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Lucky también sabía que los piratas conocían su propia trayectoria en el espacio; nada podía desviarlo de los ángulos originales de su vuelo y, cuando estuviese muerto, cogerían su cuerpo y lo enviarían describiendo una órbita en torno de la Shooting Starr, ya destrozada. Quienes la descubriesen (y tal vez una de las naves piratas enviaría un mensaje anónimo para hacer conocer su situación) tendrían que llegar a una conclusión evidente.

Bigman en los controles, atento a la maniobra hasta el fin, muerto en su puesto. Afuera, Lucky girando, con su traje espacial y el radiorreceptor averiado por no haber sabido conservar la calma en el momento de peligro. La excitación le habría impedido emitir un mensaje de socorro; pensarían que había gastado el gas de su pistola impelente en el intento cobarde e inútil de hallar su propia salvación.

Y él también estaría muerto.

Pero no podía ser. Ni Conway ni Henree llegarían jamás a creer que Lucky se había preocupado sólo por su propia seguridad, mientras Bigman permanecía lealmente sentado ante los controles. Pero en ese momento la fisura del plan representaría una pobre satisfacción para Lucky Starr, ya muerto. Y aún había algo peor: junto con Lucky Starr moriría toda la información, de vital importancia, que estaba registrada en su cerebro.

Durante unos segundos se maldijo a sí mismo con verdadera pasión: ¿por qué, antes de partir, no había transmitido todas sus sospechas a Conway y a Henree? ¿Por qué no había preparado la cápsula personal antes de embarcarse en la Shooting Starr? Luego recobró el dominio de sí; nadie le habría creído sin pruebas contundentes.

Y por todo esto tenía que regresar.

¡Tenía que hacerlo!

¿Pero cómo? ¿De qué valía el «tener» si estaba solo e inerme en el espacio, con apenas unas horas de oxigeno y nada más?

¡Oxígeno!

«Tengo oxígeno», pensó Lucky. Cualquiera que no fuese Dingo habría dejado en el cilindro muy poca cantidad, para que la muerte fuese casi inmediata. Pero si no se equivocaba, si conocía la mente maligna de Dingo, el pirata debía haberle provisto de un cilindro bien cargado, sólo para prolongar su agonía.

¡Estupendo! En sus manos estaba cambiar el curso de la situación. Utilizaría el oxígeno con otros fines. Si no lograba su objetivo, al menos la muerte llegaría antes, a pesar de Dingo.

Sólo que no debía fallar.

Mientras describía su órbita en el espacio, Lucky había advertido que en forma periódica el asteroide cruzaba la línea de su visión. En un primer momento, era una roca lejana, cuyos picos irregulares se veían iluminados por los rayos sesgados del sol, en medio de la negrura del espacio. Luego se había convertido en una brillante estrella, en una línea delgada de la luz. Ahora el brillo se debilitaba de prisa. Una vez que el asteroide llegara a verse como una más entre la miríada de estrellas, todas sus posibilidades habrían desaparecido; Lucky sabía que para ello restaban unos pocos minutos.

Sus dedos entorpecidos por el guante metálico ya buscaban a tientas el tubo flexible que conectaba la toma de aire, por debajo de la placa visora del casco, con el cilindro de oxígeno, que pendía sobre su espalda. Con esfuerzo hizo girar el tornillo que fijaba el tubo de aire al cilindro.

Y el tornillo cedió. Lucky permitió que su casco y el resto del traje espacial se llenaran de oxígeno. Habitualmente el oxígeno fluía con lentitud del cilindro, de acuerdo con el ritmo respiratorio de los pulmones. El bióxido de carbono y el agua que se formaban como resultado de la respiración eran absorbidos, en su mayor parte, por los elementos químicos contenidos en botes especiales, provistos de válvulas y colocados en la parte interna de las placas pectorales del traje espacial. El oxígeno se mantenía a un quinto de la presión atmosférica normal en la Tierra, lo cual era perfecto, pues las cuatro quintas partes de la atmósfera terrestre son nitrógeno, que es un gas irrespirable.

