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Se irguió; la roca casi ofrecía la ilusión de una superficie planetaria. Sin embargo, por detrás de los picos más cercanos, nada había que no fuese el mismo espacio. Las estrellas, visiblemente móviles mientras la roca tiraba, se veían como definidos brillos intensos. La nave espacial, que había sido puesta en órbita en torno a la roca, permanecía inmóvil arriba.

Un pirata señaló el camino hacia una elevación rocosa que en nada se diferenciaba de las otras; el individuo recorrió los quince metros de distancia en dos largos pasos. Mientras aguardaban, una sección de la piedra se deslizó hacia un costado y de la abertura surgió una figura vestida con traje espacial.

—Muy bien, Herm —dijo uno de los piratas, con voz áspera—, aquí está. Lo dejamos a tu cuidado ahora.

La voz que sonó a continuación en el receptor de Lucky era suave y fatigada:

—¿Cuánto tiempo permanecerá conmigo, caballeros?

Hasta que regresemos a buscarle. Y no hagas preguntas.

Los piratas se volvieron y saltaron hacia arriba. La gravedad de la roca no podía detenerlos; flotaron suavemente y luego de unos minutos, Lucky vio un diminuto reflejo de cristales, cuando uno de los hombres corrigió su dirección mediante una pequeña pistola impelente, usada en forma rutinaria con esos fines y que integraba el equipamiento básico de cualquier traje. Su depósito de gas estaba en unos cartuchos diminutos, llenos de bióxido de carbono.

Transcurrieron unos minutos y los cohetes traseros de la nave espacial dejaron ver su resplandor rojo y se inició su nueva trayectoria.

Era inútil intentar ver en qué dirección se marchaba la nave, Lucky lo sabía muy bien, sin conocer en qué lugar del espacio se hallaban. Y exceptuando la vaga noción de que ése era un punto en el cinturón de asteroides, nada más sabía por ahora.

Tan honda era su preocupación que casi se sobresaltó al oír la voz suave del hombre del asteroide, que decía:

—Esto es hermoso. Me asomo tan pocas veces afuera, que a menudo olvido el espectáculo, ¡mire allá!

Lucky giró hacia su izquierda. El sol, pequeño, asomaba por encima del borde quebrado de la roca; por un momento su brillo fue tan intenso que se hizo imposible mirarlo directamente. Era una moneda de oro resplandeciente. El cielo, negro unos minutos antes, seguía viéndose negro y las estrellas refulgían sin merma. Y esto se debía a la carencia de aire en un mundo en que no existía el polvo para dispersar la luz del sol y convertir al cielo en una máscara de azul profundo.

El hombre del asteroide dijo:

—Dentro de unos veinticinco minutos se pondrá otra vez. En ocasiones, cuando Júpiter está muy cerca, lo puedes llegar a ver, como una pequeña bola de mármol, con sus cuatro satélites, como chispas alineadas en formación de batalla. Pero sólo ocurre cada tres años y medio. Y ésta no es la época.

En forma brusca, Lucky preguntó:

—Esos hombres le han llamado Herm, ¿es ése su nombre?, ¿es usted uno de ellos?

—¿Me pregunta si soy un pirata? No. Pero admitiré que soy algo así como un encubridor. Y mi nombre no es Herm; ésa es una expresión que ellos utilizan para los ermitaños en general. Mi nombre, señor, es Joseph Patrick Hansen, y ya que debemos ser compañeros en un lugar tan estrecho y durante un período indefinido, espero que seamos amigos.

Y tendió una mano recubierta por el guante metálico que Lucky cogió.

—Yo soy Bill Williams —dijo—. ¿Dice usted que es un ermitaño? ¿O sea que vive aquí todo el tiempo?

—Así es.

Lucky arrojó una mirada a las pobres astillas de granito y sílice y frunció el ceño.

—No se ve muy acogedor este sitio.

—A pesar de todo, intentaré hacer lo que pueda para que usted se sienta cómodo.

