Sólo Lucky Starr había penetrado en sus dominios y como recuerdo de ese viaje fantástico había obtenido lo que Bigman denominaba el «escudo de luz».
La turbación del hombrecito era muy evidente.
—¿Y si lo tenías contigo, por qué no lo has utilizado? ¿Qué tienes en la cabeza?
—No sabes muy bien qué es el escudo, Bigman. No puede hacerlo todo. No puede darme de comer ni enjugarme los labios cuando lo llevo.
—Ya he visto yo qué puede hacer. Y es mucho.
—Así es, en cierto modo. Es capaz de absorber cualquier tipo de energía.
—Como la energía de un proyectil desintegrador, ¿es cierto?
—Sí, admito que he sido inmune a los disparos de desintegrador. El escudo puede absorber energía potencial, también, si la masa de un cuerpo no es demasiado grande ni demasiado pequeña. Por ejemplo: un cuchillo o un proyectil común no pueden atravesarlo, aunque el proyectil podría hacerme también caer. Un mazo de grandes dimensiones podría hacer sentir su fuerza a través del escudo, sin embargo, y su impulso podría llegar a dañarme. Y más aún: las moléculas de aire pueden atravesar el escudo con facilidad, porque son demasiado pequeñas para ser detenidas. Y te explico todo esto porque quiero que comprendas que si yo hubiese llevado el escudo y Dingo hubiera roto el visor de mi casco, cuando estábamos luchando en el espacio, yo habría muerto, de cualquier modo. El escudo no habría impedido que el aire de mi traje se colara hacia fuera en una milésima de segundo.
—Si lo hubieras llevado desde el primer momento, Lucky, no habrías tenido ningún inconveniente. ¿Recuerdas lo que sucedió en Marte? —Bigman ahogó una risita aguda—. Brillaba alrededor de tu cuerpo, como el humo, sólo que luminoso, y se te veía como entre una bruma. Y no se te distinguía la cara, que parecía una mancha de luz blanca.
—Sí —dijo Lucky, secamente—. Y a éstos los asustaría. Querían quitarme de en medio con sus desintegradores y ni siquiera me herirían. Entonces, habrían salido del Atlas y desde veinte kilómetros habrían destrozado la nave. Y yo sería una piedra muerta a estas horas. No olvides que el escudo es sólo un escudo. No me otorga poderes ofensivos, de ninguna manera.
—¿Y no piensas llevarlo nunca más? —preguntó Bigman.
—Cuando sea necesario. No antes. Si lo utilizo demasiado a menudo, se perderá el efecto. Se conocerían sus puntos débiles y yo me convertiría en el blanco de cualquiera que se me enfrente.
Lucky observó el instrumental de medición. Con serenidad advirtió:
—Preparado para una nueva aceleración.
—¡Eh! —exclamó Bigman.
Luego, cuando se sintió oprimido contra su asiento, cuando tuvo que luchar para mantener su respiración, ya no le fue posible decir nada más. Una luminosidad rojiza cubría sus ojos y sintió que la piel se le estiraba hacia atrás, como si intentara abandonar sus huesos.
Esta vez la Shooting Starr llevó su aceleración al máximo, durante quince minutos.
Hacia el final, Bigman apenas estaba consciente. Luego, cuando el período de aceleración terminó, la vida volvió a latir en ambos.
Lucky sacudía la cabeza y respiraba en forma entrecortada. Bigman le dijo:
—¡Eh! No es nada divertido.
—Lo sé —convino Lucky.
—¿Y qué ocurre? ¿No teníamos bastante velocidad?
—No la suficiente. Pero ya está bien. Nos los hemos quitado de encima.
—¿Quitado a quién?
—A quienes nos seguían. Alguien nos ha seguido, Bigman, desde el instante en que has puesto un pie en la Shooting Starr. Mira el ergómetro.
Bigman echó una mirada al aparato. El ergómetro se parecía al del Atlas sólo por el nombre; en esa nave, el ergómetro era un modelo primitivo, diseñado para registrar radiaciones de otro motor con la finalidad de liberar los cohetes salvavidas. Ese era su único objetivo. El ergómetro de la Shooting Starr podía registrar el esquema de radiación de motores hiper-atómicos en naves no mayores que un cohete salvavidas normal, y a distancias de más de tres millones de kilómetros.
Aun en ese mismo instante la línea negra en el folio cuadriculado indicaba una débil pero periódica variación.
—Eso no es nada —comentó Bigman.
—Lo era, hace unos momentos. Míralo tú mismo —Lucky desenrolló el cilindro de papel ya impreso por la aguja; las oscilaciones de la línea se veían más pronunciadas, y su origen era inequívoco—. ¿Lo ves, Bigman?
—Pudo haber sido cualquier nave espacial. Pudo haber sido una nave de carga de Ceres.
—No. Por una sola razón: ha intentado seguimos y, hasta cierto punto, lo ha logrado, lo cual significa que tiene un ergómetro excelente. Además, ¿has visto alguna vez un esquema de radiación similar a éste?
—No, Lucky, no exactamente igual a éste.
—En cambio yo sí lo he visto: el de la nave que abordó al Atlas. Este ergómetro realiza un análisis mucho más completo de la radiación, pero la semejanza es definitiva. El motor de la nave que nos ha seguido era de diseño sirio.
—O sea que era la nave de Antón.
—U otra similar. En este caso no es importante. De todos modos, los hemos dejado atrás.
—En este momento —dijo Lucky— estamos en el preciso punto en que tendría que hallarse la roca del ermitaño; o, al menos, dentro de un radio de unos cuarenta mil kilómetros.
—Pues aquí no veo nada —comentó Bigman.
—Así es, no hay nada. El registro de gravedad no indica la cercanía de ninguna masa asteroidal. Estamos dentro de lo que los astrónomos denominan la zona prohibida.
—Aja —asintió Bigman prudentemente—, ya veo.
Lucky sonrió: no había nada que ver. Una zona prohibida en el cinturón asteroidal no se veía muy distinta de una parte del cinturón que estuviese sembrada de rocas, al menos a la observación directa, sin instrumental óptico. A menos que un asteroide se hallara a una distancia cercana a los ciento ochenta kilómetros, la vista de conjunto era la misma.
Estrellas o cuerpos que semejaban estrellas cubrían el firmamento; no era posible asegurar cuáles de ellos eran asteroides y no estrellas, a menos que se hiciese una observación muy prolongada, para ver qué presuntas «estrellas» variaban su posición relativa, o a menos que se utilizara un telescopio.
Bigman inquirió:
—Bien, ¿qué haremos?
—Observar las cercanías. Y esto tal vez nos llevará un par de días.
La trayectoria de la Shooting Starr se tornó errática; la nave se dirigió hacia la región exterior del Sistema Solar, abandonando la zona prohibida en dirección a las agrupaciones más cercanas de asteroides. El registro de fuerza de gravedad mostró, con el salto de sus agujas, la aproximación a masas aún distantes.
Uno detrás de otro, los pequeños cuerpos se deslizaron por la pantalla visora, permanecieron en ella mientras su capacidad de movimiento lo permitía y luego desaparecieron.
La velocidad de la Shooting Starr había disminuido hasta convertirse en un relativo deslizamiento, pero aun así los kilómetros recorridos superaban los cientos de miles y alcanzaban los millones. Transcurrieron varias horas; una docena de asteroides apareció y quedó atrás.
—Será mejor que comas —dijo Bigman.
Pero Lucky se contentó con un bocadillo y unos sorbos de agua mientras él y Bigman se alternaban para observar la pantalla visora, el registro de gravedad y el ergómetro.