Muy lentamente se volvió.
Lo que sus ojos vieron permanecería en él por el resto de su vida. Una superficie brillante, rugosa, rizada, colmó la pantalla. Era una porción del Sol. Sabía que era imposible verlo en su totalidad dentro de la pantalla, porque a esa distancia el Sol tenía un diámetro veinte veces mayor que el visible desde la Tierra y cubría una extensión del firmamento cuatrocientas veces más grande.
Dentro de la pantalla se veían un par de manchas solares, negras contra la masa brillante. Filamentos de blancura incandescente las rodeaban en giros que convergían dentro de ellas. Áreas palpitantes se movían a través de la pantalla en forma evidente, mientras Lucky observaba. Esto se debía a la tremenda velocidad de la Shooting Starr más que al mismo movimiento de rotación solar que, aun en el ecuador, no superaba los dos mil trescientos kilómetros por hora.
Mientras Lucky seguía observando, estallidos de rojo gas llameante se elevaban hacia él, se proyectaban, turbios, contra un fondo inflamado, y luego, al alejarse del Sol y enfriarse, se convertían en negras lenguas humeantes.
Un cambio en los controles y Lucky enfocó con la pantalla visora un sector del borde del Sol; el gas llameante (las denominadas «prominencias», que son gigantescas llamaradas de gas hidrógeno) se destacó con su definido rojo carmesí contra la negrura del espacio. En fantástica y lenta danza, esas prominencias se adelgazaban y adquirían formas insólitas. Lucky sabía que cada una de ellas podría cubrir una docena de planetas del tamaño de la Tierra y que la misma Tierra podría precipitarse dentro de una mancha solar sin siquiera producir una alteración muy visible.
Con un movimiento repentino cerró los contactos del dispositivo estroboscópico. A esa distancia, su seguridad física no le impedía sentirse oprimido por la insignificancia de la Tierra y todas las cosas en ella encerradas.
La Shooting Starr había descrito una amplia curva en torno al Sol y se alejaba hacia las órbitas de Mercurio y Venus. Ahora iba en plena desaceleración. La proa de la nave se oponía a la dirección del vuelo y los motores principales funcionaban, con todo su poder, como freno.
Luego de dejar atrás la órbita de Venus, Lucky se quitó el escudo de energía y lo guardó. Los sistemas de enfriamiento de la nave se esforzaban por eliminar el exceso de temperatura. El agua potable estaba aún caliente y las comidas enlatadas habían hecho expandir los botes a causa de la presencia de burbujas de gas en su interior.
Caía el Sol. Lucky le echó una mirada: una esfera perfecta, resplandeciente. Sus irregularidades, sus manchas y prominencias móviles no se distinguían ya. Sólo su corona, siempre visible en el espacio, aunque desde la Tierra sólo pudiese observarse durante los eclipses, asomaba en todas direcciones. Lucky se estremeció involuntariamente al pensar que él la había atravesado.
En ese instante navegaba a veinticuatro millones de kilómetros de la Tierra y a través de su telescopio observó los contornos familiares de los continentes, que se asomaban entre desflecadas masas de bancos de nubes. Sintió que le escocía la añoranza y que surgía, fortalecida, su decisión de evitar la guerra, por el bien de los muchos y desprevenidos millones de seres humanos que habitaban ese planeta, cuna de todos los hombres que ahora poblaban las lejanas estrellas de la Galaxia.
También la Tierra quedaba atrás.
Una vez sorteado Marte, nuevamente dentro del cinturón asteroidal, Lucky se dirigió hacia el sistema jupiteriano, ese sistema solar en miniatura, dentro del Sistema Solar Mayor. En el centro se hallaba Júpiter, más grande que todos los demás planetas sumados; a su alrededor giraban cuatro lunas gigantescas, tres de las cuales tenían casi el mismo tamaño que la Luna de la Tierra y la cuarta, Ganímedes, era mucho más grande. En realidad, Ganímedes era mayor que Mercurio y casi igual a Marte. Además de las cuatro lunas, docenas de satélites cuyos diámetros oscilaban entre cientos de kilómetros y centímetros, giraban en torno al planeta central.
