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—Y cuando ellos lleguen —intervino Henree— lo matarán.

—No lo matarán. Por eso irá en la nave del ermitaño. Querrán saber dónde está Hansen, y ni qué decir de mí, de dónde ha llegado Bigman, cómo se ha apoderado de la nave. Ellos necesitan saber todo eso. Y le darán tiempo para que hable.

—¿Y justificar cómo eligió el asteroide de Hansen en medio de todas las rocas de la creación? Para explicar eso sí que le darán un largo tiempo.

—No; eso es muy sencillo. La nave del ermitaño estaba en Ceres, cosa que es verdad; la he dejado fuera, sin guardia, de modo que él podrá cogerla fácilmente. Hallará las coordenadas espacio-tiempo del asteroide de origen en el libro de bitácora. Para Bigman no se trata sino de un asteroide, no muy alejado de Ceres y tan bueno como cualquier otro, y sólo tendrá que describir una línea recta para ir hasta allí y aguardar a que la conmoción en Ceres se amortigüe.

—Es arriesgado —adujo Conway.

—Bigman lo sabe. Y te lo diré una vez más: debemos correr riesgos. La Tierra ha subestimado la amenaza de los piratas tanto…

Lucky se interrumpió, pues la señal luminosa del tubo comunicador centelleó con rápidas alternancias.

Conway, con un movimiento impaciente de la mano, dio paso a la señal del analizador y luego se enfrentó al aparato.

—Está en la longitud de onda del Consejo —dijo— y, por Ceres, es uno de esos revuelos del Consejo.

La diminuta pantalla visora, sobre el tubo comunicador, mostraba la característica señal de ajuste en la que alternaban dibujos de luz y sombra.

De un manojo que cogió de su maletín.

Conway extrajo una pequeña varilla metálica y la introdujo en una hendidura del tubo comunicador. La varilla era un ordenador de cristalita, cuya porción activa consistía en una estructura especial de diminutos cristales de tungsteno encajados en una matriz de aluminio. El aparato tenía la función de filtrar la señal sub-etérica a través de un canal específico. Lentamente Conway ajustó el ordenador moviéndolo hacia fuera y hacia dentro del tubo, hasta tanto se correspondiese con exactitud con un ordenador similar por su naturaleza, pero opuesto por su función, que se hallaba al otro lado de la señal.

El momento del ajuste perfecto fue anunciado por el enfoque total en la pantalla visora.

Lucky se puso en pie.

—¡Bigman! —dijo—. ¿Dónde estás? ¡Por el espacio!

La carita de Bigman les hacía gestos traviesos en la pantalla.

—Pues, precisamente, estoy en el espacio. A ciento ochenta mil kilómetros de Ceres. Estoy en la nave del ermitaño.

Furioso, Conway preguntó con los dientes apretados:

—¿Será ésta otra de tus triquiñuelas? ¿No me has dicho que estaba en Ceres?

—Es que he creído que aquí estaba —respondió Lucky—. ¿Qué ha ocurrido, Bigman?

—Pues tú me has dicho que había que actuar de prisa, de modo que he cogido al toro por los cuernos. Uno de esos tipos de la Torre de Control me estaba dando guerra. Así que le puse la mano encima un poco, y aquí estoy. —Bigman rió con placer—. Habla con los guardias y pregúntales si no están buscando a un tipo como yo por el cargo de agresión contra uno de la Torre.

—Esto no es lo más brillante de todo lo que podrías haber hecho —observó Lucky con tono grave—. Tendrás más de un problema para convencer a los hombres de los asteroides de que eres capaz de una agresión. No quiero herirte en tus sentimientos, pero se te ve un poco diminuto para eso.

—Pues pondré fuera de combate a unos pocos —respondió Bigman—. Me creerán, pero no es por eso que he llamado.

—Bien, ¿por qué has llamado?

—¿Cómo llegaré hasta el asteroide de este tipo?

Lucky frunció el entrecejo.

—¿Has mirado en el libro de bitácora?