El ermitaño tocó un punto en la roca a través de la cual emergiera, y una parte de la piedra rodó hasta dejar libre una abertura.

Lucky advirtió que los bordes estaban biselados y recubiertos de ultrium o algún material parecido, para asegurar un cierre hermético.

—¿Quiere usted entrar, señor Williams? —invitó el ermitaño.

Lucky aceptó. El sector de roca se cerró a sus espaldas. Tan pronto como la puerta se hubo cerrado, una diminuta luz de flúor se encendió, disipando la oscuridad; se hizo visible una pequeña cámara de aire, no mayor de lo que se necesitaba para dos personas.

Una lucecita roja centelleó y el ermitaño dijo:

—Puede usted abrir su casco. Ya tenemos aire.

Y mientras hablaba, él mismo puso en ejecución su orden.

Lucky lo imitó, aspirando bocanadas de aire fresco y claro. No estaba mal. Era mejor que el aire de la nave espacial. Sin lugar a dudas.

Pero fue cuando la puerta interna de la compuerta se abrió, que el viento se abatió sobre Lucky en una fuerte ráfaga.

6. ¿QUE SABRÁ EL ERMITAÑO?

En la Tierra, Lucky había visto muchas salas lujosas como ésta. Medía más de nueve metros de largo, por seis de ancho y nueve de altura. Una galería la circundaba; por debajo y por arriba de ella se veían anaqueles con libros en microfilme. Un proyector de pared se asentaba sobre un pedestal; en otro, igual al primero, brillaba como una joya una maqueta de la Galaxia. La iluminación era por completo indirecta.

Tan pronto como puso un pie en la sala, sintió la atracción creada por motores de seudo-gravedad. No estaba al nivel de la normal en la Tierra; su percepción le indicaba que debía hallarse entre la normal de Marte y la de la Tierra. Resultaba así una deliciosa sensación de liviandad, unida a una atracción que permitía coordinar por entero los movimientos musculares.

El ermitaño se había quitado el traje espacial y lo había colgado sobre una pila blanca de plástico, dentro de la cual la fina capa de hielo que recubría al traje podría fundirse al calor del aire húmedo de la sala.

Hansen era un hombre alto y erguido, de cara rosada y facciones suaves, pero su cabello era blanco, al igual que sus hirsutas cejas, y gruesas venas le recorrían el dorso de las manos.

Con notoria cortesía preguntó:

—¿Me permite ayudarle con su traje?

Lucky volvió a la realidad.

—Oh, está bien —se desvistió con rapidez—. Tiene usted un lugar poco común aquí.

—¿Le agrada? —sonrió Hansen—. Me ha llevado muchos años ponerlo en estas condiciones. Aunque no sólo esto constituye mi pequeño hogar.

Parecía estar colmado de un sosegado orgullo.

—Me imagino que no —repuso Lucky—. Ha de haber una sala de máquinas para la luz y la calefacción y para mantener constante el campo de seudo-gravedad. Además, debe tener aquí un purificador de aire y re-abastecedor, provisión de agua, de alimentos, en fin, ese tipo de cosas.

—Así es.

—No parece tan mala la vida de ermitaño.

El solitario, era evidente, se sentía a la vez orgulloso y halagado.

—No tiene por qué serlo —dijo—. Siéntese, Williams, tome asiento. ¿Algo para beber?

—No, gracias. —Lucky se arrellanó en un sillón; el asiento y el respaldo, normales en apariencia, ocultaban un suave campo magnético que cedía al peso sólo hasta establecer un equilibrio que adaptaba la superficie del sillón a cada curva del cuerpo—. ¿Aunque quizá usted pueda ofrecerme una taza de café?

—Sin duda.

El viejo se dirigió a un compartimiento.

En pocos segundos regresó con un par de tazas de café fragante y caliente.

El brazo del sillón de Lucky, bajo la presión adecuada de la mano de Hansen, dejó ver una estrecha superficie de apoyo y el ermitaño colocó allí una de las tazas. Luego se detuvo un instante, observando al joven.

—¿Sí? —Lucky lo observó a su vez.