Al levantarse de la mesa, Hansen reunió los botes y los cubiertos y los situó dentro de un recipiente adosado a la pared que daba a la despensa. Lucky oyó un sonido apagado de metal que choca contra otro metal; pronto se restableció el silencio.
Hansen explicó:
—El campo de seudo-gravedad no llega al tubo de residuos; una bocanada de aire y caen al valle del que le he hablado antes, aunque está a más de un kilómetro y medio de distancia.
—Supongo —dijo Lucky— que si la bocanada de aire fuese apenas más fuerte, usted se desembarazaría de todos los botes y los cubiertos.
—Sí, claro. Creo que la mayoría de los ermitaños lo hacen. Tal vez todos lo hagan. Sin embargo, es una idea que no me agrada. Sería malgastar el aire y también el metal. Quizá algún día podamos utilizar esos botes. ¿Quién puede saberlo? Además, aunque muchos de esos objetos se diseminarían en el espacio, estoy seguro de que otros girarían en torno a este asteroide como lunas pequeñas y es poco edificante pensar que estás acompañado en tu órbita por tus propios desperdicios. ¿Tabaco? ¿No? ¿Le molestará si fumo?
Encendió un cigarro y con la mirada tranquila prosiguió.
—Los hombres de los asteroides no pueden abastecerme de tabaco con regularidad, de modo que éste se ha convertido en un placer raro para mí.
Lucky preguntó:
—¿Ellos le abastecen de todas las demás provisiones?
—Sí, así es. Agua, recambios para las máquinas, unidades de energía. Es un arreglo mutuo.
—¿Y usted qué hace por ellos?
El ermitaño observó largamente la punta encendida de su cigarro.
—No mucho. Ellos utilizan esta roca. Bajan aquí con sus naves y yo no informo al respecto. Aquí dentro no llegan y lo que hagan afuera no es asunto mío. Y no quiero enterarme. Es lo más seguro. En algunas ocasiones me dejan hombres aquí, como lo han hecho ahora con usted, y luego los recogen. Pienso que a veces se detienen aquí para reparar alguna avería menor. A cambio de todo esto me traen lo que necesito.
—¿Aprovisionan a todos los ermitaños?
—No lo sé. Quizá.
—Sería necesaria una cantidad importante de provisiones. ¿De dónde las obtendrán?
—Capturan naves espaciales.
—No han de bastar para abastecer a centenares de ermitaños y a sí mismos. Necesitarían una importante cantidad de naves espaciales.
—Pues no lo sé.
—¿Y no le interesa? Es muy fácil la vida que usted lleva aquí, pero quizá la comida que acabamos de consumir provenga de una nave cuya tripulación está convertida en cadáveres congelados que giran en torno de algún otro asteroide, como desperdicios humanos. ¿Nunca ha pensado en ello?
El ermitaño enrojeció y un gesto de dolor se dibujó en sus facciones:
—Usted se toma venganza porque antes le he estado predicando. Tiene razón, ¿pero qué puedo hacer yo? No he abandonado ni traicionado al gobierno; ellos me han abandonado y traicionado. En la Tierra, mi estado paga impuestos, ¿por qué no recibo protección, pues? De buena fe yo he registrado este asteroide en la Oficina Terrestre del Mundo Exterior, o sea que forma parte del dominio terrestre. Tengo todo el derecho del mundo a pedir protección contra los piratas. Si esto no ocurre en forma inmediata, si mi proveedor me dice fríamente que no podrá traerme nada más a ningún precio, ¿qué se supone que debo hacer?
»Usted me dirá que podría volver a la Tierra. Pero ¿cómo abandonar todo esto? Tengo un mundo de mi propiedad aquí; mis libros en microfilme, los grandes clásicos que amo. Hasta tengo una copia de Shakespeare, un filme directo de las páginas de un antiguo libro impreso. Tengo comida, bebida, soledad: en ninguna otra parte del universo me llegaré a sentir tan cómodo como aquí.
