por lo visto se conocían de la escuela universitaria. ¿Les mencionó alguna vez a una amiga llamada Marcia Maisel?

– ¿Maisel? Creo que no.

– ¿Conoce los nombres de algunos de sus amigos de la escuela?

– Me temo que no. Déjeme pensar. Me parece recordar que se refería a ellos por sus nombres de pila, pero no me quedé con ellos.

– Probablemente no sea importante. ¿El nombre de Cottrell le dice algo?

– ¿Cottrell? -Lo deletreé y lo repetí en voz alta-. No, no me dice nada. ¿Debería?

– Wendy utilizó una empresa con ese nombre como referencia laboral al firmar su contrato de arrendamiento. Y parece que la empresa no existe.

– ¿Por qué piensa que yo podría haber oído hablar de ella?

– Solo era un palo de ciego. He estado dando muchos últimamente, señor Hanniford. ¿Wendy era buena cocinera?

– ¿Wendy? Que yo sepa, no. Claro que puede que hubiera desarrollado un interés por la cocina en la escuela y yo no me hubiese enterado. Cuando vivía en casa, creo que nunca hizo nada más ambicioso que un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada. ¿Por qué?

– Por nada.

Sonó su otro teléfono y me preguntó si había alguna otra cosa. Me disponía a decir que no, pero de repente se me ocurrió algo en lo que tendría que haber pensado desde el principio.

– Las postales -dije.

– ¿Qué pasa con ellas?

– ¿Qué pone por el otro lado?

– ¿Por el otro lado?

– Son postales con foto, ¿no es así? Deles la vuelta. Quiero saber lo que hay al otro lado.

– Miraré. La tumba de Grant. ¿Es una pieza importante del rompecabezas, Scudder?

Ignoré el sarcasmo.

– Eso es Nueva York -dije-. Me interesa más la de Miami.

– Es un hotel.

– ¿Qué hotel?

– Por el amor de Dios. Ni había pensado en eso. ¿Podría significar algo?

– ¿Qué hotel, señor Hanniford?

– El Eden Roc. ¿Es alguna pista importante?

No lo era.

Di con el director del Eden Roc y le dije que era un oficial de policía de la ciudad de Nueva York que estaba investigando un caso de fraude. Le hice buscar las hojas de registros del mes de septiembre del 1970. Estuve al teléfono una media hora mientras él localizaba las hojas y las examinaba en busca de un registro a nombre de Hanniford o de Cottrell. No apareció nada.

No me sorprendió en absoluto. Cottrell no debió ser el hombre que la llevó a Miami. Y aunque lo hubiera sido, eso no querría decir que necesariamente firmara con su verdadero nombre en la hoja de registro. Las cosas habrían sido más simples si lo hubiera hecho, pero hasta ahora nada en la vida y la muerte de Wendy Hanniford había sido simple y no podía esperar en ese momento un golpe repentino de simplicidad.

Me serví otra copa y decidí pasar el resto del día de esa manera. Estaba intentando hacer demasiadas cosas, intentando colar toda la arena del desierto. Es inútil, porque estoy buscando respuestas para unas preguntas que mi cliente ni ha llegado a formular. No importaba mucho quién era Richie Vanderpoel, por qué había trazado líneas rojas sobre Wendy. Lo que Hanniford quería era una idea de la vida que su hija llevó en los últimos momentos de su vida. Al día siguiente, la señora de Gerald Thal, de soltera Marcia Maisel, me lo proporcionaría.

Hasta entonces podía optar por lo fácil. Mirar el periódico, beber mis copas y pasarme por Armstrong's cuando se me cayeran encima las paredes del cuarto.

Solo que no podría. Alargué la copa casi media hora, después enjuagué el vaso, me puse el abrigo y tomé el tren A hacia el centro.

Cuando das con un bar gay en mitad de la tarde de un día entre semana, te preguntas por qué no lo llamarán de otra forma. Por las noches, con un buen número de personas bebiendo y ligando, existe mucho colorido en el ambiente. Puede parecer forzado y puedes percibir un trasfondo de desesperación insuficientemente aplacada, pero entonces la palabra gay es tan buena como la que más. No así alrededor de las tres o las cuatro de la tarde de un jueves, cuando en el lugar hay tan solo un puñado de bebedores empedernidos sin ningún otro sitio al que ir y un camarero cuyo rostro dice que sabe que las cosas van mal y que está parado esperando a que se mejoren.

Hice el recorrido. Un club en un sótano en la calle Bank, en el que un hombre con un largo cabello canoso y un bigote poblado jugaba solo a la máquina de bolos mientras su cerveza se consumía. Una gran sala en la calle Décima Oeste, cuyo ambiente estaba acaparado por antiguos atletas de la escuela universitaria, con serrín en el suelo y banderines con letras griegas en las paredes de ladrillos desnudos. En total, media docena de bares gay en un radio de cuatro manzanas desde el 194 de la calle Bethune.

Muchos de los clientes se me quedaban mirando. ¿Sería un poli? ¿O un posible ligue? ¿O ambas cosas?

Tenía la foto del periódico de Richie, y se la estuve mostrando a cualquiera que estuviera dispuesto a mirarla. Casi todo el mundo reconocía la foto porque la habían visto en el periódico. El asesinato era reciente, había tenido lugar en el vecindario, y los heterosexuales no tienen el monopolio de la curiosidad morbosa. La mayoría de ellos reconocían la foto y bastantes lo habían visto por el vecindario, o decían que lo habían visto, pero nadie recordaba haberlo visto por los bares.