Empecé con el informe del policía Lewis Pankow, el oficial que llevó a cabo el arresto. No había leído uno desde hacía algún tiempo. Volví a leer desde «Mientras avanzaba en dirección oeste en servicio rutinario de patrullaje a pie» hasta «momento en el cual el presunto culpable fue entregado a la prisión para su encarcelamiento». La poli tiene su propia jerga oficial.
Leí el informe de Pankow un par de veces y tomé algunas notas. Lo que equivalía a una clara exposición de los hechos traducida al inglés. A las cuatro y dieciocho, el agente iba caminando en dirección oeste por la calle Bank. Escuchó un alboroto y en las proximidades se encontró a algunas personas que le dijeron que había un lunático cubierto de sangre dando vueltas por la calle Bethune. Pankow recorrió corriendo toda la manzana hasta llegar a la calle Bethune donde lo encontró: «el presunto sinvergüenza, posteriormente identificado como Richard Vanderpoel, del n° 194 de la calle Bethune, con la ropa desaliñada y cubierta con lo que parecía ser sangre, hacía alarde de un lenguaje obsceno a viva voz y exponía sus partes íntimas a los transeúntes».
Pankow lo esposó prudentemente y logró averiguar dónde vivía. Hizo subir al sospechoso los dos tramos de escaleras y entraron en el apartamento que Vanderpoel y Wendy Hanniford ocupaban, donde encontró a Wendy Hanniford «aparentemente muerta, desnuda y desfigurada por las cuchilladas supuestamente infligidas por un arma punzante».
Después Pankow telefoneó y el procedimiento habitual se puso en marcha. El médico forense llegó para confirmar lo que Pankow se había imaginado: que Wendy estaba, en efecto, muerta. El equipo de fotografía tomó sus fotos, varias del apartamento salpicado de sangre y muchas del cadáver de Wendy.
Era imposible saber cómo era físicamente cuando estaba viva. Había muerto desangrada, y lady Macbeth tenía razón sobre esto: nadie se imagina cuánta sangre puede perder un cuerpo agonizante. Puedes clavar un punzón de hielo en el corazón de un hombre sin que asome apenas una gota de sangre en su pechera, pero Vanderpoel le había acuchillado el pecho, los muslos, el vientre y la garganta, y toda la cama era un océano de sangre.
Después de haber fotografiado el cuerpo, lo trasladaron para hacerle una autopsia. Un tal doctor Jainchill, de la oficina del forense, le practicó una autopsia completa. Declaró que la víctima era una mujer caucasiana de unos veinte años, que había mantenido relaciones sexuales recientemente, tanto orales como genitales, que había sido acuchillada veintitrés veces con un objeto punzante, seguramente una cuchilla, que no tenía heridas de puñaladas (lo que con toda probabilidad le hubiera hecho decidirse por la cuchilla), que varias venas y arterias, las cuales enumeró una por una, habían sido total o parcialmente cercenadas en el transcurso del ataque, que la muerte tuvo lugar aproximadamente a las cuatro de esa tarde, en más o menos veinte minutos, y que en su opinión no había ninguna posibilidad de que las heridas se las hubiera infligido ella misma.
Me sentí orgulloso de que hubiera tomado una posición tan firme en ese último punto.
El resto del sobre contenía información que por último sería complementada por copias de informes formales realizados por otros departamentos del aparato policial. Había una anotación que informaba de que el prisionero había sido llevado ante un magistrado y había sido acusado formalmente de homicidio el día después de su arresto. Otro memorando daba el nombre del abogado de oficio. Y otro señalaba que Richard Vanderpoel había sido hallado muerto en su celda poco antes de las seis de la mañana del sábado.
