La nave espacial era muy pequeña. Llegaron hasta ella atravesando, de uno en fondo, un estrecho corredor, nuevamente vestidos con sus trajes espaciales. Lucky inquirió:
—¿Se puede ver Ceres con el telescopio de la nave?
—Sí, por supuesto.
—¿Lo puede reconocer sin posibilidad de equivocarse?
—Sí, sin duda.
—A bordo, entonces.
La pared delantera de la caverna carente de aire, que servía de anclaje a la nave, se abrió tan pronto como los motores de la nave fueron activados.
—Radio control —explicó Hansen.
La nave tenía combustible y provisiones.
Se movió con suavidad, elevándose desde su amarradero hacia el espacio con la facilidad y los movimientos libres que sólo se daban cuando la fuerza de gravitación era virtualmente nula. Por primera vez, Lucky observó desde el espacio el asteroide de Hansen. De una mirada abarcó el valle de los botes desechados, más brillante que la roca que lo rodeaba, en el preciso momento en que estaba a punto de pasar a la sombra.
Hansen volvió a la carga.
—Ahora dímelo: eres el hijo de Lawrence Starr, ¿verdad?
Lucky se había armado con un desintegrador y un cinturón completo de cartuchos. Al hablar, estaba atando la cartuchera a su cintura.
—Me llamo David Starr. Pero todos me conocen por Lucky.
Entre los asteroides, Ceres es un monstruo.
Tiene ochocientos kilómetros de diámetro y, sobre su superficie, un individuo de estatura media puede llegar a pesar un kilogramo completo. Su forma es casi esférica y cualquiera que se le acerque lo suficiente en el espacio, puede pensar que es un planeta respetable.
Y, sin embargo, si la Tierra fuese hueca, habría que arrojar cientos de cuerpos como Ceres para llenarla por entero.
Bigman aguardaba, de pie sobre la superficie de Ceres; su figura estaba aumentada por el traje espacial, cargado hasta estallar con pesas de plomo; sus botas también tenían una suela especial, de plomo. Había sido idea suya, pero no tuvo resultado positivo. Con toda esa sobrecarga, su peso no le bastaba para impedir que cualquier movimiento le hiciera correr el peligro de proyectarse hacia el espacio.
Había llegado a Ceres varios días atrás, en el mismo vuelo espacial que trajera desde la Luna a Conway y a Henree, y aquí estaba, aguardando este momento, aguardando que Lucky Starr les hiciera saber en un mensaje de radio que estaba por llegar. Gus Henree y Héctor Conway se habían comportado muy nerviosamente; temían por Lucky, pensaban que podría morir, se preocupaban. Él, Bigman, estaba más tranquilo. Lucky podía superar cualquier inconveniente. Y él les había dicho justamente eso a ambos científicos. Cuando el mensaje de Lucky llegó, por fin, les volvió a repetir las mismas palabras.
Pero, de todos modos, sobre la superficie helada de Ceres, sin nada que hiciera las veces de valla entre él y las estrellas, se permitió experimentar una inconfesable sensación de alivio.
Desde el lugar en que estaba instalado, veía con claridad la cúpula del observatorio, cuya parte inferior se hundía apenas tras el horizonte cercano. Era el observatorio más grande de todo el Imperio Terrestre, por una causa muy lógica.
En la zona del Sistema Solar que llegaba hasta la órbita de Júpiter, los planetas Venus, Tierra y Marte tenían atmósfera propia y, por ello, se prestaban poco para la observación astronómica. El aire se interponía, aun cuando fuera tan poco denso como el de Marte, y borraba los detalles menudos; por lo común, hacía oscilar las imágenes de los astros y dañaba su recepción.
Dentro de la órbita de Júpiter, el cuerpo celeste más grande y sin aire era Mercurio, pero estaba tan cercano al Sol que el observatorio de su zona crepuscular se especializaba en observación solar. Telescopios relativamente pequeños bastaban.
El segundo cuerpo, en la escala de tamaños, era la Luna, y también en este caso, las circunstancias obligaban a la especialización.
