– ¿Tenían bien cuidado el apartamento?
– Bastante bien, sí. Era muy agradable. La pintura de las paredes estaba en buen estado y tenían unos muebles muy bonitos. -Se quedó pensando un momento-. Puede que fuera cosa de él. He estado allí antes de que se trasladara él y creo recordar que entonces no era tan agradable. Él era una especie de seudoartista.
– ¿Sabía que era prostituta?
– Aún no lo sé. Leo muchas mentiras en los periódicos.
– ¿No cree que lo fuera?
– No tengo una opinión, ni en un sentido ni en otro. Nunca he tenido ninguna queja sobre ella. Por otra parte, podía haber tenido diez hombres arriba en su casa en un día sin que yo me enterara.
– ¿Tenía visitas?
– Ya se lo he dicho. No me fijaba en eso. La gente no tiene que pedirme permiso para subir.
Le pregunté quién más vivía en el edificio. Había cinco apartamentos, uno por cada piso, y me dio los nombres de todos los inquilinos. Me dijo que podía hablar con ellos si ellos estaban dispuestos a hablar conmigo. Salvo con la pareja del piso de arriba; estaban en Florida y no volverían hasta mediados de marzo.
– ¿Es suficiente? -dijo-. Tengo que seguir con lo que estaba haciendo. -Flexionó los dedos para indicar su impaciencia por volver a ponerlos sobre la arcilla.
Le dije que había sido muy amable.
– No creo que le haya aclarado gran cosa.
– Hay algo más que podría decirme.
– ¿El qué?
– No los conocía, a ninguno de los dos, y por lo que veo no presta mucho interés a la gente del edificio. Pero todo el mundo se forma siempre una idea de la gente a la que ve con frecuencia durante un largo período de tiempo. Tiene que haberse formado algún tipo de imagen de ambos; seguro que le causaron alguna impresión a pesar de que apenas los conociera. Probablemente haya cambiado dicha imagen por lo que ha sucedido la semana pasada, por las cosas de las que se ha enterado, pero me gustaría saber qué impresión tenía de ellos.
– ¿De qué le serviría eso?
– Me permitiría saber cómo eran a los ojos de los demás. Y usted es artista y tiene una gran sensibilidad.
Se mordió una uña.
– Sí, entiendo lo que quiere decir -dijo después de un momento-. Lo que pasa es que no sé qué puedo decirle.
– ¿Le sorprendió que la matara?
– Cualquiera estaría sorprendido.
– Eso cambiaría la imagen que tenía de ellos, pero ¿cómo los veía?
– Como unos inquilinos normales y corrientes… Espere un momento. Me acaba de hacer pensar en algo. Nunca lo había mencionado, pero ¿sabe lo que pensaba de ellos? Los veía como hermanos.
– ¿Hermanos?
– Sí.
– ¿Por qué?
Cerró los ojos y frunció el ceño.
– No puedo decir exactamente por qué -dijo-. Tal vez por la manera en que actuaban cuando estaban juntos. No es que hicieran nada. Solo son las vibraciones que me daban, la sensación que te transmitían cuando paseaban, la manera de relacionarse el uno con el otro.
Esperé.
– Otra cosa. No es algo que me obsesione, quiero decir que no tenía pensado hablar de ello, pero en cierto modo di por sentado que él era gay.
– ¿Por qué?
Estaba sentada y en ese momento se levantó y caminó hacia una de sus creaciones, un montículo de color bronce de planos convexos, más alto y ancho que ella. Se alejó de espaldas a mí y trazó una línea curva con sus achaparrados dedos.
– Por su físico, supongo. Su amaneramiento. Era alto y delgado y tenía una forma especial de hablar. Seguro que cree que no debería pensar de esa manera. Con mi figura, mi pelo corto, el hecho de que me gusta trabajar con las manos y de que se me den bien los aparatos eléctricos y mecánicos, la gente suele suponer que soy lesbiana. -Se giró y sus ojos me desafiaron-. Pues no lo soy -dijo.
– ¿Lo era Wendy Hanniford?
