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Bajó de su butaca y luego descendió por los escalones de una escalera que bordeaba la pared. Al toque de sus dedos, una placa, debajo del telescopio, se deslizó hacia un costado y dejó visible un pozo de negrura. En una serie de espejos y lentes se enfocaba y ampliaba la imagen captada por el telescopio.

Sólo negrura. Charlie dijo:

—Aquí está. —Utilizó una pequeña vara para señalar—. Ese punto diminuto es Metis, que es una roca bien grande. Tiene unos cuarenta kilómetros de diámetro, pero está a millones de kilómetros de distancia. Aquí hay unos pocos puntos más, dentro del millón y medio de kilómetros con respecto del punto en que ustedes se interesan, pero están a un lado, fuera de la zona prohibida. Ya he filtrado mediante polarización la imagen de las estrellas; de lo contrario no veríamos nada.

—Gracias —dijo Lucky. Se sentía anonadado.

—A ustedes. Ha sido un placer.

Ya se hallaban en el ascensor, descendiendo hacia las oficinas del Consejo, cuando Lucky habló. Con voz apenas audible susurró:

—No puede ser.

—¿Por qué no? —inquirió Henree—. Tus cifras eran equivocadas.

—¿Pero cómo es posible? Con ellas he llegado a Ceres.

—Tal vez hayas pensado en una cifra y luego hayas anotado otra, por error, y luego harás hecho una corrección a ojo y te has olvidado de corregir en el papel.

—No —Lucky sacudió la cabeza—, no puede ser que haya hecho tal cosa. No he… Espera. ¡Gran Galaxia! —con expresión airada miró a sus acompañantes.

—¿Qué ocurre, Lucky?

—¡Es lógico! ¡Por el espacio! Es perfecto. Oíd, me he equivocado. Ya no hay tiempo; es terriblemente tarde. Tal vez sea demasiado tarde. Creo que he vuelto a subestimarlos.

El ascensor se detuvo; las puertas se abrieron y Lucky, casi de un brinco, se halló fuera.

Conway se precipitó tras él, le cogió del brazo y le hizo girar.

—¿De qué hablas?

—Saldré al espacio. Ni penséis en detenerme. Y si no regreso, por el amor de la Tierra, forzad al gobierno a iniciar preparativos bélicos importantes. De otro modo los piratas podrán controlar todo el Sistema en el término de un año. Quizá antes.

—¿Por qué? —inquirió Conway con tono violento—. Porque tú no has podido hallar un asteroide.

—Exactamente —fue la respuesta de Lucky en aquel mismo momento.

10. EL ASTEROIDE EXISTENTE

Bigman había llevado a Conway y a Henree a Ceres en la nave espacial de Lucky, la Shooting Starr, y Lucky sintió alivio al saberlo. Le sería posible salir al espacio en su propia nave, sentirla bajo sus pies, dirigir los controles con sus manos.

Shooting Starr era una nave para dos personas, construida unos meses atrás, luego de los sucesos en Marte y de la intervención de Lucky en la solución del problema. La apariencia de la nave era tan engañosa como le había sido posible hacerla a la ciencia moderna. Tenía el aspecto de un yate espacial por sus líneas graciosas y su longitud era doble de la longitud de la diminuta nave de Hansen.

Cualquier viajero del espacio, al cruzarse con la Shooting Starr, pensaría que se trataba de algo similar a un capricho de hombre rico, veloz quizá, pero de exterior débil, poco resistente a los choques fuertes. Por cierto que nadie la habría considerado el tipo de nave adecuada para penetrar en el peligroso espacio del cinturón de asteroides.

Sin embargo, una observación del interior de la nave bien podía hacer cambiar algunas de estas ideas. Los motores hiper-atómicos centelleantes eran iguales a los de cruceros espaciales blindados diez veces más pesados que la Shooting Starr. Sus reservas de energía eran tremendas y la capacidad de su escudo histerético era suficiente para detener el proyectil de mayor calibre que se pudiera enviar desde cualquier nave espacial de guerra. Ofensivamente su masa limitada le impedía un alto nivel de eficacia, pero en condiciones de igualdad de peso, podía abatir a cualquier nave.

