Las luces de los otros dos hombres se hicieron visibles cinco minutos más tarde. Brillaban en medio de una mancha oscura cuya forma regular denunciaba que allí estaba la compuerta de aire.
Dingo gritó:
—¡Cuidado! ¡Que aquí va un paquete!
Desmagnetizó una vez más el cable y le imprimió un movimiento serpenteante; al hacerlo se elevó quince centímetros por encima del suelo. Lucky, en un veloz movimiento de rotación, quedó libre de sus ataduras.
Dingo, de un ágil brinco, lo cogió en el aire. Con la habilidad de un hombre habituado a la ingravidez, evitó los esfuerzos de Lucky por liberarse de su abrazo y lo arrojó hacia la compuerta; luego detuvo su propia caída hacia atrás con un par de disparos de la pistola impelente de su traje espacial y se enderezó a tiempo para ver a Lucky trasponiendo con limpieza la compuerta de aire.
Lo que ocurrió a continuación fue bien visible a la luz de las lámparas de los piratas.
Dentro del campo artificial de gravedad existente en la compuerta, Lucky se precipitó de pronto hacia el piso rocoso, donde golpeó con tanta violencia que le faltó el aliento. Las risotadas de Dingo, verdaderos aullidos, llenaron el ambiente.
La puerta externa se cerró; luego se abrió la interna. Lucky se puso de pie, agradecido, a pesar de todo, de regresar a la gravedad normal.
Dingo empuñaba un desintegrador.
—Entra, chivato.
Lucky se detuvo en cuanto cruzó la puerta hacia el interior del asteroide. Sus ojos se deslizaron, veloces, de uno a otro lado en tanto que el hielo se formaba en los bordes de su placa visora. Y lo que vio no fue la biblioteca de Hansen, alumbrada suavemente, sino una inmensa galería, cuyo techo se apoyaba en una larga hilera de pilares. No le fue posible ver el otro extremo. A intervalos regulares, sobre las paredes, se abrían puertas que daban a otras salas. Muchos hombres iban y venían, de prisa, por los corredores, y se advertía un fuerte olor a ozono y a aceite en el aire. A la distancia, se dejaba oír el característico rum-rum de los que debían ser gigantescos motores hiper-atómicos.
Era evidente que no estaban en la morada de un ermitaño, sino en una gran planta industrial dentro de un asteroide.
Lucky se mordió el labio inferior, pensativo, y se preguntó con cierta angustia si toda esa información habría de morir con él.
Dingo ordenó:
—Allá, basura. Métete allá.
Le indicaba la puerta de un depósito, cuyos anaqueles y cajones estaban llenos, pero donde no había ningún ser humano, excepto ellos mismos.
—Oye, Dingo —dijo uno de los piratas con voz nerviosa—, ¿por qué le estamos haciendo ver todo esto? No pienso…
—No hables, pues —interrumpió Dingo y se echó a reír—. No temas, a nadie podrá hablarle de nada de lo que ve aquí. Te lo aseguro. Pero ahora tengo que ajustarle una pequeña cuenta. Quítale el traje.
Mientras hablaba, el pirata se había quitado su traje espacial, del que emergió su mole imponente. Con una mano acarició el dorso peludo de la otra: saboreaba el momento con intensidad.
Lucky dijo con firmeza:
—El capitán Antón no te ha dado órdenes de matarme. Lo que quieres es zanjar una disputa personal y sólo lograrás meterte en un lío. Yo soy un hombre valioso para el capitán y él lo sabe.
Dingo se había sentado sobre el borde de un cajón lleno de pequeños objetos metálicos, con una mueca en la cara.
—Quien te oyese, basura, pensaría que tienes algo de razón. Pero no nos has engañado. Cuando te dejamos en la roca con el ermitaño, ¿qué crees tú que hacíamos nosotros? Vigilábamos. El capitán Antón no es ningún tonto, y me envió de regreso; me dijo: «Observa la roca y regresa para informar qué ocurre.» Os he visto cuando partíais en la nave del ermitaño y os podía haber destrozado, pero la orden era seguiros.
