El almirante era un hombre de cincuenta años y no estaba habituado a consultar con nadie de igual a igual, y menos con un joven al que doblaba, casi, en edad. Su cara de mandíbulas fuertes lo dejaba ver con claridad.
Lucky estaba fatigado. Ahora que la nave de Antón y su tripulación estaban bajo custodia, sobrevenía el cansancio. A pesar de ello, se esforzaba por mostrarse muy respetuoso, de modo que respondió:
—Creo que si realizáramos una operación de limpieza en los asteroides, antes que nada, los sirianos de Ganímedes, automáticamente, dejarían de representar un problema.
—¡Por la mismísima Galaxia! ¿Cómo cree Usted que sería posible una «operación de limpieza»? Hemos tratado de llevarla a cabo durante veinticinco años, sin éxito. Limpiar los asteroides es como coger plumas que se hayan esparcido. En cambio sabemos muy bien dónde está la base siriana y cuánta es su fuerza —una débil sonrisa le cruzó las facciones—. Puede que para el Consejo sea difícil comprenderlo, pero la armada está tan alerta como ustedes. Y tal vez más aún. Por ejemplo, sé que las fuerzas que responden a mis órdenes bastarán para quebrantar las defensas de Ganímedes. Estamos preparados para dar batalla.
—Eso no lo dudo y tampoco dudo que ustedes podrán derrotar a los sirianos. Pero los que están en Ganímedes no son todos los sirianos existentes. Tal vez la armada está en condiciones de sostener con éxito una batalla, ¿pero está preparada para una guerra larga y costosa?
El almirante se ruborizó.
—Se me ha pedido cooperación, pero no arriesgaré la seguridad de la Tierra. Bajo ningún tipo de circunstancia apoyaré un plan que implique la dispersión de nuestra flota en la zona de los asteroides, en tanto que una expedición siriana ha ingresado al Sistema Solar.
—¿Puede darme usted una hora? —interrumpió Lucky—. Una hora para hablar con Hansen, el prisionero de Ceres que he traído a bordo de esta nave poco antes de que usted llegara, señor.
—¿Servirá de algo?
—¿Puede darme una hora para saberlo, señor?
Los labios del almirante se contrajeron.
—Una hora puede ser valiosa. Puede ser decisiva… Bien, adelante, pero deprisa. Veremos qué sucede.
—¡Hansen! —llamó Lucky sin apartar sus ojos del rostro del almirante.
El ermitaño avanzó desde uno de los camarotes. Se le veía cansado, pero logró dirigir una pálida sonrisa a Lucky. En apariencia, sus horas en la nave pirata no le habían hecho mella.
—He estado admirando su nave, señor Starr —dijo Hansen—. Es una máquina excelente.
—Vamos —dijo el almirante—. No perdamos tiempo. ¡Comience ahora mismo, Starr! Su nave no es lo importante.
—Esta es la situación, señor Hansen —explicó Lucky—. Hemos detenido el avance de Antón, con su valiosísima ayuda, por la que le estamos agradecidos. Esto significa que hemos retrasado la iniciación de las hostilidades con Sirio. Sin embargo, esto no basta. Debemos alejar el peligro por entero y, como el almirante le dirá a usted, nuestro tiempo es muy escaso.
—¿En qué puedo ayudarles…? —preguntó Hansen.
—Respondiendo a mis preguntas.
—Lo haré con gusto, pero ya le he dicho a usted todo lo que sé. Lamento que haya servido de tan poco.
—Con todo, los piratas creían que usted era un hombre de cuidado. Han corrido un gran peligro para arrebatárnoslo.
—Es inexplicable para mí.
—¿Es posible que usted posea cierto conocimiento de algún detalle importante, aun sin saberlo? ¿Algo que pueda representar la derrota para ellos?
—No, no lo creo.
—Pero ellos han confiado en usted. Según lo que usted mismo me ha dicho, usted es rico: un hombre con dinero invertido en la Tierra. Y por cierto que usted está por encima del nivel común de los ermitaños. Los piratas le han tratado bien o, cuando menos, no le han despreciado ni le han robado; su bien provista casa jamás ha sido saqueada por ellos.
—Recuérdelo usted, señor Starr: les he ayudado, a mi vez.