No era extraño, pues, que Bigman ejecutara unas cabriolas de puro placer luego de atravesar la cámara de aire y quitarse el traje espacial.

—¡Por el espacio! —dijo el hombrecito—, me siento muy complacido de haber abandonado esa tina. ¿Qué haremos con ella?

—Pediré que envíen una nave desde Ceres para que la lleven a remolque hasta el asteroide.

Ceres estaba a espalda de ellos, a cientos de miles de kilómetros. En ese momento su diámetro parecía la mitad del que muestra la Luna vista desde la Tierra.

Bigman, lleno de curiosidad, preguntó:

—¿Por qué me has metido en esto, Lucky? ¿Por qué ha habido este cambio repentino de planes? Según lo que habíamos hablado, yo iría solo a ese lugar.

—No hay coordenadas para enviarte allá —dijo Lucky preocupado.

En pocas palabras le relató lo sucedido en esas pocas horas. Bigman silbó en señal de asombro:

—¿Y hacia dónde iremos, pues?

—No estoy seguro —dijo Lucky—, pero comenzaremos por el lugar en que ahora tendría que hallarse la roca del ermitaño. —Luego de estudiar los cuadrantes de los instrumentos de medición añadió—: Y lo haremos a toda velocidad.

Y fue a toda velocidad. La aceleración en la Shooting Starr aumentaba junto con la velocidad. Bigman y Lucky estaban sujetos a sus sillones acolchados dia-magnéticamente y la presión creciente se distribuía de modo uniforme sobre toda la superficie de sus cuerpos.

La concentración de oxígeno en la cabina iba aumentando gracias a los controles del purificador de aire, sensible a la aceleración, y permitía aspiraciones más profundas sin el peligro del desgaste total del oxígeno. Los aparejos que ambos llevaban puestos eran livianos y no entorpecían sus movimientos; bajo las condiciones de creciente velocidad, esas ataduras entraban en tensión y protegían los huesos, en especial la columna vertebral, de cualquier fractura. Una malla especial de nylon, a modo de cinturón, les protegía el abdomen, para evitar lesiones internas.

En todos los aspectos, los accesorios de la cabina habían sido diseñados por los expertos del Consejo de Ciencias para permitir a la Shooting Starr una aceleración que superara en un veinte y hasta en un treinta por ciento la que podían obtener las más avanzadas naves espaciales de la armada oficial.

Así y todo, en este caso, la aceleración había sido sólo la mitad de lo elevada que podía ser.

Cuando la velocidad se estabilizó, la Shooting Starr estaba a ocho millones de kilómetros de Ceres y, si Lucky y Bigman hubiesen experimentado alguna curiosidad por mirar el asteroide, lo habrían visto convertido, en apariencia, en un simple punto de luz, más borroso que muchas estrellas.

—Oye, Lucky —dijo Bigman— hace días que quiero preguntarte algo. ¿Tienes tu escudo de luz?

Lucky asintió y Bigman hizo un gesto de alivio.

—Y dime, grandísimo bruto, ¿por qué no lo has llevado cuando has ido a la caza de los piratas?

—Lo llevaba conmigo —respondió Lucky, calmoso—. Lo he llevado conmigo desde el día en que los marcianos me lo entregaron.

Como Lucky y Bigman sabían, pero nadie más en toda la Galaxia, los marcianos a los que el joven consejero se refería no eran los horticultores y habitantes humanos de Marte, sino una raza de criaturas inmateriales, descendientes directos de las antiguas inteligencias que una vez habitaron la superficie de Marte en tiempos en que el planeta no había perdido aún su oxígeno y su agua. Luego de excavar inmensas cavernas bajo la superficie de Marte, destruyendo kilómetros y kilómetros cúbicos de roca, convirtiendo la materia así destruida en energía y almacenando esa energía para su utilización futura, vivían ahora en un aislamiento total y confortable. Y ya que habían abandonado sus cuerpos materiales y vivían como pura energía, su existencia ni siquiera era sospechada por la humanidad.