»He permanecido cerca de Ceres durante un día y medio y he visto que la nave del ermitaño volvía a salir al espacio. Aguardé unas horas más y luego he visto que esa otra nave le salía al encuentro. El tipo que estaba en la nave del ermitaño pasó a la otra nave, y luego os he seguido.
Lucky no pudo reprimir una sonrisa:
—Has intentado seguirnos, querrás decir.
La cara de Dingo se convirtió en una mancha encarnada; con verdadera furia reconoció:
—De acuerdo. Has sido más veloz. Tu máquina es buena para la carrera. ¿Y qué? No debía darte caza. Sólo he tenido que venir aquí y aguardar. Sabía muy bien hacia dónde te encaminarías. Y ahora te he cogido, ¿no?
Lucky arguyó:
—Bien, ¿pero qué sabes tú, en realidad? En la roca del ermitaño yo estaba desarmado. Yo no tenía una sola arma y el ermitaño tenía un desintegrador y me he visto obligado a hacer lo que él decía. Estaba empeñado en ir a Ceres y me ha forzado a acompañarlo para poder engañaros si nos sorprendíais diciendo que yo le había raptado. Tú mismo has admitido que me he marchado de Ceres tan pronto como he podido para regresar aquí.
—¿En una bella y brillante nave del gobierno?
—La he robado, ¿y qué? Esto sólo significa que tendréis una nueva nave para vuestra flota. Y una de las buenas.
Dingo buscó la mirada de los otros piratas antes de comentar:
—Pues sí que nos baña con polvo de cometa, ¿eh?
—Te lo advierto nuevamente —dijo Lucky—, el capitán te hará responsable a ti de cualquier cosa que me suceda.
—No, no lo hará —gruñó Dingo—, porque él sabe muy bien quién eres tú y yo también lo sé, señor David Lucky Starr. Venga, muévete hacia aquí.
Dingo se puso de pie, y dijo a sus dos compañeros:
—Quitad esos cajones de ahí, quitadlos de en medio.
Ambos hombres observaron por un instante su rostro duro, congestionado, y luego hicieron lo que se les ordenaba. El cuerpo voluminoso, casi deforme, de Dingo estaba apenas encorvado hacia adelante, la cabeza hundida entre los hombros musculosos y sus gruesas piernas combadas se asentaban en el suelo rocoso con fuerza. Sobre su labio superior resaltaba la cicatriz, más blanca que nunca.
—Hay formas fáciles de liquidarte y hay formas hermosas de hacerlo. No me gustan los espías y sobre todo no me gusta un chivato que me juega sucio en un duelo de pistolas impelentes. Así pues, antes de terminar contigo te haré pedazos.
Comparado con su oponente, Lucky parecía alto y delgado.
—Dime, Dingo, ¿eres bastante hombre como para vértelas conmigo solo o tus amigos te ayudarán?
—No necesito ayuda, bonito. —El pirata rió con grosería—. Pero si intentas escapar, te detendrán, y si sigues intentado escapar, ellos tienen látigos neurónicos que te detendrán por completo. —Alzó la voz en ese momento—: Y vosotros, utilizadlos si es preciso.
Lucky aguardó a que el otro hiciera algún movimiento. Allí, frente a frente con su enemigo, sabía que la táctica menos indicada sería la de buscar una lucha a corta distancia.
Si permitía que el pirata le rodeara el pecho con sus poderosos brazos, en pocos instantes tendría todas las costillas rotas.
Con el puño derecho recogido, Dingo se adelantó. Lucky se mantuvo en su lugar y, en el momento exacto, dio un paso a la derecha, cogió el brazo izquierdo de su contrincante, lo forzó hacia atrás y, aprovechando el impulso, le echó una zancadilla.
Dingo cayó pesadamente y se deslizó por el suelo, un par de metros. Sin embargo, se incorporó de inmediato; tenía una mejilla arañada y brillos fugaces de locura destellando en los ojos.
El pirata cargó contra Lucky, que se había retirado, ágil, hacia uno de los cajones que se alineaban contra la pared.
Lucky se apoyó en un borde del cajón y describió con sus piernas un semicírculo que fue a dar al medio del pecho de Dingo; por un segundo el pirata se detuvo; Lucky giró con rapidez y volvió a plantarse en medio del salón.