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Las coordenadas de los distintos cuerpos en la Galaxia constituyen la corriente sanguínea de los viajes espaciales. Cumplen la misma función que las líneas de latitud y longitud en la superficie bidimensional de un planeta. Pero el espacio es tridimensional y, ya que en él los cuerpos se mueven en todo sentido, las coordenadas necesarias son muy complejas.

Básicamente hay una posición inicial común a la que se denomina posición cero. En el caso del Sistema Solar, la posición del Sol es la posición cero. A partir de este punto de partida, se necesitan tres números. El primero representa la distancia de un objeto o una posición hasta el Sol. El segundo y tercer número son dos mediciones angulares que indican la posición del objeto con referencia a una línea imaginaria que conecta el Sol con el centro de la Galaxia. Si se conocen tres series de estas coordenadas, correspondientes a tres momentos distintos y separados en el tiempo, la órbita de un cuerpo puede ser calculada y conocer así su posición relativa al Sol en cualquier momento dado.

Las naves espaciales pueden calcular sus propias coordenadas con respecto del Sol o, si fuese más conveniente, con respecto del más cercano de los cuerpos mayores, cualquiera que sea. En las Líneas Lunares, cuyas naves hacían la trayectoria entre la Tierra y la Luna, la Tierra constituía el «punto cero». Las coordenadas propias del Sol se calculaban con respecto del centro de la Galaxia y con respecto del meridiano galáctico principal, pero esto sólo era importante en los viajes interestelares.

Algunas de estas ideas atravesaron la mente del ermitaño mientras permanecía bajo la mirada atenta de los tres consejeros. Era complicado explicarlo. Sin embargo, de pronto, Hansen dijo:

—Sí, puedo explicarlo.

—Estamos aguardando —puntualizó Lucky.

—Jamás en quince años tuve necesidad de utilizar las coordenadas. En los dos últimos años no abandoné mi asteroide ni siquiera por unas horas; antes de ello, todos los viajes que he hecho, uno o dos por año, fueron breves: a Ceres o a Vesta, para comprar provisiones o algún recambio. Cuando lo hacía, utilizaba coordenadas locales, calculadas siempre en el momento. Nunca organicé una tabla general porque nunca tuve necesidad de hacerlo.

»Sólo me alejaba por un día o dos, tres a lo sumo, y mi roca no iría a dar muy lejos en ese lapso, porque se traslada con la corriente de asteroides, un poco más lentamente que Ceres o Vesta cuando está lejos del Sol y un poco más deprisa cuando está más cercano. Cuando me dirigía hacia la posición que había calculado, mi roca podía haberse deslizado quince o hasta ciento cincuenta mil kilómetros con respecto de su posición anterior, pero siempre estaba al alcance del telescopio de la nave. Por tanto, siempre me era posible ajustar mi trayectoria a simple vista. Jamás utilicé las coordenadas solares comunes porque nunca tuve necesidad de hacerlo, y eso es todo.

—Lo que usted está diciendo —resumió Lucky— es que no puede regresar a su roca ahora. ¿O ha calculado las coordenadas locales antes de partir?

—Ni siquiera pensé en ello —dijo el ermitaño, con tono apesadumbrado— Mi último viaje fue hace dos años y no he puesto atención en el hecho hasta el instante en que usted me ha llamado aquí.

El doctor Henree intervino:

—Un momento. Un momento. —Había encendido una nueva pipa y la chupaba con fuerza—. Tal vez esté equivocado, señor Hansen, pero cuando usted tomó posesión del asteroide, debió haber presentado papeles a la Oficina Terrestre del Mundo exterior, ¿no es verdad?

—Sí —respondió Hansen—, pero era sólo una formalidad.

—Puede ser. No discuto ese punto. Pero aún así las coordinadas de su asteroide deben estar registradas allí. Hansen pensó durante algunos segundos y luego negó, sacudiendo la cabeza.

—Me temo que no, doctor Henree. Sólo asentaron la coordenada-tipo para el primero de enero de ese año. Era para identificar el asteroide, con un número de código, en caso de litigio de posesión. No se preocupaban más que por eso y no es posible trazar una órbita con una sola serie de coordenadas.

