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¡Hora cero!

El hoyo revestido de cerámica, abierto bajo el Atlas, recibía toda la furia ígnea de los cohetes principales. Lenta y majestuosamente, la nave espacial partía, elevándose en toda su masa imponente. La velocidad fue en aumento. Su proa surcó el cielo negro hasta que la nave se convirtió en una estrella más entre las estrellas y, por último, desapareció en el infinito.

El doctor Henree observó su reloj por quinta vez y dijo:

—Bien, ha partido. Debe de haber partido ya. —Con la boquilla de su pipa apuntó hacia un dial.

Conway interpretó el gesto:

—Veamos qué nos dicen las autoridades del puerto.

Cinco segundos más tarde, ambos observaban en el visor una toma del puerto vacío.

El hoyo estaba abierto aún y, a pesar de la bajísima temperatura del lado oscuro de la Luna, todavía se veían vapores.

Conway sacudió la cabeza:

—Era una hermosa nave.

—Aún lo es.

—Sólo puedo pensar en ella en pasado. Dentro de pocos días será una lluvia de metal fundido. Es una nave perdida.

—Esperemos que en algún lugar haya luego una base pirata también perdida.

Henree sacudió la cabeza con tristeza.

Ambos se volvieron en el momento en que la puerta se abrió. Bigman franqueó el umbral. Su rostro estaba cruzado por una enorme sonrisa.

—Ah, sí, buena idea la de venir a Ciudad Lunar. Puedes sentir cómo pierdes kilos a cada paso que das. —Se impulsó con los pies y brincó un par de veces—. Si hicieras esto allí afuera llegarías al techo y te verías como un perfecto tonto.

Conway frunció el ceño.

—¿Dónde está Lucky?

—Yo sé dónde está —repuso Bigman—. Yo sé dónde está en todo momento. Eh, el Atlas acaba de partir.

—Ya lo sé —dijo Conway—. ¿Dónde está Lucky?

—En el Atlas, por supuesto. ¿En qué otro lugar pensaban que podría estar ahora?

2. SABANDIJAS DEL ESPACIO

El doctor Henree soltó su pipa, que rebotó sobre el piso de linelita, pero él no le prestó atención.

—¿Qué?

Conway enrojeció; junto al blanco níveo de su cabello, el rostro se le destacaba más aún.

—¿Es una broma?

—No. Se embarcó cinco minutos antes de que comenzara la ignición. Yo le estaba hablando al centinela, un tío que se llama Wilson, y no dejé que se entrometiera. He tenido que pelear con el tipo y tal vez lo habría puesto fuera de combate con un uno-dos —con bruscos golpes al vacío hizo la demostración— pero se echó atrás.

—¿Se lo has permitido? ¿No nos has dicho nada?

—¿Y cómo? Yo tengo que hacer lo que Lucky diga. Y él me ha dicho que debía embarcarle en el último minuto y sin que nadie lo supiera, porque usted o el doctor Henree querrían detenerlo.

Conway habló con acento plañidero:

—Lo ha hecho. ¡Por el espacio! Gus, tendría que haber sabido que no era posible confiar en este hombrecito marciano. ¡Bigman, eres un tonto! Tú sabes que esa nave es una trampa para bobos.

Lo sé. Lucky también lo sabe. Y dice que no envíen otras naves detrás de él o todo el plan se arruinará.

—Se arruinará de todos modos, ¿no? Dentro de una hora habrá gente viajando tras él.

Henree sacudió la manga de su amigo:

—Será mejor que no, Héctor. No sabemos qué es lo que ha planeado, pero podemos confiar en que se las arreglará para salir bien parado de cualquier situación con la que. Tenga que enfrentarse. Opino que lo mejor será no inmiscuirnos.

Conway se dejó caer sobre un sillón, tembloroso de ira y ansiedad, Bigman explicó:

—Me ha dicho que lo hallaré en Ceres y también, doctor Conway, ha dicho que usted debe controlar sus arrebatos.

—¡Tú…! —comenzó Conway a responder, y Bigman salió de la oficina a toda prisa.