El sobre se engrosaría en tiempos venideros. El caso estaba cerrado, pero el expediente del distrito 6 seguiría creciendo como el cabello y las uñas de un cadáver. El guardia que entró y vio a Richard Vanderpoel colgado de la tubería redactaría sus conclusiones. Del mismo modo procederían el médico que dictaminó su muerte y el médico que no pudo establecer ninguna sombra de duda sobre el hecho de que fueran las tiras de ropa de cama, atadas y anudadas alrededor de su cuello, las que lo habían matado. Por último, la investigación policial de un coronel concluiría que Wendy Hanniford había sido asesinada por Richard Vanderpoel y que a su vez Richard Vanderpoel se había quitado la vida. El distrito policial 6, y cualquier otro relacionado con el caso, ya habían llegado a esa conclusión. Habían llegado a la primera parte mucho antes de que Vanderpoel hubiera sido encerrado. El caso estaba cerrado.
Volví a leer parte del material mientras estudiaba las fotos. El propio apartamento no parecía estar muy desordenado, lo que sugería que el asesino había sido alguien que ella conocía. Volví a la autopsia. No había piel bajo las uñas de Wendy, ni signos evidentes de un forcejeo. ¿Contusiones faciales? Sí, es posible que estuviera inconsciente cuando él la acuchilló.
Probablemente hubiese estado un tiempo agonizando. Si la hubieran degollado primero y hubiesen alcanzado la yugular, es posible que hubiera muerto rápidamente. Pero había perdido mucha sangre por las heridas del torso.
Escogí una foto y la metí en el bolsillo de mi camisa. No sabía muy bien para qué la quería, pero sabía que nadie la echaría de menos. Una vez conocí a un poli de oficina en la sección de Cobble Hill de Brooklyn que solía llevarse a casa una copia de cada foto horrible que pasaba por sus manos. Nunca pregunté por qué.
Volví a ponerlo todo en orden y coloqué en su sitio el sobre manila al tiempo que volvía a aparecer Koehler. Estaba fumándose otro puro. Salí de detrás de su mesa y me preguntó si estaba satisfecho.
– Todavía me gustaría hablar con Pankow.
– Ya lo he arreglado. Supuse que eras demasiado terco como para cambiar de idea. ¿Has encontrado alguna maldita cosa en todo ese desorden?
– ¿Cómo puedo saberlo? Ni siquiera sé qué es lo que estoy buscando. Tengo entendido que se prostituía. ¿Hay alguna prueba de eso?
– Nada en concreto. Pero si lo miras bien, resulta evidente. Un buen armario, doscientos pavos en el bolso, ningún medio visible de sustento. ¿Qué más podemos añadir?
– ¿Por qué estaba viviendo con Vanderpoel?
– Tenía una lengua de treinta centímetros.
– En serio. ¿Era su chulo?
– Es posible.
– Pero no tienes ficha de ninguno de los dos.
– No. No los arrestaron nunca. Para nosotros no existían oficialmente hasta que él decidió acuchillarla.
Cerré los ojos durante un minuto. Koehler pronunció mi nombre. Alcé la vista y dije:
– Me ha venido un pensamiento. Algo que has dicho antes sobre el momento de poner al corriente a Hanniford. Además, en cierto sentido es verdad lo que mencionaste. Si hubiera sido asesinada por una persona o personas desconocidas, habrías sometido los dos últimos años de su vida a un examen minucioso, los habrías pasado por un microscopio. Pero el caso se cerró antes de abrirlo y ahora ya no es tu trabajo hacer eso.
– Exacto. En cambio es el tuyo.
– Ajá. ¿Con qué la mató?
– El doctor dice que con una cuchilla. -Se encogió de hombros-. Una suposición tan buena como cualquier otra.
– ¿Y qué ha pasado con el arma homicida?
– Sí, ya me suponía que no se te escaparía. No la encontramos. Cualquiera sabe. Había una ventana abierta, pudo haberla lanzado por allí.
– ¿Qué había en el exterior de la ventana?
– Un pozo de ventilación.
– ¿Lo has inspeccionado?
– Ajá. Cualquiera pudo cogerla, cualquier chaval que pasara por allí.
– ¿Comprobaste si había manchas de sangre en el pozo de ventilación?
– ¿Estás bromeando? ¿Un pozo de ventilación del Village? La gente orina por las ventanas, lanzan tampones, basura y todo tipo de cosas. En nueve de cada diez pozos de ventilación encontrarás manchas de sangre. ¿Lo habrías inspeccionado tú? ¿Después de haber cogido al asesino?