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– No.

– Y no soy un criminal, usted sabe. Maté a… esa chica.

– Wendy Hanniford.

– La maté. Ah ya, usted lo ha visto como un acto calculado, llevado a cabo a sangre fría, ¿no es así? ¿Sabe cuántas veces juré no volver a verla? ¿Sabe cuántas noches me mantuve en vela, luchando con los demonios? Y, más aún, ¿sabe cuántas veces fui a su apartamento con la navaja en el bolsillo, desgarrado entre el deseo de matarla y el miedo de cometer un pecado tan monstruoso? ¿Sabe algo de eso?

No dije nada.

– La maté. Pase lo que pase, no volveré a matar a nadie. ¿Puede decir con sinceridad que constituyo un peligro para la sociedad?

– Sí.

– ¿Cómo?

– Es malo para la sociedad que los asesinos salgan indemnes.

– Pero si hago lo que usted sugiere, nadie sabrá que he dado mi vida por esa razón. Nadie sabrá que fui castigado por asesinato.

– Yo lo sabré.

– Será usted juez y jurado, entonces. ¿Es eso justo?

– No. Pero su fin sí lo será, señor.

Cerró los ojos, y se apoyó en el respaldo de la silla. Yo quería otro trago, pero dejé la petaca en el bolsillo. El dolor de cabeza seguía ahí. La aspirina no había hecho efecto.

– Considero el suicidio como un pecado, señor Scudder.

– Yo también.

– ¿En serio?

– Sin duda. De lo contrario, probablemente me habría matado hace años. Hay pecados peores.

– El asesinato.

– Ese es uno de ellos.

Fijó los ojos en mí.

– ¿Piensa que soy un hombre malo, señor Scudder?

– No soy un experto en eso. El bien y el mal. Tengo muchos problemas para entender esas cosas.

– Conteste a mi pregunta.

– Pienso que ha tenido usted buenas intenciones. Antes ha estado hablando sobre eso.

– ¿Y he pavimentado un camino al Infierno?

– Bueno, yo no sé adónde se dirige el camino, pero hay muchos desastres a lo largo de la carretera, ¿no cree? Su mujer cometió suicidio. Su amante fue acuchillada hasta morir. Su hijo se volvió loco y se colgó por algo que no hizo. ¿Eso lo convierte en bueno o malo? Tendrá que resolverlo usted mismo.

– Tiene la intención de ir a la policía el martes por la mañana.

– Sí.

– Y de la otra manera, usted guardará silencio.

– Sí.

– Ah, y ¿qué pasa con usted, señor Scudder? ¿Es usted una fuerza del bien o del mal? Estoy seguro de que usted mismo se habrá hecho esa pregunta.

– De vez en cuando.

– ¿Cómo responde a eso?

– De manera ambivalente.

– ¿Y ahora, con este acto? ¿Obligándome a suicidarme?

– Eso no es lo que estoy haciendo.

– ¿No lo es?

– No. Le estoy permitiendo suicidarse. Pienso que es un maldito loco si no lo hace, pero no le estoy obligando a hacer nada.

17

El lunes por la mañana me desperté temprano. Cogí un Times en la esquina y lo leí por encima del bacon, los huevos y el café. Un taxista había sido asesinado en el East Harlem. Alguien le había clavado un picahielos a través de uno de los agujeros de aire de la plaza de separación. Todo el mundo que leyera el Times sabía una nueva manera de cargarse a un taxista.

Fui al banco en cuanto abrió y deposité la mitad del cheque de mil dólares de Cale Hanniford. Me llevé el resto en efectivo, luego caminé unas cuantas manzanas hacia la oficina de correos e hice un giro postal por unos cuantos cientos de dólares. Me envié un sobre a mi habitación del hotel, le puse un sello, cogí el teléfono y llamé a Anita.

Dije:

– Te voy a enviar unos cuantos pavos.

– No tienes que hacerlo.

– Bueno, saca algo para los niños. ¿Cómo están?

– Bien, Matt. Ahora están en el colegio, naturalmente. Van a sentir haberse perdido tu llamada.

– De todas formas, por teléfono no es muy agradable. Estaba pensando que podía coger entradas para el partido de los Mets del viernes por la noche. Si no puedes llevarlos al Coliseum yo podría enviarles un taxi a casa. Si tú crees que a ellos les gustaría ir.

– Sé que les gustaría. Puedo llevarles en coche sin problemas.

– Bueno, voy a ver si puedo conseguir entradas. Seguro que no son muy difíciles de conseguir.

– ¿Debo decírselo o esperar a que tengas las entradas de verdad? ¿O querrás decírselo tú mismo?

– No, díselo tú. Por si tienen algún otro plan.

– Cancelarían cualquier cosa por ir al partido contigo.

– Bueno, salvo que sea algo importante.

– Podrían volver a la ciudad contigo. Podrías reservarles una habitación en tu hotel y subirlos al tren al día siguiente.

– Ya veremos.

– Vale. ¿Y tú cómo estás, Matt?

– Bien. ¿Y tú?

– Perfecta.

– ¿Las cosas andan igual entre George y tú?

– ¿Por qué?

– Solo preguntaba.

– Seguimos viéndonos si es a lo que te refieres.

– ¿Piensa conseguir el divorcio de Rosalie?

– No hablamos de eso. Matt, tengo que irme, me están tocando el claxon.

– Claro.

– Dime lo de las entradas.

– Claro.

No venía en la primera edición del Post, pero alrededor de las dos de la tarde tenía la radio puesta en un canal de noticias y lo dijeron. El reverendo Martin Vanderpoel, párroco de la primera Iglesia Reformada de Bay Ridge, había sido hallado muerto en su dormitorio por su ama de llaves. La muerte ha sido provisionalmente atribuida, pendiente de la autopsia, a la ingestión voluntaria de una sobredosis de barbitúricos. El reverendo Vanderpoel fue identificado como el padre de Richard Vanderpoel, quien se había suicidado recientemente tras haber sido arrestado por el asesinato de Wendy Hanniford en el apartamento que los dos habían compartido en Greenwich Village. El reverendo Vanderpoel había dejado una nota diciendo que estaba profundamente abatido por la muerte de su hijo, y este abatimiento lo había llevado, como era evidente, a quitarse la vida.

Apagué la radio y me quedé sentado alrededor de media hora, más o menos. Después recorrí la manzana hasta St. Paul's y puse cien dólares en el cepillo, una décima parte de lo que había recibido como bonificación de Cale Hanniford.

Me senté en el fondo durante un rato y pensé en un montón de cosas.

Antes de marcharme encendí cuatro velas. Una por Wendy, otra por Richie y la habitual para Estrellita Rivera.

Y, naturalmente, una por Martin Vanderpoel.

Lawrence Block

***