Lentas y torturantes transcurrieron las horas para Bigman. Sentía verdaderas ansias de descender, pero no se atrevía. Razonó consigo mismo: si el enemigo estaba allí, ya se habría mostrado en todo ese tiempo. Luego rebatió en su mente ese razonamiento y se dijo con amargura que el silencio mismo y la inmovilidad en el espacio implicaban una trampa y que Lucky había sido cogido en ella.
Colocó la cápsula personal de Lucky al alcance de su vista y se preguntó cuál sería su contenido. Si hubiese algún medio de abrirla, leer el diminuto microfilme allí encerrado.
De ser posible, radiaría el contenido a Ceres, así tendría las manos libres para lanzarse hacia la roca, destrozarlos a todos, arrancar a Lucky de cualquier jaleo en que se hubiese metido.
¡No! En primer lugar, no se atrevía a utilizar la onda sub-etérica. Sin duda los piratas no lograrían descifrar el código, pero podrían localizar la fuente de emisión y él tenía órdenes de no hacer nada que delatase la posición de la nave.
Por otra parte, ¿qué sentido tenía pensar en la manera de abrir una cápsula personal?
Un horno solar podría fundirla, destruirla, un proyectil atómico la desintegraría, pero nada podría abrirla dejando intacto el mensaje en ella encerrado, excepto el contacto vivo de la persona para la cual había sido «personalizada». Así pues, no había alternativas.
Más de la mitad del período de doce horas había transcurrido cuando el registro de gravedad le envió una clara señal de atención.
Bigman emergió de sus ensoñaciones; lleno de asombro observó el ergómetro. Las pulsaciones de los motores de varias naves espaciales se confundían en curvas complejas, que cambiaban de una a otra configuración, como si se tratara de serpientes reptando.
La Shooting Starr llevaba su escudo a un nivel rutinario de potencia que le permitía rechazar cualquier impacto casual de un «debris», que en el lenguaje espacial es el término técnico que se aplica a los meteoritos errantes de menos de dos centímetros de diámetro;
Bigman elevó su potencia al máximo y al mismo tiempo el suave zumbido de unos segundos antes se convirtió en ruido estridente. Una a una, activó las pantallas visoras de corto alcance, reunidas en dos líneas.
Sus ideas se hicieron confusas. Las naves despegaban del asteroide, ya que no lograba detectar a ninguna de ellas. Lucky debía de estar prisionero, pues; quizá muerto. Ya no le importaba cuántas naves le atacasen: las enfrentaría y vencería a todas, a cada una de ellas.
Se acercó. Un primer rayo de sol atravesó una de las pantallas visoras; sin quitar los ojos de las rayas que se cruzaban en el centro ajustó el enfoque. Luego oprimió un objeto similar a una tecla de piano y, cogida en una invisible explosión de energía, la nave pirata brilló violentamente.
La incandescencia no era resultado de alguna acción sobre su casco, sino de la absorción de energía por parte de la defensa de la nave enemiga. La intensidad del brillo aumentó más y más; luego fue disminuyendo a medida que la nave viró en redondo y se alejó del lugar.
Una segunda y una tercera nave surgieron en las pantallas. Un proyectil se precipitaba hacia la Shooting Starr. En el vacío del espacio no hubo fogonazo ni sonido, pero el Sol iluminó su trayectoria y lo mostró como un relámpago de luz. Dentro de la pantalla el proyectil se convirtió en un círculo diminuto, en principio, luego se agrandó y por último salió fuera del campo que abarcaba el visor.
Bigman podía haber intentado escabullirse, quitar de en medio a la nave de Lucky, pero pensó; «Déjales que disparen.» Quería que los piratas supieran con qué estaban jugando. La Shooting Starr podía parecer un juguete de hombre rico, pero no la pondrían fuera de combate con unos pocos disparos.