La órbita de Marte ya había quedado atrás y el sol se reducía velozmente.

Lucky Starr amaba el silencio del espacio. Luego de haberse graduado y a partir de su incorporación al Consejo de Ciencias, el espacio se había convertido en su hogar, más que cualquier otra superficie planetaria. Y el Atlas era una nave cómoda; estaba aprovisionada como para una tripulación completa, y lo único que faltaba era lo que se podría haber consumido en el trayecto hasta los asteroides. En todos los aspectos el Atlas tendría que parecer como si, hasta el instante del abordaje pirata, hubiese estado con todos sus hombres a bordo.

De modo que Lucky comió bistec sintético de los huertos venusinos, pastas marcianas y pollos terrestres deshuesados.

«Aumentaré de peso», pensó, observando el firmamento.

Estaba lo suficientemente cerca como para poder ver los asteroides mayores. Allí estaba Ceres, el más importante de todos, con un diámetro que superaba los ochocientos kilómetros. Vesta se hallaba al otro lado del Sol, pero Juno y Palas eran visibles.

De utilizar el telescopio de la nave, hallaría más, cientos más, tal vez miles. Los asteroides eran, por cierto, innumerables.

Alguna vez se había elaborado la teoría de la existencia de un planeta situado entre Marte y Júpiter que, muchas eras geológicas antes, había estallado en fragmentos; pero no era así. Porque, en realidad, el villano era Júpiter. Su enorme influencia gravitacional perturbaba el espacio en un campo de cientos de millones de kilómetros en los evos durante los cuales se formara el Sistema Solar. Jamás podrían unirse en un único planeta las piedras cósmicas esparcidas entre Marte y Júpiter, a causa de la fuerza de atracción de éste último.

Seguirían constituyendo una miríada de pequeños cuerpos celestes.

Cuatro de los asteroides mayores tenían un diámetro de doscientos kilómetros o más; luego, los mil quinientos siguientes oscilaban entre tres y quince kilómetros de diámetro; luego, había varios miles (nadie sabía con exactitud cuántos) cuyos diámetros estaban por debajo de los tres kilómetros y docenas de miles más pequeños aún y que, sin embargo, eran tanto o más voluminosos que la Gran Pirámide.

Tal era su cantidad que los astrónomos los denominaron «las sabandijas del espacio».

Los asteroides estaban diseminados por toda la zona intermedia entre Marte y Júpiter, y cada uno describía su propia órbita. Ningún otro sistema planetario conocido por el hombre en toda la Galaxia poseía un cinturón asteroidal similar.

En cierto sentido esto era bueno. Los asteroides constituían puntos de escala en los viajes hacia otros planetas. Pero en otro sentido era malo. Todo criminal que lograra huir a los asteroides se hallaba a salvo de captura, aun en el peor de los casos. No existía fuerza policial que fuese capaz de registrar cada una de esas montañas que flotaban en el espacio.

Los asteroides menores eran tierra de nadie. Habían sido instalados observatorios astronómicos en el más grande, el macizo Ceres.

En Palas había minas de berilo, en tanto que en Vesta y Juno existían importantes centros de reabastecimiento de combustible. Pero aun así restaban cincuenta mil asteroides mensurables sobre los cuales el Imperio Terrestre no tenía poder. Unos pocos eran aptos como puerto seguro. Algunos eran demasiado pequeños para más de un único cohete-crucero, con espacio adicional, tal vez, para un abastecimiento para seis meses de combustible, comida y agua.

Y era imposible realizar un mapa de todos ellos. Tampoco en los antiguos tiempos preatómicos, anteriores a los viajes espaciales, cuando sólo se conocían los mil quinientos de mayor tamaño, había sido posible localizarlos en un mapa. Sus órbitas habían sido cuidadosamente calculadas mediante observación telescópica y, sin embargo, algunos asteroides se habían «perdido» y luego habían sido «hallados» nuevamente.

Lucky desechó sus ensoñaciones. El sensitivo ergómetro estaba captando pulsaciones que provenían del exterior. En un segundo se colocó frente al tablero de control.