—Pero usted mismo debe de haber obtenido valores orbitales. Lucky nos ha dicho que en un principio usted utilizó al asteroide como lugar de vacaciones. De modo que usted debía saber cómo hallarlo año tras año.

—Eso era quince años atrás, doctor Henree. Y obtuve entonces los valores, sí. Y esas cifras están en algún libro de anotaciones en el asteroide, pero no las he memorizado.

Los ojos oscuros de Lucky estaban cubiertos por una nube de preocupación; luego de una pausa, el joven dijo:

—Esto es todo, por ahora, señor Hansen. El guardia le acompañará hasta su habitación y le llamaremos luego, si es necesario. Mister Hansen —agregó mientras el ermitaño se ponía de pie—, si recuerda algo acerca de las coordenadas, háganoslo saber.

—Así lo haré, señor Starr —repuso Hansen con tono grave.

Nuevamente quedaron solos los tres consejeros. La mano de Lucky pulsó un control del tubo comunicador.

—Active la transmisión —pidió.

La voz del operador de la Central de Comunicaciones le respondió:

—¿El mensaje anterior era para usted, señor? No me fue posible cortar la comunicación, de modo que…

—Está bien; transmisión, por favor.

Lucky ajustó el ordenador y utilizó las coordenadas de Bigman como punto cero en la onda sub-etérica.

—Bigman —dijo, en cuanto apareció su rostro en la pantalla—, abre el diario de navegación nuevamente.

—¿Tienes las coordenadas, Lucky?

—Aún no. ¿Has abierto el diario?

—Sí.

—¿Ves un trozo de papel suelto, lleno de anotaciones y cálculos?

—Aguarda. Sí. Aquí está.

—Ponlo frente a tu transmisor. Necesito verlo.

Lucky cogió un folio y copió las cifras.

—Está bien, Bigman, quítalo de la pantalla. Oye ahora, quédate donde estás, ¿comprendes? Quédate donde estás, ocurra lo que ocurra, hasta que yo vuelva a llamarte. Cortaré la transmisión. Fuera.

El joven se volvió hacia Conway y Henree y explicó:

—Desde la roca del ermitaño hasta Ceres hice mi trayectoria a ojo. Corregí la trayectoria tres o cuatro veces, utilizando el telescopio de la nave y los nonios de observación y medición. Esos son mis cálculos.

Conway asintió con la cabeza:

—Supongo que ahora te propones hacer los cálculos en orden inverso para hallar las coordenadas de la roca.

—Es una tarea bastante simple, sobre todo si disponemos del Observatorio de Ceres.

Conway se puso de pie, pesadamente.

—No puedo menos que pensar que has puesto demasiadas esperanzas en esto, pero nos dejaremos llevar por tu instinto por ahora. Vayamos al Observatorio.

Pasillos y ascensores los acercaron a la superficie de Ceres, mil metros por encima de las oficinas del Consejo de Ciencias, en las entrañas del asteroide. El ambiente era frío, ya que el Observatorio trataba por todos los medios posibles de mantener una temperatura constante y tan cercana a la de la superficie como el cuerpo humano pudiese soportar.

Con gran lentitud y cuidado un joven matemático iba desenmarañando los cálculos de Lucky, alimentaba con ellos el computador y controlaba las operaciones.

En una silla muy incómoda, el doctor Henree acurrucaba su cuerpo delgado; parecía buscar un poco de calor en su pipa a la que mantenía casi cubierta entre sus largos dedos; de pronto, en medio de la tensa espera, el científico murmuró:

—Tengamos la esperanza de que todo esto conduzca a algo positivo.

—Así tendrá que ser —respondió Lucky.

El joven estaba sentado, con los ojos fijos y pensativos, abarcando en una mirada indefinida la pared opuesta.

—Oye, tío Héctor, hace unos minutos has hablado de mi «instinto». Pero ya no se trata de instinto; ya no. Esta carrera de la piratería hoy es bien distinta de la que hubo veinticinco años atrás.