– ¿Cómo quiere que lo sepa yo?
– Ha supuesto que Vanderpoel podía ser gay. ¿Supone lo mismo de ella?
– Ah. Yo pensaba… No, estoy segura de que no lo era. Generalmente sé si una mujer es gay por su manera de tratarme. No, di por hecho que era hetero.
– Y dio por hecho que él sí que lo era.
– Así es. -Levantó la vista hacia mí-. ¿Y quiere saber algo? Sigo pensando que era marica.
4
Cené algo en un italiano de la avenida Greenwich y visité un par de bares antes de tomar un taxi hasta Johnny Joyce's. Le dije al camarero que estaba buscando a Lewis Pankow y me señaló un reservado en la parte trasera.
Podría haberlo encontrado sin ayuda. Era un tipo rubio, alto y delgado, de rostro franco y recién afeitado. Se levantó al acercarme a él. Iba de paisano, con un traje gris de tela escocesa que no podía haber costado mucho, una camisa azul claro y una corbata a rayas. Le dije que yo era Scudder y él dijo que era Pankow, me tendió la mano y yo le tendí la mía. Me senté frente a él y cuando se acercó el camarero le pedí un bourbon doble. Pankow todavía iba por la mitad de su cerveza.
Dijo:
– El teniente dijo que querías verme. Supongo que es sobre el asesinato de Hanniford.
Asentí.
– Te has colgado una buena medalla.
– Tuve suerte. Estaba en el lugar adecuado y en el momento oportuno.
– Quedará bien en tu historial.
Se sonrojó.
– Además probablemente consigas una recomendación por ello.
Se ruborizó aún más. Me pregunté qué edad tendría. A lo sumo veintidós. Pensé en su informe y decidí que se convertiría en detective de tercer grado en un año más o menos.
Dije:
– He leído tu informe. Había una gran cantidad de detalles, pero en cambio hay algunas cosas que no has tenido en cuenta. Cuando llegaste al lugar, Vanderpoel seguía a dos puertas del edificio en el que había tenido lugar el asesinato. ¿Qué estaba haciendo exactamente? ¿Estaba bailando? ¿Corriendo?
– Permanecía más o menos en el mismo sitio, pero dando vueltas como un loco. Como si tuviera que liberar mucha energía. Como cuando bebes demasiado y no puedes dejar las manos quietas, pero con todo su cuerpo.
– Dices que llevaba la ropa desaliñada. ¿De qué manera?
– Llevaba la camisa por fuera. El cinturón lo tenía abrochado pero el pantalón estaba desabotonado, la cremallera abierta y la cosa colgando.
– ¿El pene?
– Sí, el pene.
– ¿Lo estaba exhibiendo deliberadamente?
– Bueno, le colgaba por fuera, así que tenía que haberse dado cuenta.
– ¿Pero lo tenía agarrado o lo movía con un meneo de caderas o algo parecido?
– No.
– ¿Tenía una erección?
– No me fijé.
– ¿Viste su polla y no te diste cuenta de si la tenía dura o no?
Se ruborizó de nuevo.
– No la tenía.
El camarero me trajo la bebida. La cogí y me quedé mirando el cristal. Dije:
– Pusiste que estaba profiriendo obscenidades.
– Estaba gritando. Oí sus voces incluso antes de doblar la esquina.
– ¿Qué estaba diciendo?
– Ya sabes.
Se avergonzaba con facilidad. Seguí sonsacándole.
– Las palabras que empleaba -dije.
– No me gusta decirlas.
– Haz un esfuerzo.
Preguntó si eso era importante, y le dije que era posible. Se inclinó hacia delante y bajó el tono de voz.
– Hijoputa -dijo.
– ¿Gritaba «hijoputa» todo el tiempo?
– No exactamente.
– Quiero saber qué palabras decía.
– Está bien. Lo que decía era, gritando todo el rato, «soy un hijoputa, soy un hijoputa, me he follado a mi madre». Lo gritaba una y otra vez.
– Decía que era un hijoputa y que se había follado a su madre.