En el telescopio de la nave, Júpiter era un globo amarillo, creciente, recorrido por listas estrechas y anaranjadas, una de las cuales se hinchaba configurando lo que alguna vez fue conocido como el «gran punto rojo». Tres de las lunas principales, Ganímedes entre ellas, estaban de un mismo lado; la cuarta se hallaba al lado opuesto.
Durante la mayor parte del día Lucky hala mantenido comunicación constante con las oficinas del Consejo en la Luna. Su ergómetro tentaba el espacio en búsqueda ansiosa. Aunque había detectado varias naves, Lucky sólo se interesaba por aquélla de diseño sirio, aquella cuyo motor describiría las líneas que él habría de reconocer con certeza en el mismo instante en que apareciesen.
Y no se equivocaba. A una distancia de treinta y dos millones de kilómetros las primeras oscilaciones de la aguja ergométrica despertaron sus sospechas. Viró apenas, para marchar en la dirección exacta, y las curvas características fueron aumentando de intensidad.
A ciento sesenta mil kilómetros su telescopio descubrió un punto. A dieciséis mil, el punto tenía forma definida: la nave de Antón.
A mil seiscientos kilómetros -Ganímedes estaba a ochenta millones de kilómetros de ambas naves. Lucky envió su primer mensaje, exigiendo a Antón que virara con su nave hacia la Tierra. A ciento sesenta kilómetros de distancia recibió respuesta: un disparo de energía que hizo vibrar sus generadores y sacudió a la Shooting Starr como si hubiera sufrido un choque con otra nave.
El rostro fatigado de Lucky se contrajo en un gesto de preocupación.
La nave de Antón tenía armas mejores que las que él había supuesto.
15. PARTE DE LA RESPUESTA
Durante una hora las maniobras de ambas naves fueron poco significativas. Lucky tenía la mejor y más veloz nave, pero el capitán Antón contaba con su tripulación. Cada uno de los hombres de Antón era un especialista.
Uno podía apuntar, otro disparar, un tercero controlaba los bancos de reactores y el mismo Antón dirigía y coordinaba cada operación.
Lucky, mientras intentaba hacerlo todo a la vez y por sí mismo, se veía obligado a buscar palabras que sonaran fuertes y convincentes.
—No lograrás descender en Ganímedes, Antón, y tus amigos no se atreverán a auxiliarte saliendo al espacio antes de saber qué ha sucedido… Todo es inútil, Antón; conocemos vuestros planes… No intentes enviar ningún mensaje a Ganímedes, Antón; estamos interceptando todo el sub-éter entre tu nave y Júpiter. No superarás la interferencia… Las naves del gobierno estarán aquí de un momento a otro, Antón. Cuenta tus minutos: no te quedan muchos, a menos que te rindas. Entrégate, Antón…, entrégate.
Y todo esto mientras la Shooting Starr se escurría por entre el fuego más nutrido que Lucky hubiera visto en su vida, sin alcanzar a eludir los disparos en todos los casos. Los depósitos de energía de la nave comenzaban a indicar agotamiento. El joven consejero quería convencerse de que la nave de Antón sufría los mismos inconvenientes, pero él disparaba muy poco contra el pirata y no daba casi nunca en el blanco.
No se atrevía a quitar sus ojos de la pantalla. Las naves terrestres, que se precipitaban hacia el lugar, aún tardarían horas. En esas horas Antón podría agotar sus reservas de energía, librarse de la persecución y dirigirse sin más hacia Ganímedes, mientras su Shooting Starr, claudicante, sólo podría marchar a la zaga sin capacidad ofensiva… Y si otra nave pirata irrumpiese de pronto en la pantalla…
Lucky no se atrevía a seguir desarrollando esos pensamientos. Tal vez se había equivocado al no dejar que fuesen las naves del gobierno las que efectuaran esa tarea, en primer lugar. Pero no, se dijo a sí mismo, sólo la Shooting Starr podía haber sorprendido a la nave pirata a ochenta millones de kilómetros de Ganímedes, sólo la velocidad de sus motores y, más importante aún, sólo la sensibilidad de su ergómetro. A esta distancia de Ganímedes la intervención de unidades de la flota en una batalla no era arriesgada; más cerca de Ganímedes sería demasiado arriesgado.