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– Entiendo.

– ¿En serio? Bueno, no es ningún secreto. Una noche de verano en que me encontraba fuera de servicio en un bar de los alrededores de Washington donde los polis no tienen que pagar las copas, dos chavales entraron a atracar. Al salir le pegaron un tiro al camarero en el corazón. Los cogí en la calle. Maté a uno de ellos de un disparo y al otro le di en el muslo. Nunca volvió a caminar recto.

– Entiendo.

– No, no lo creo. No era la primera vez que mataba a alguien. Estaba contento de haber acabado con uno de ellos y sentí la recuperación del otro.

– Entonces…

– Un disparo se desvió y rebotó. Le dio a una niña de 7 años en el ojo. El rebote le quitó a la bala gran parte de la fuerza que llevaba. Unos centímetros más arriba y probablemente le habría dado en la frente; le habría dejado una fea cicatriz, pero nada más. Sin embargo, de aquella manera solo había un tejido suave entre medias y la bala fue directamente a su cerebro. Me dijeron que murió al instante. -Me miré las manos. El temblor apenas era visible. Cogí la taza de café y di un sorbo-. No se me consideró culpable. De hecho, obtuve un elogio del departamento. Y a continuación dimití. Ya no quería seguir siendo poli.

Me quedé allí sentado unos minutos cuando se fue. Después hice una seña a Trina y me trajo otra taza de café con licor.

– Tu amigo no es un gran bebedor -dijo. Le confirmé que no lo era. Algo en mi tono debió de alertarla porque se sentó en la silla de Hanniford y puso su mano sobre la mía por un momento-. ¿Problemas, Matt?

– En realidad no. Tengo cosas que hacer y preferiría no hacerlas.

– Preferirías quedarte aquí sentado y emborracharte.

Le dirigí una sonrisa.

– ¿Cuándo me has visto a mí borracho?

– Nunca. Y nunca te he visto haciendo otra cosa que no sea beber.

– Es un agradable punto medio.

– No puede ser bueno para ti, ¿o sí?

Deseé que me tocara de nuevo la mano. Sus dedos eran largos y finos, y su tacto, muy frío.

– Nada es demasiado bueno para nadie -dije.

– El café y la bebida. Es una combinación muy extraña.

– ¿Lo es?

– La bebida para emborracharte y el café para mantenerte sobrio.

Sacudí la cabeza.

– El café nunca ha despejado a nadie. Simplemente te mantiene despierto. Dale a alguien un café bien cargado de alcohol y tendrás un borracho bien despierto a tu merced.

– ¿Eso es lo que eres, cariño? ¿Un borracho bien despierto?

– No soy ninguna de las dos cosas -le dije-. Eso es lo que hace que siga bebiendo.

Llegué a la caja de ahorros un poco más tarde de las cuatro. Metí quinientos en mi cuenta y me llevé el resto del dinero de Hanniford en efectivo. Era mi primera visita desde principios de año, por lo que añadieron algunos intereses a mi libreta de ahorros. Una máquina lo calculó todo en un abrir y cerrar de ojos. La suma apenas era lo bastante grande para que mereciera la pena perder el tiempo de la máquina en ello. Volví caminando por la calle Cincuenta y Siete hasta la Novena, y después me dirigí hacia las afueras dejando atrás Armstrong's y el hospital hasta llegar a St. Paul's. La misa estaba acabando y esperé fuera a que un par de docenas de personas salieran de la iglesia. Principalmente eran mujeres de mediana edad. Después entré e introduje cuatro billetes de cincuenta dólares en el cepillo de las limosnas.

Una décima parte. No sé por qué. Se había convertido en una costumbre. En realidad se había convertido en mi costumbre al visitar las iglesias. Empecé a hacerlo poco después de trasladarme a mi habitación de hotel.

Me gustan las iglesias. Me gusta sentarme en ellas cuando tengo cosas en que pensar. Me senté aproximadamente en el centro, junto al pasillo. Creo que estuve allí unos veinte minutos, puede que incluso un poco más.

