Uno de los piratas aconsejó:
—Eh, Dingo, déjate de tonterías.
—Lo mataré, lo mataré —jadeó Dingo.
Pero se comportó con cautela; sus ojillos estaban casi ocultos entre las bolsas de sus párpados. Se acercó lentamente, estudiando a Lucky, aguardando el momento favorable para su ataque.
El joven se burló:
—¿Qué sucede, Dingo? ¿Me tienes miedo? Para ser tan fanfarrón, te has asustado muy pronto.
Tal como Lucky lo había supuesto, Dingo gruñó furioso y se precipitó de cabeza hacia él, en línea recta; no fue difícil evadir la acometida; su mano derecha, de lado, se abatió fuerte y veloz sobre la nuca de Dingo.
Lucky había visto a muchos hombres quedar inconscientes luego de ese golpe especial; también había visto a más de uno muerto de ese modo. Pero Dingo apenas se tambaleó, y luego de sacudir la cabeza, se volvió, bramando.
Pesado en sus movimientos, el pirata se adelantó hacia Lucky, que bailoteaba sin cesar. Cuando estuvieron frente a frente, el joven consejero castigó la mejilla arañada de su rival con un vigoroso puñetazo. La sangre comenzó a manar, pero Dingo no hizo ningún gesto para detener el golpe, ni parpadeó siquiera al recibirlo.
Lucky, luego de unas fintas, aplicó dos golpes más en el rostro del pirata, pero éste no pareció advertirlos. Dingo avanzaba, avanzaba siempre.
De pronto, en forma inesperada, cayó al suelo; en apariencia había tropezado, pero sus brazos se adelantaron y una de sus manos se cerró sobre el tobillo derecho de Lucky quien, a su vez, cayó al suelo.
—Ahora te he cogido —masculló Dingo.
El pirata estiró su otra mano hasta la cintura de Lucky y, en un instante y estrechamente abrazados, ambos rodaban por el piso.
Lucky sintió la presión que crecía y le estrechaba, sintió el dolor que estallaba dentro y avanzaba como una llamarada. El fétido aliento de Dingo lo invadía y su jadeo sonaba junto al oído del joven.
El brazo derecho de Lucky estaba libre, pero el izquierdo había quedado preso en el abrazo implacable de su rival en torno a su pecho. Con el último ímpetu de sus fuerzas, Lucky lanzó su puño derecho hacia arriba; a unos diez centímetros, el puñetazo estalló contra la mandíbula de Dingo, con una intensidad que le colmó de dolor todos los músculos de su brazo.
La presión de Dingo sobre el pecho de Lucky se debilitó y éste, con una rápida contorsión, quedó fuera del abrazo feroz y se puso de pie.
Dingo se incorporó con lentitud; sus ojos se veían vidriosos y un hilo de sangre había comenzado a brotar de su boca.
—¡El látigo! ¡El látigo! —Dingo escupió, más que dijo, las palabras.
De inmediato se volvió hacia uno de los piratas que estaban de pie, inmóviles, con una mirada turbia y confundida, y arrancó de sus manos el arma, mientras lo empujaba con furia.
Lucky intentó evitar el latigazo, pero ya la correa estaba restallando en el aire; cuando el golpe llegó a su costado derecho, todos los nervios de esa zona respondieron al estímulo, envolviéndole en una onda de agudo dolor. El cuerpo del joven perdió su rigidez y cayó al suelo.
Por un instante sus sentidos le obedecieron sólo confusamente y un resto de conciencia le hizo pensar que su muerte estaba muy cercana. Entre las brumas de su cerebro traspasado por el efecto del látigo neurónico, oyó la voz de uno de los piratas:
—Oye, Dingo, el capitán ha dicho que esto debía parecer un accidente. Es un hombre del Consejo de Ciencias y…
Fue todo lo que Lucky logró oír.
Cuando recobró el sentido llevaba otra vez el traje espacial. El costado derecho le escocía con la sensación lacerante de mil agujas clavadas a todo lo largo de sus músculos. En ese instante le ajustaban el casco. Dingo, con los labios hinchados, la mejilla y la mandíbula enrojecidas, observaba lleno de placer maligno.
