—Es que ni siquiera sabemos dónde están los asteroides.
—Por supuesto que no. Cien naves espaciales tendrían que trabajar durante cien años para transmitir la información correspondiente a los asteroides mensurables. Y aun así, la influencia de Júpiter modificará las órbitas asteroidales una y otra vez.
—Con todo, deberíamos intentarlo. Si enviamos una nave, los piratas tal vez no sepan que se trata de una tarea imposible, y quizá teman las consecuencias de esa expedición con fines cartográficos. Si se divulga la noticia, la nave podría ser atacada.
—¿Y entonces qué?
—Podríamos enviar una nave automática, bien equipada, pero sin tripulantes humanos.
—Sería muy caro.
—Pero quizá valga la pena. Podríamos equipar la nave con cohetes salvavidas programados para que abandonen automáticamente la nave cuando los instrumentos capten la radiación de energía de un motor hiper-atómico acercándose. ¿Qué crees que harían los piratas?
—Reducir los cohetes salvavidas a virutas de metal, abordar la nave y llevarla a su base.
—O a una de sus bases. Exacto. Y si ven que los cohetes salvavidas intentan alejarse, no se sorprenderán de no hallar tripulación a bordo. Después de todo, se trataría de una nave de investigación, desarmada. En ese caso, se supone, la tripulación no presentaría batalla.
—¿Y adonde quieres llegar?
—También podríamos preparar la nave para que explote en cuanto su temperatura se eleve por encima de los veinte grados absolutos, como ocurrirá en cuanto sea llevada a un hangar en los asteroides.
—¿Propones una trampa para bobos?
—Una gigantesca, que destroce todo un asteroide. Podría hacer añicos docenas de naves piratas. Además, en los observatorios de Ceres, Vesta, Juno o Palas se alcanzaría a ver el relámpago. Y luego, localizaríamos a los pirarías supervivientes; de ese modo se obtendría, una valiosa información.
—Oh, comprendo.
Y entonces se inició el equipamiento del Atlas.
La figura furtiva en el túnel que conducía hacia la superficie de la Luna se movió con prisa y seguridad. Los controles sellados de la cámara de aire de salida cedieron al rayo filiforme de una pistola micro-térmica. El metálico disco blindado osciló. Los dedos enguantados de negro se movieron veloces; el disco fue restituido a su posición inicial y soldado con un rayo más potente de la misma pistola micro-térmica.
La puerta interna de la cámara de aire se abrió, pero la alarma que habitualmente sonaba en ese caso, permaneció silenciosa esta vez, ya que no funcionaron los circuitos colocados tras el disco metálico. La figura penetró en la cámara de aire y la puerta se cerró tras ella.
Por delante se abrió la puerta exterior que se enfrentaba con el vacío; el individuo desenrolló entonces del plástico que llevaba bajo el brazo y se revistió con éclass="underline" una especie de saco lo cubrió por entero y los ojos aparecieron tras una banda estrecha de material siliconado transparente; en la cintura, una pieza especial sostenía un cilindro pequeño de oxígeno líquido, conectado a un tubo corto que se introducía en la parte superior. Era un traje semi-espacial, diseñado para atravesar pequeñas distancias sobre superficies sin aire, que no podía ser utilizado por períodos mayores de media hora.
Bert Wilson, inquieto, giró la cabeza.
—¿Has oído eso?
Bigman bostezó sin ganas.
—No he oído nada.
—Juraría que era la puerta de una cámara de aire al cerrarse. Pero no ha sonado la alarma por ahora.
—¿Tendría que haber sonado?
—Sí, por supuesto. Tienes que saber cuándo se abre una puerta. Y hay una campanilla que suena cuando sale el aire; cuando no, se ve una luz encendida. De lo contrario cualquiera podría abrir la otra puerta y hacer que se escapara todo el aire de un corredor o de una nave espacial.
—Vale. Si no ha sonado la alarma, no hay de qué preocuparse.
—Oh, no estoy tan seguro.
Con largas zancadas de seis metros dada la gravedad lunar, el guardia recorrió el espacio hasta la puerta de la cámara de aire.
Al pasar, se detuvo ante un panel de controles en la pared y activó tres grupos de lámparas de gas de mercurio, iluminando todo el sector con una luz que no tenía nada que envidiar a la del sol.
Bigman le seguía, brincando y siempre con el riesgo de efectuar un aterrizaje forzoso sobre sus narices.
Wilson había desenfundado su desintegrador. Inspeccionó la puerta y se volvió hacia el corredor vacío.
—¿Estás seguro de no haber oído nada?
—Nada —dijo Bigman—. Claro que no estaba atento.
Cinco minutos para la hora cero.
El polvo lunar se elevaba a medida que la figura cubierta por el traje espacial se movía, lenta, hacia el Atlas. La nave brillaba al resplandor de la luz terrestre, pero en la superficie sin aire de la Luna no proyectaba ni la más mínima sombra en el espacio que la circundaba, excepto a uno de sus lados, el que daba a la entrada al puerto.
En tres brincos, la figura avanzó con movimientos lentos hacia esa sombra, atravesando el espacio iluminado.
Una vez junto a la escalera de acceso, comenzó a subir sorteando los escalones de diez en diez; así llegó hasta la entrada de la nave. Tras un breve manipuleo de los controles, la cámara de aire se abrió para cerrarse casi de inmediato.
El Atlas tenía un pasajero. ¡Un pasajero!
El centinela permaneció junto a la cámara de aire del corredor y la observaba como dudando.
Bigman hablaba sin pausa:
—He estado aquí durante casi una semana. Me he tenido que estar controlando para no meterme en ningún jaleo. Y eso no es nada bueno para un pendenciero espacial como yo; no he tenido oportunidad de…
El inquieto centinela le interrumpió:
—Tranquilo, amigo. Mira, tú eres un buen chico y todo eso, pero hablaremos del asunto otro día. —Por unos segundos observó el cierre de control y luego se dijo a sí mismo: «Es gracioso.»
Bigman resollaba amenazador. Su cara diminuta estaba encarnada. Cogió al centinela por el codo y le hizo girar; al hacerlo estuvo a punto de perder su propio equilibrio.
—¡Eh, tú! ¿A quién has llamado chico?
—¡Déjame en paz!
—¡Un momento! Pongamos esto en claro. No te pienses que yo permitiré que alguien me empuje sólo porque no soy tan alto como los demás. Ponte en guardia. ¡Venga! ¡Defiéndete o te romperé las narices de un puñetazo!
Bigman giraba en torno a su presunto oponente, amenazándole con sus puños.
Wilson le miró con total asombro:
—¿Qué te sucede? Déjate de tonterías.
—Tienes miedo, ¿eh?
—No puedo pelear mientras estoy de guardia. Además, no he querido molestarte. Tengo una tarea que cumplir y no puedo perder tiempo contigo.
Bigman bajó los puños.
—Mira, parece que la nave está partiendo.
No se percibía ningún sonido, por supuesto, ya que el sonido no se transmite a través del vacío, pero bajo los pies de ambos hombres el suelo vibraba con suavidad, al ritmo martilleante del escape de los cohetes de una nave espacial que iniciaba su trayectoria.
—Sí, allá va. —Una honda arruga surcó la frente de Wilson—. Vaya, creo que no tiene sentido que informe sobre el asunto. De todos modos ya es tarde.
Ya se había olvidado de controlar el cierre de la puerta.