Dos mil dólares para mí, procedentes de Cale Hanniford; doscientos dólares para el cepillo de St. Paul's de mi parte. No sé qué hacen con ese dinero. Es posible que compren comida y ropa para las familias pobres. Puede que compren Lincolns para el clero. En realidad no me preocupa lo que hagan con ello.

Los católicos reciben más dinero mío que nadie. No es que sienta debilidad por ellos, sino que ellos le echan más horas. La mayoría de los protestantes cierra el chiringuito durante la semana.

Pero una buena cosa a favor de los católicos es que puedes encender velas. Encendí tres de camino a la salida. Por Wendy Hanniford, que nunca llegaría a cumplir los 25 años, por Richard Vanderpoel, que nunca llegaría a los 21. Y, naturalmente, por Estrellita Rivera, que nunca llegaría a los 8.

2

El distrito 6 de la policía está en la calle Décima Oeste. Eddie Koehler estaba en su oficina leyendo informes cuando llegué. No pareció sorprendido al verme. Dejó a un lado unos documentos y me indicó con la cabeza una silla que había junto a su mesa. Me acomodé en ella y le tendí la mano por encima de la mesa. Dos de diez y uno de cinco pasaron discretamente de mi mano a la suya.

– Parece que necesitas un nuevo sombrero -le dije.

– De hecho lo necesito. Si hay algo que seguro que siempre necesito es otro sombrero. ¿Qué te pareció Hanniford?

– Un pobre capullo.

– Sí, eso mismo. Todo ha sucedido tan rápido que lo ha dejado perplejo. Eso es lo que le ha pasado, ya sabes. El factor tiempo. Supongo que si nos hubiera llevado una semana o un mes dar con el asesino, o si se hubiera producido un juicio que se hubiera alargado durante un año más o menos, le habría venido bien. Habría tenido la posibilidad de acostumbrarse a lo que ha pasado mientras duraba el proceso. Pero de esta manera, pam, una cosa tras otra, teníamos al asesino en una celda antes de que se enterase de la muerte de su hija, y antes de que él moviera el culo, el tipo ya se había colgado. Hanniford no lo ha asumido porque no ha tenido tiempo. -Me miró con aire pensativo-. Supuse que un viejo colega podría sacar unos cuantos billetes de esto.

– ¿Por qué no?

Cogió un puro apagado del cenicero y volvió a encenderlo. Podría haberse permitido el lujo de coger uno nuevo. El 6 es un distrito policial muy deseado y el suyo era un buen despacho. También podría haber enviado a casa a Hanniford en lugar de enviármelo a mí para que yo volviera a llamar a su puerta con veinticinco para él. Las viejas costumbres son difíciles de erradicar.

– Cógete una carpeta y ve por el vecindario haciendo algunas preguntas. Organízate el trabajo en una semana sin dedicarle más de un par de horas. Pídele cien al día más gastos. Así te llevas un kilo, por Cristo.

Dije:

– Me gustaría echar un vistazo al expediente del caso.

– ¿Por qué seguir las formalidades? No vas a encontrar nada allí, Matt. El caso estaba cerrado antes de que se abriera. Le pusimos las esposas al cabrón ese antes de saber lo que había hecho.

– Puro formalismo.

Entrecerró un poco los ojos. Éramos aproximadamente de la misma edad, pero yo me había unido al cuerpo antes que él y ya iba de paisano cuando él acabó la academia. Ahora Koehler parecía mucho mayor, tenía papada y un trabajo de despacho que convertía su trasero en una prolongación del asiento. Había algo en sus ojos que no me gustaba.

– Una pérdida de tiempo, Matt. ¿Para qué tomarse la molestia?

– Digamos que es mi forma de trabajar.

– Los expedientes no se muestran a personal no autorizado. Ya lo sabes.

Dije:

– ¿Qué tal otro sombrero por un vistazo a lo que tengas? Y voy a tener que hablar con el oficial que hizo la detención.

– Podría arreglar eso, podría presentártelo. Que quiera o no hablar contigo es cosa suya.

– Claro.

Veinte minutos más tarde estaba solo en la oficina. Tenía veinticinco dólares menos en mi cartera y un sobre de color manila delante de mí, sobre la mesa. No parecía valer ese dinero, pues no me reveló casi nada que no supiera ya.