Comenzó a oírse una voz a través de la puerta. Deprisa, hablando atropelladamente, un hombre entró en el cuarto. Lucky oyó que decía:
—… Para el puesto 247. La cosa se ha puesto de tal forma que no puedo rastrear todos los encargos. Ni siquiera me es posible mantener nuestra órbita dentro de las correcciones de las coordenadas de…
La voz se debilitó primero para luego callar. Lucky giró la cabeza y vio un hombrecillo con gafas y cabellos grises. Apenas había franqueado el umbral y con una mezcla de asombro e incredulidad contemplaba la escena que sus ojos habían sorprendido.
—¡Fuera! —vociferó Dingo.
—Pero es que tengo que cumplir con un encargo…
—¡Luego!
El hombrecito se marchó; el casco de Lucky ya estaba en la posición correcta sobre su cabeza.
Le llevaron afuera nuevamente, a través de la compuerta de aire, hacia una superficie, que ahora estaba apenas iluminada por el resplandor débil del lejano Sol. Una catapulta estaba a la espera, sobre un plano rocoso. Su funcionamiento no era un misterio para Lucky. Un cabestrante automático ponía en tensión una gran palanca metálica que se inclinaba, con lentitud, más y más, hasta llegar a la línea horizontal, a partir de la posición de reposo, que había sido oblicua. Los piratas ataron el extremo de la palanca con correas que luego enlazaron en la cintura de Lucky.
—Quédate quieto —advirtió Dingo. Su voz sonaba lejana y poco clara en los oídos del hombre del Consejo de Ciencias, que comprendió que su receptor estaba averiado—. Estás malgastando tu oxígeno. Y para que te sientas más tranquilo: enviaremos naves que atacarán a tu amigo y le harán trizas antes de que él pueda ganar velocidad, si es que se le ocurre huir.
Un instante más y Lucky percibió la vibración seca y potente de la palanca al ser liberada. Con fuerza aterradora, la catapulta volvió a su posición original y el lazo de su cintura se abrió suavemente. El cuerpo de Lucky saltó al espacio, a una velocidad de dos kilómetros por minuto, o más, sin fuerza de gravedad que pudiera detener su loco vuelo. Tuvo una visión fugaz del asteroide y de los piratas con las cabezas inclinadas hacia él, mirándole.
Pero todo se desvaneció casi inmediatamente, mientras su cuerpo se elevaba.
Lucky revisó su traje espacial. Sabía ya que su aparato radiorreceptor estaba averiado; sin duda el control de sensibilidad no funcionaba. Esto significaba que su voz tendría un alcance de pocos kilómetros en el espacio. Probó la pistola impelente del traje, pero sin resultado: los depósitos de gas habían sido vaciados.
Estaba indefenso por completo. Sólo el contenido de un cilindro de oxígeno lo separaba de una lenta, horrible muerte.
12. NAVE CONTRA NAVE
Con una opresión ominosa en el pecho, Lucky analizó su situación. Estaba seguro de interpretar correctamente los planes de los piratas. Por un lado, su deseo era quitarle de en medio sin que él llegara a saber demasiado.
Por otro, querían que fuese hallado muerto de modo que el Consejo de Ciencias no pudiera probar en forma concluyente que su muerte había sido ocasionada por los piratas.
Veinticinco años antes los piratas habían cometido el error de matar a un funcionario del Consejo y la correspondiente reacción casi los había exterminado. Esta vez serían más prudentes.
«Atacarán a la Shooting Starr —pensó Lucky—, la aislaran con una interferencia, para impedir que Bigman emita un mensaje de socorro. Podrán barrenarla con un cañón, para que el choque en la nave se asemeje a un golpe con un meteorito, y hasta serían capaces de enviar a bordo a sus propios ingenieros, para que averiasen los activadores del escudo.» Así parecería que un defecto del mecanismo habría impedido que el escudo cubriera el casco de la nave en el instante en que el meteorito se acercaba.