La previsión del estado del tiempo en la Tierra, por ejemplo, se había convertido en una ciencia exacta y de largo alcance, ya que el aspecto de la atmósfera terrestre podía observarse en su totalidad desde una distancia de casi cuatrocientos mil kilómetros.
Y el tercer cuerpo sin aire, dentro de la misma escala, era Ceres y, además, resultó ser el mejor de los tres. Su gravedad casi inexistente permitía pulir y transportar enormes lentes y espejos sin el peligro de ruptura y sin el problema de que se combaran debido a su peso. La estructura del tubo del telescopio no necesitaba refuerzos especiales. La distancia entre Ceres y el Sol era tres veces mayor que la distancia entre éste y la Luna; en cambio, su luz tenía una octava parte de su potencia en el asteroide. Su rápido movimiento de rotación mantenía casi constante la temperatura en el asteroide. O sea que Ceres era el lugar ideal para la observación de las estrellas y de los planetas exteriores.
El mismo día de la víspera, Bigman había visto Saturno a través del telescopio reflector de veinticinco metros; pulir el enorme espejo de ese aparato había exigido veinte años de duro y constante trabajo.
—¿Cómo me veo? —había preguntado.
Y todos rieron.
—No es posible verte a ti —le dijeron.
Los especialistas ajustaron cuidadosamente los controles; eran tres los hombres que lo hacían, coordinando cada uno de sus movimientos hasta que lograron un enfoque satisfactorio. Las débiles luces rojas empalidecieron y en el tope del negro vacío en tomo al cual estaban sentados apareció un globo de luz. Un toque a los controles y la figura quedó enfocada con nitidez.
Bigman emitió un silbido de perplejidad.
¡Era Saturno!
Era Saturno, de casi un metro de diámetro, exactamente igual a como lo había visto desde el espacio una docena de veces. Su triple anillo brillaba con intensidad y se veían tres cuerpos marmóreos, similares a la Luna; por detrás, relucía el polvo espeso de muchas estrellas. Bigman quiso caminar en torno a la figura para ver cómo se vería desde distintos ángulos, pero la imagen no cambió.
—No es más que una ilusión —le explicaron—; la verás siempre igual desde cualquier punto que la observes.
Ahora, desde la superficie del asteroide, Bigman veía con sus propios ojos el planeta; era un punto blanco, pero más brillante que los otros puntos blancos, las estrellas. Tenía el doble de luminosidad de la que podía verse desde la Tierra, ya que estaba trescientos veinte millones de kilómetros más cerca. La Tierra misma estaba al otro lado de Ceres, cercana a un sol del tamaño de un guisante, y la Tierra no constituía un espectáculo muy extraordinario, porque el sol siempre la empequeñecía. El casco de Bigman vibró de pronto con el sonido de llamada de su radio receptor, que se hallaba abierto.
—Eh, chiquitín, sal de allí. Una nave está a punto de llegar.
Bigman se sobresaltó con el sonido y dio un brinco que hizo bailotear sus extremidades, mientras gritaba:
—¿A quién has llamado chiquitín?
Pero el interlocutor reía con ganas.
—¿Cuánto cobrarás por dar lecciones de vuelo, pequeño?
—A ti te haré pequeño —vociferó Bigman, lleno de furia. Su cuerpo ya había superado el punto superior de su parábola y con lentitud y entre oscilaciones comenzaba a descender una vez más—. ¿Cómo te llamas, listo? Dime tu nombre y te abriré la panza cuando baje y me quite este aparejo.
—¿Y tú crees que alcanzarás a mi panza? —fue la respuesta burlona.
Bigman podría haber estallado en mil trocitos diminutos si no hubiese visto una nave espacial describiendo una trayectoria oblicua en el horizonte.
Y trató de correr con largos y desmañados pasos sobre la superficie nivelada que hacía las veces de espaciopuerto en el asteroide, mientras intentaba determinar la exacta posición en que aterrizaría la nave.
Surgieron los chorros de vapor que permitirían un contacto suave con la superficie y cuando las compuertas se abrieron y la figura alta de Lucky, cubierta por el traje espacial, emergió de la nave, Bigman dio una larga zancada, gritando de alegría, y ambos estuvieron juntos.