»Pero no crea que ha sido una elección simple, sin embargo. Tengo un transmisor sub-etérico; puedo comunicarme con la Tierra. También tengo una pequeña nave que puede cubrir la breve trayectoria hasta Ceres. Los hombres de los asteroides lo saben, pero confían en un principio, soy un elemento accesorio en realidad.
»Los he ayudado y esto, en el plano legal, me convierte en un pirata. Significará cárcel y tal vez ejecución si regreso. De lo contrario, si logro probar mi inocencia, los hombres de los asteroides no olvidarán. Donde quiera que vaya, podrán hallarme, a menos que el gobierno me garantice protección total y de por vida.
—Pues se diría que está usted en mala situación —comentó Lucky.
—¿Sí? —preguntó el ermitaño—. Quizá podría obtener esa protección total con un apoyo adecuado.
Ahora le tocaba el turno a Lucky:
—Pues no lo sé.
—Creo que sí.
—No comprendo.
—A cambio de ayuda, le haré una advertencia.
—Yo nada puedo hacer. ¿Cuál es su advertencia?
—Aléjese del asteroide antes de que Antón y sus hombres regresen.
—Jamás. He venido aquí a unirme con ellos, no para tener que regresar.
—Si no se aleja, tendrá que quedarse para siempre. Muerto. No le permitirán integrar ninguna tripulación. Usted no llena las condiciones imprescindibles.
El rostro de Lucky se torció en un gesto de ira.
—¡Por todos los espacios! ¿De qué me está hablando?
—Otra vez. Cuando te enojas lo veo claramente. Tú no eres Bill Williams, hijo. ¿Qué parentesco tienes con Lawrence Starr, del Consejo de Ciencias? ¿Eres el hijo de Starr?
7. HACIA CERES
Los ojos de Lucky se empequeñecieron y el joven sintió que los músculos de su brazo derecho se ponían en tensión, como si pretendieran buscar un desintegrador que no hallarían ni en sus bolsillos ni en una cartuchera.
Pero no efectuó ningún movimiento. Con voz controlada preguntó:
—¿Hijo de quién? ¿De qué me está hablando?
—Estoy seguro. —El ermitaño se inclinó hacia adelante y cogió una mano de Lucky; su rostro adoptó una expresión seria—. He conocido muy bien a Lawrence Starr. Hemos sido amigos. Una vez, cuando yo estaba en un aprieto, me ayudó. Y tú eres su viva imagen. No puedo equivocarme.
Lucky rechazó la mano de su interlocutor.
—Lo que usted dice no tiene sentido.
—Oye, hijo, puede que para ti sea importante no revelar tu identidad; tal vez no te fías de mí. Bien, no te pido que lo hagas. He colaborado con los piratas y lo he admitido. Pero, de todos modos, escúchame. Los hombres de los asteroides tienen una buena organización. Tal vez les lleve semanas, pero si Antón sospecha de ti, no se detendrán hasta que hayan verificado hasta el aire que respiras. Ninguna historia falsa los engañará. Tarde o temprano sabrán la verdad sobre quién eres tú. ¡Tenlo por seguro! Conocerán tu verdadera identidad. Vete, ya te lo he dicho, ¡vete!
—Si fuera yo la persona que usted dice —preguntó Lucky—, ¿no se está arriesgando? Creo haber entendido que usted me ofrece su nave para alejarme.
—Sí.
—¿Y qué hará usted cuando los piratas regresen?
—No estaré aquí. ¿No lo comprendes? Quiero ir contigo.
—¿Y dejar todo lo que tiene aquí?
Hansen dudó por un instante.
—Sí, es duro. Pero no tendré otra oportunidad como ésta nuevamente. Tú eres persona de influencia; debes serlo. Quizá perteneces al Consejo de Ciencias, y estás aquí en misión secreta. A ti te creerán. Podrías protegerme, abogar por mí, impedir un juicio, cuidar que los piratas no puedan perjudicarme. Podría ser muy importante para el Consejo, jovencito. Les diré todo lo que sé acerca de los piratas. Cooperaré en todo lo que esté a mi alcance.
—¿Dónde está guardada su nave? —preguntó Lucky.
—¿Es un pacto, entonces?