—No mucho. Me ha dicho usted que les ha permitido descender en su roca, dejar allí alguna persona en ciertas ocasiones, y eso es todo. Si, simplemente, le hubieran asesinado, habrían obtenido todo eso y su roca al mismo tiempo. Además, no habrían tenido que preocuparse de que usted se convirtiera en un informador. Y, en forma eventual, usted se ha convertido en informador, ¿verdad?
Los ojos de Hansen se desviaron.
—Pero, a pesar de todo, ha sido así. Le he dicho la verdad.
—Sí; lo que usted me ha dicho ha sido la verdad. Pero no toda. Y repito que debe haber habido una poderosa razón para que los piratas confiaran en usted tan por entero; han de haber sabido que el gobierno podría alguna vez reclamar su vida.
—Ya se lo he dicho a usted —respondió Hansen, con tono manso.
—Usted me ha dicho que era culpable de prestar ayuda a los piratas, pero ellos confiaban en usted la primera vez que le vieron, antes de que se iniciara el trato. Y yo lo explicaría diciendo que, en otro tiempo, antes de convertirse en ermitaño, ha sido usted pirata, Hansen, y que Antón y otros hombres como él lo sabían. ¿Qué responde a esto?
El rostro de Hansen empalideció.
—¿Qué dice usted, Hansen? —insistió con cierta ironía Lucky.
Con voz muy suave, el ermitaño reconoció:
—Así es, señor Starr. En un tiempo he integrado la tripulación de una nave pirata. En una época ya lejana. He intentado borrarlo de mi memoria; me he retirado a los asteroides y he hecho todo lo posible para ser considerado un muerto en cuanto a la Tierra respecta. Cuando ha surgido este nuevo grupo de piratas en el Sistema Solar y me ha embrollado con ellos, no he tenido más opción que la de ponerme de su lado.
»Cuando usted llegó a mi roca, he hallado mi primera oportunidad de salirme de esa situación; mi primera oportunidad de afrontar el riesgo de un proceso. Después de todo, han transcurrido veinticinco años. Y tendría a mi favor el hecho de haber arriesgado mi vida para salvar la vida de un hombre del Consejo de Ciencias. Por eso me he mostrado ansioso por luchar contra los piratas invasores de Ceres. Quería tener otro punto a mi favor. Por último, he matado a Antón, salvando su vida por segunda vez, otorgando a la Tierra un respiro, según usted mismo me ha dicho, y tal vez así se podrá evitar la guerra. Sí, señor Starr: he sido un pirata, pero eso ha pasado y creo que he ofrecido una compensación.
—Sí; hasta este momento. Pero ahora, ¿tiene usted alguna información que no nos haya transmitido antes?
Hansen negó con la cabeza.
—Sin embargo —dijo Lucky—, sólo ahora ha confesado que era un pirata.
—Pero eso carece de importancia. Y usted lo ha descubierto por sí mismo. No he intentado negarlo, siquiera.
—Vaya, veamos si es posible deducir algo más que tampoco negará usted. Porque aún no nos ha dicho toda la verdad.
Hansen pareció sorprendido:
—¿Qué otra cosa ha deducido usted?
—Que usted jamás ha dejado de ser un pirata, que usted es la persona que una vez fue mencionada en mi presencia, por uno de los tripulantes de la nave de Antón, luego de mi duelo con Dingo. A usted es a quien llaman Jefe. Usted, señor Hansen, es el cerebro de los piratas de los asteroides.
16. TODA LA RESPUESTA
Hansen saltó de su asiento y se quedó de pie. Un jadeo agitaba su pecho y sus labios entreabiertos.
El almirante, cogido por sorpresa, exclamó:
—¡Hombre! ¡Por la Galaxia! ¿Qué es esto? ¿Habla usted en serio?
—Siéntese, Hansen —dijo Lucky— y dígame si me equivoco en algo. Veamos cómo encaja todo; si estoy en un error, surgirá alguna contradicción. La historia comienza con el abordaje del Atlas por parte del capitán Antón, un hombre inteligente y capaz, aunque su mente haya sido insana. Desconfiaba de mí y de mi historia; así es que tomó una fotografía tridimensional de mí, y no le ha sido difícil hacerlo sin que yo me percatara, y la envió al Jefe, pidiendo instrucciones. El Jefe ha creído reconocerme y, por cierto, Hansen, que si usted es el Jefe, esto tendría sentido, porque en la realidad, al verme, usted me ha reconocido luego.