Constantemente abierto el receptor de Lucky se activó de pronto, para quedar colmado con el rostro sonriente de Antón.
—Veo que otra vez te has quitado a Dingo de encima.
—¿Otra vez? —dijo Lucky—. ¿Admites que durante el duelo operaba bajo órdenes tuyas?
En ese momento, un sensor de energía, dirigido contra la nave de Lucky, concretó un rayo de fuerza destructora; el joven lo eludió con una aceleración que le desfiguró el rostro.
Antón rió a carcajadas.
—No te entretengas tanto conmigo. Casi te hemos cogido. Claro que Dingo tenía sus órdenes. Sabíamos muy bien qué estábamos haciendo. Dingo no sabía quién eras tú, pero yo sí. Casi desde el primer momento.
—Es lástima que el saberlo no te haya servido de nada —dijo Lucky.
—A Dingo es a quien no le ha servido de nada. Tal vez te divierta saber que ha sido, digamos, ejecutado. Es malo cometer errores. Pero esta charla está fuera de lugar. Solo me he comunicado contigo para decirte que esto me ha hecho pasar un rato excelente, pero que ahora me iré.
—No tienes dónde ir —dijo Lucky.
—Oh, intentaré ir hacia Ganímedes.
—No llegarás. Te detendremos.
—¿Quiénes? ¿Las naves del gobierno? Pues no las veo aún y aquí no hay ninguna que pueda detenerme a tiempo.
—Yo puedo detenerte.
—Ya lo has hecho. ¿Pero qué puedes hacer contra mí? Por la forma en que peleas, debes ser la única persona a bordo. De haberlo sabido desde un principio, no me habría entretenido tanto tiempo contigo. No puedes vencer a una tripulación completa.
Con voz intensa Lucky amenazó:
—Puedo chocaros, puedo haceros trizas.
—Tú también te harás trizas. Recuérdalo.
—Eso no cuenta.
—Por favor, pareces un boy scout. Sin duda, ahora nos recitarás el juramento de los grupos exploradores.
Lucky alzó la voz:
—¡Vosotros, hombres de a bordo! ¡Oídme! Si vuestro capitán intenta dirigirse hacia Ganímedes, chocaré con vuestra nave. Esto representa una muerte segura para todos, a menos que os rindáis. Os prometo un juicio imparcial a todos. Os prometo la mayor consideración posible si cooperáis con nosotros. No permitáis que Antón malgaste vuestras vidas para beneficiar a sus amigos de Sirio.
—Habla, habla, soplón —dijo Antón—. Les estoy permitiendo escuchar. Ellos saben muy bien qué clase de juicio pueden aguardar y también qué clase de consideración. Una inyección de veneno enzimático. —Sus dedos hicieron el movimiento de insertar una aguja en la piel de otro—. Eso es lo que obtendrán. No te temen; adiós, muchachito del gobierno.
En los cuadrantes de los registros de gravedad, las agujas descendieron en el momento en que la nave de Antón aceleró y comenzó a alejarse. Lucky observó sus pantallas visoras.
¿Dónde estaban las naves del gobierno? ¡Maldito sea todo el espacio! ¿Dónde estaban las naves del gobierno?
Aumentó la aceleración y las agujas se elevaron nuevamente.
La distancia que separaba a una nave de otra disminuyó. La nave de Antón aceleró y también lo hizo la Shooting Starr, cuya capacidad de aceleración era mucho mayor.
En el rostro de Antón la sonrisa no se borró tan fácilmente.
—Ochenta kilómetros de distancia —dijo, y continuó—: setenta. —Hubo otra pausa—: sesenta. ¿Has dicho tus oraciones, soplón?
Lucky no respondió. No tenía otra alternativa: tendría que chocar. Antes que permitir que Antón se le escapara, antes que permitir que se precipitase una guerra, detendría a los piratas suicidándose si no había otro remedio. Las dos naves describían amplias curvas convergentes.
—Treinta y cinco —dijo Antón, despreocupado—. No asustas a nadie, te estás portando como un tonto, finalmente. Vira y vuelve a la Tierra, Starr.
—Treinta —respondió Lucky con tono firme—. Tienes quince minutos para rendirte o morir.
«Yo mismo —pensó Lucky—, tengo quince minutos para vencer o morir.»
Por detrás de Antón, en la pantalla, surgió un rostro. Un dedo se elevó hasta los labios pálidos y apretados. Los ojos de Lucky relampaguearon y el joven trató de disimularlo desviando la vista.
Ambas naves estaban en el punto máximo de su aceleración.
—¿Qué ocurre, Starr? —preguntó Antón—. ¿Miedo? ¿El corazón late de prisa? —sus ojos bailoteaban de un lado a otro y su boca estaba entreabierta.
Lucky tuvo la repentina certeza de que Antón se regocijaba con todo lo que ocurría, que consideraba que la situación era un modo excitante de demostrar su poderío. En ese instante comprendió que el pirata jamás se rendiría, que se dejaría embestir antes que dar un paso atrás. Y Lucky sabía que sería una muerte segura.
—Veinte kilómetros —dijo Lucky.
El rostro a espaldas de Antón era el de Hansen. ¡El ermitaño! Y llevaba algo en la mano.
—Dieciséis —contó Lucky—. Seis minutos. Chocaré contigo por el espacio.
¡Era un desintegrador! Hansen empuñaba un desintegrador.
La respiración de Lucky se entrecortaba.
Antón podía girar…
Pero Antón no se perdería la expresión del rostro de Lucky ni siquiera por un segundo, si le era posible. Aguardaba a ver el terror creciente; para Lucky esto estaba perfectamente claro en la expresión del pirata. Antón no giraría ni siquiera por un estrépito mayor que el que podía hacer al disparar un desintegrador a su espalda. El disparo le cogió de lleno; la muerte fue tan repentina que la sonrisa ávida no desapareció de su cara, y aunque la vida ya se había disipado de esas facciones, el cruel regocijo perduraba. Antón cayó sobre la pantalla visora y por un segundo su rostro quedó apoyado allí, más grande que en la realidad, observando a Lucky con ojos muertos.
El joven oyó la voz de Hansen, imperativa:
—¡Atrás, todos vosotros! ¿Queréis morir? Nos entregaremos. Ven, Starr, nos rendimos.
Lucky cambió la dirección sólo dos grados: era suficiente para evitar el choque.
Ahora su ergómetro registraba los motores de naves del gobierno que se acercaban ya.
Por fin llegaban.
En señal de rendición las pantallas visoras de la nave pirata estaban cubiertas por una capa blanca.
Era casi un axioma decir que la armada jamás estaba tranquila cuando el Consejo de Ciencias interfería abiertamente en lo que los jefes de la flota espacial consideraban su propia jurisdicción. Y muy especialmente cuando la interferencia era un éxito. Lucky Starr lo sabía muy bien y estaba preparado para soportar la poco disimulada desaprobación del almirante, que le decía:
—El doctor Conway nos ha explicado la situación perfectamente, Starr, y nosotros le felicitamos por su desempeño. Sin embargo, creo imprescindible hacerle saber que la armada ha estado en conocimiento del peligro de una invasión de Sirio desde hace tiempo y ha desarrollado un programa de acción propio. Estas intervenciones independientes del Consejo pueden llegar a ser peligrosas. Usted debe explicar esto al doctor Conway. Ahora el Coordinador me ha pedido que coopere en los próximos pasos de la lucha contra los piratas, pero —su expresión era obstinada— no puedo aceptar su sugerencia de demorar el ataque contra Ganímedes. Estimo que la armada es capaz de decidir por sí misma una batalla y de cómo vencer.