Sin embargo, existía un margen para concentraciones mayores, ligeramente por encima de la presión atmosférica normal, antes de que se produjese la posibilidad de peligro por efectos tóxicos. Lucky hizo que el oxígeno colmara su traje.

Cuando el traje estuvo lleno, cerró por completo la válvula bajo su placa visora, y desprendió el cilindro.

En sí mismo, el cilindro era una especie de pistola impelente: muy poco común, por cierto. Para un individuo abandonado en el espacio, utilizar el precioso oxígeno que lo separaba de la muerte como fuente energética, arrojarlo al vacío, significaba desesperación. O bien una decisión férrea.

Lucky accionó la válvula reductora del cilindro y dejó que surgiese un chorro de oxígeno. Esta vez no se produjo la línea de cristales. A diferencia del bióxido de carbono, el oxígeno se congela a temperatura bajísima, y antes de que pudiese perder calor suficiente como para solidificarse ya se había esparcido en el espacio. De todos modos, ya fuese gas o sólido, la tercera ley de Newton sobre el movimiento se cumplía: mientras el gas era expelido en una dirección, Lucky era impulsado en dirección opuesta por el efecto natural de retropropulsión.

Su rotación se tornó lenta; con gran cuidado aguardó a que el asteroide estuviese por completo dentro de su campo visual, antes de detener el movimiento rotatorio por completo.

Aún estaba alejándose de la roca, que casi no se distinguía por su brillo entre las estrellas cercanas. Era posible que hubiera errado su objetivo, pero, ante la incertidumbre, cerró su mente.

Fijó sus ojos con obstinación en el punto de luz que, según sus presunciones, debía ser el asteroide y produjo otra descarga de gas del cilindro, en dirección opuesta. Se preguntó si tendría suficiente oxígeno como para cubrir todo el trayecto que lo separaba de la roca.

Pero no tenía posibilidad de calcularlo en ese momento.

Y, por supuesto, debía reservar cierta cantidad para maniobrar en torno al asteroide, llegar a su cara oscurecida, hallar a Bigman y a la nave, a menos que…

A menos que la nave ya se hubiese alejado o hubiese sido destruida por los piratas.

Lucky creyó advertir que la vibración de sus manos, ocasionada por la salida del gas, disminuía su intensidad. Podía ser que el cilindro se estuviese agotando o bien que su temperatura bajaba. En ese momento estaba sosteniendo el cilindro lejos de su traje, de modo que no le estaba transmitiendo calor.

Los cilindros de oxígeno adquieren del traje espacial la temperatura necesaria para que el contenido sea respirable y otro tanto ocurre con el bióxido de carbono de las pistolas impelentes, que de ese modo se mantiene en estado gaseoso. En el vacío del espacio el calor sólo puede transmitirse mediante radiación, un proceso lento: aun así el cilindro de oxígeno había tenido tiempo de enfriarse.

Cogió el cilindro entre sus brazos, lo apoyó contra su pecho y aguardó.

Aunque le parecieron horas, sólo transcurrieron quince minutos hasta que creyó ver que la intensidad de la luz del asteroide aumentaba. ¿Se aproximaba a la roca? ¿O sería su imaginación? Luego de transcurridos otros quince minutos el brillo era más intenso, ya no cabía duda. Lucky se sintió agradecido al azar que lo había arrojado hacia la porción iluminada de la roca y por el que había logrado verla con claridad y convertirla en su blanco.

Ahora le resultaba difícil respirar. Y no se trataba de asfixia por bióxido de carbono: ese gas era eliminado tan pronto como se producía. Pero en cada aspiración absorbía una pequeña parte de su precioso oxígeno. Intentó respirar poco, cerrar los ojos, descansar. Además, no podía hacer otra cosa hasta alcanzar y sobrepasar el asteroide. Allá, bajo la cara oscura, Bigman tal vez se hallaría a la espera.

Si lograba acercarse a Bigman lo suficiente, si le era posible enviarle un mensaje, a pesar de la avería de su radiorreceptor, antes de alejarse demasiado, tal vez habría una posibilidad.