—¡Gran Galaxia! He mirado en todas partes. Hasta bajo el colchón. No hay ningún registro de ninguna clase de coordenadas.

El sentimiento de intranquilidad de Lucky aumentaba.

—Es extraño, y peor que extraño. Mira, a Bigman —habló con voz incisiva, de prisa— iguala la velocidad de Ceres. Dame tus coordenadas con respecto a Ceres ahora mismo y mantenlas así, sea como fuere, hasta que yo te llame. Estás demasiado cerca de Ceres para que los piratas te molesten, pero si te alejaras un poco más, tal vez llegarías a enfrentarte con problemas. ¿Me oyes?

—Sí, te he oído. Déjame calcular mis coordenadas.

Lucky tomó nota y cortó la comunicación.

Con tono preocupado masculló:

—¡Por el espacio! Alguna vez aprenderé a no dar nada por supuesto.

Henree se mostraba inquieto:

—¿No sería mejor hacer regresar a Bigman? Es un plan muy arriesgado y, ya que no tienes las coordenadas, tendrías que cancelario.

—¿Cancelarlo? —preguntó a su vez Lucky—. ¿Dejar a un lado el único asteroide que conocemos como base pirata? ¿Sabes de algún otro? ¿De uno solo? Debemos hallar ese asteroide. Es nuestra única clave para deshacer el nudo.

—Tiene razón, Gus —intervino Conway—; allí hay una base.

Lucky pulsó una tecla del intercomunicador y aguardó.

La voz de Hansen, soñolienta y alarmada a la vez, respondió:

—¡Hable! ¡Hable!

—Aquí Lucky Starr, señor Hansen. Lamento molestarlo, pero le ruego que baje al despacho del doctor Conway lo más pronto que le sea posible.

Luego de una pausa, la voz del ermitaño respondió:

—Sí, por supuesto, pero no sé el camino.

—El guardia que está a su puerta se lo indicará. Ya mismo me pondré en contacto con él. ¿Puede estar aquí dentro de dos minutos?

—Dos y medio, quizá —dijo Hansen, de buen humor. Ahora su voz sonaba más normal.

—¡Estupendo!

Hansen cumplió su palabra; cuando llegó, Lucky aguardaba; con la puerta aún abierta, interrogó al guardia:

—¿Ha habido algún problema en la base esta tarde? ¿Alguna agresión, tal vez?

El guardia pareció sorprenderse.

—Sí, señor. El individuo agredido, sin embargo, se niega a presentar una acusación. Asegura que fue una pelea limpia.

Lucky cerró la puerta y comentó:

—Es lógico; a cualquier hombre normal le disgustaría despertar en la guardia y admitir que un tipo del tamaño de Bigman lo ha vapuleado. Luego me comunicaré con las autoridades y haré que el cargo quede registrado por escrito, de todos modos; para el archivo…

Señor Hansen.

—Sí, señor Starr.

—Debo preguntarle algo y no he querido que la respuesta quedase flotando en el sistema de intercomunicación. Dígame, por favor, cuáles son las coordenadas de su asteroide. Las de espacio y las de tiempo, por supuesto.

Los ojos azules de Hansen, fijos y redondos, arrojaron una mirada perpleja sobre Lucky en aquellos mismos momentos.

—Pues bien, tal vez les resulte difícil creerlo, pero, de verdad, no podría decírselo a ustedes.

9. EL ASTEROIDE INEXISTENTE

Los ojos de Lucky horadaron el rostro de su interlocutor.

—Es difícil creerlo, señor Hansen. Yo pensaba que usted sabría sus coordenadas tan bien como un habitante de nuestro planeta sabe las señas de su casa.

El ermitaño se miró las puntas de los pies y luego, suavemente, asintió:

—Sí, creo que es así. Y ésas son las señas de mi casa. Sin embargo, las desconozco.

Conway intervino:

—Si este hombre, en forma deliberada…

—Un momento —interrumpió Lucky—. Seamos pacientes. El señor Hansen podrá darnos alguna explicación.

Todos estaban pendientes del ermitaño.