El proyectil se estrelló con violencia contra el escudo histerético de la Shooting Starr que, como Bigman sabía, debió fulgurar en ese instante. La nave misma se movió suavemente al absorber el impulso que el escudo dejara pasar.
—Venga, enviad otro —murmuró Bigman.
La Shooting Starr no llevaba proyectiles ni explosivos, pero su depósito de proyectores de energía era variado y poderoso.
Su mano acariciaba los controles cuando en una de las pantallas advirtió algo que le hizo fruncir el ceño; en su rostro diminuto y de expresión decidida apareció un gesto de preocupación: algo similar a un hombre dentro de un traje espacial se insinuaba en la pantalla.
Era extraño que una nave espacial fuese más vulnerable frente a un hombre en traje espacial que ante la mejor de las armas de otra nave. Una unidad enemiga podía ser detectada con facilidad por el registrador de gravedad a kilómetros de distancia y por el ergómetro a miles de kilómetros. Un hombre solo adentro de su traje espacial era detectado por el registro de gravedad a una distancia menor de cien metros; el ergómetro, en cambio, no daba reacción alguna.
Por otra parte, el escudo histerético actuaba con mayor efectividad cuanta mayor fuese la velocidad del proyectil; enormes trozos de metal lanzados a kilómetros por segundo podían ser detenidos por completo. Un hombre, sin embargo, deslizándose a menos de veinte kilómetros por hora, ni siquiera se percataría de la presencia del escudo, a no ser por una mínima elevación de la temperatura dentro de su traje.
Si una docena de hombres se precipitaba contra la nave al mismo tiempo, sólo una destreza incomparable podía lograr evitarlos. Si dos o tres de ellos llegaban hasta la nave y barrenaban la compuerta de aire, con armas manuales, la avería podía ser irreparable.
Y ahora Bigman observaba ese pequeño punto que sólo podía ser el primero de los integrantes de un escuadrón suicida; cogió un arma menor para iniciar la defensa y cuando la figura solitaria quedó centrada y Bigman estaba dispuesto a disparar, su radiorreceptor emitió un extraño sonido.
Por unos segundos el hombrecito quedó paralizado. Los piratas habían atacado sin advertencias previas y no habían intentado comunicarse con él, ni exigirle la rendición, ni hacer un pacto a cualquier otra cosa. ¿Y ahora qué?
Mientras dudaba, el sonido se convirtió en una palabra, repetida una y otra vez:
—Bigman… Bigman… Bigman…
Y Bigman brincó de su asiento, olvidado del hombre en el traje espacial, del ataque, de todo lo que no fuese esa voz.
—¡Lucky! ¿Eres tú?
—Estoy cerca de la nave… el traje… aire… casi consumido…
—¡Gran Galaxia! —Bigman; con el rostro blanco, maniobró la nave para acercarla a esa figura en el espacio; a esa figura a la que había estado a punto de destruir.
Bigman se inclinó sobre Lucky que, sin el casco, respiraba anhelante aún.
—Tendrás que descansar, Lucky.
—Luego —respondió el joven, y se puso de pie para quitarse el traje espacial—. ¿Han atacado ya?
Bigman asintió:
—No tiene importancia. Sólo han logrado romperse los dientes contra la coraza de la Shooting Starr.
—Pues tienen dientes mucho más fuertes que los que han sacado a relucir hasta ahora —aseguró Lucky—. Debemos alejarnos y deprisa. Estarán a punto de enviar su artillería pesada e incluso nuestros depósitos de energía pueden agotarse.
—¿De dónde sacarán artillería pesada?
—¡Esta es una de las bases piratas importante! Quizá la más importante.
—¿No es la roca del ermitaño, dices?
—He dicho que debemos alejamos.
Con el rostro pálido, luego de la dura prueba sorteada, Lucky empuñó los controles. Por primera vez la roca que estaba por encima de ellos cambió su posición en las pantallas. Durante el ataque, Bigman había respetado la orden de su compañero: permanecer allí mismo por doce horas.