»El Jefe envía un mensaje que ordena mi muerte. Para Antón era un espectáculo divertido que yo me enfrentara con Dingo en un duelo con pistolas impelentes. Dingo tenía instrucciones precisas: debía matarme. Antón lo ha reconocido en nuestra última conversación. Luego, a mi regreso y porque Antón me había dado su palabra de aceptarme a prueba dentro de la organización si sobrevivía, usted se ha visto obligado a hacerse cargo de la situación por sí mismo. Entonces he sido enviado a su roca.
Hansen estalló:
—¡Todo eso es una locura! Yo no le he hecho ningún daño, le he salvado, le llevé a Ceres.
—Así es, y también ha ido a Ceres conmigo. Mi plan era penetrar en la organización pirata y conocer los hechos desde dentro. Usted ha tenido la misma idea y mucho más éxito. Me ha llevado a Ceres y allí se ha enterado de nuestra situación: estábamos poco prevenidos, habíamos subestimado la organización pirata. Eso significaba que podía seguir adelante con sus planes a toda marcha.
»Ahora bien, así la invasión a Ceres tiene sentido. Supongo que usted se comunicó con Antón de algún modo. Los transmisores sub-etéricos de bolsillo son bien conocidos y es muy fácil establecer un código inteligente. Usted ha ido a los corredores no para luchar contra los piratas, sino para unirse a ellos, que no le mataron: le secuestraron. Algo muy curioso. Si lo que usted nos ha dicho fuera verdad, sus informes serían peligrosos para ellos, que tendrían que haberlo asesinado en el propio instante en que le vieron. Pero, por el contrario, le embarcaron en la nave de Antón, la nave principal, y le han traído hacia Ganímedes, sin maniatarle y sin vigilancia. Le ha sido muy fácil aparecer en silencio a espaldas de Antón y matarle.
Hansen protestó:
—Pero le he matado. ¿Por qué, en el nombre de la Tierra misma, habría de matarle si fuese yo quien usted dice que soy?
—Porque él era un maniático. Estaba dispuesto a permitir que chocara con ustedes antes que echarse atrás y perder su ascendiente. Usted tiene planes mucho más ambiciosos y ni siquiera ha pensado en morir para halagar la vanidad de ese hombre. Además, sabía muy bien que aun cuando lográramos impedir que Antón se comunicara con Ganímedes, solo habría una demora. Al atacar la base de Ganímedes, luego, se produciría la guerra de todos modos. Por lo tanto, prosiguiendo con su papel de presunto ermitaño, siempre hallaría la ocasión de huir y retomar su verdadera identidad. ¿Qué podía importar la vida de Antón y la pérdida de una nave frente a todo lo demás?
—¿Qué pruebas tiene usted de todo lo que ha dicho? —inquirió Hansen—. ¡Es una presunción, nada más! ¿Dónde están las pruebas?
El almirante, que había mirado a uno y otro durante toda la conversación, intervino, excitado:
—Óigame usted, Starr, este hombre es mío. Ya le sacaremos toda la verdad.
—No hay prisa, almirante. Mi hora no ha transcurrido aún… ¿Presunción, Hansen? Prosigamos, pues. He intentado regresar a su roca, Hansen, pero usted no conocía las coordenadas, hecho extraño, a pesar de sus complejas explicaciones. Y he obtenido un conjunto de coordenadas a partir de la trayectoria que habíamos recorrido desde su roca hasta Ceres; el punto señalado resultaba estar en la zona prohibida, donde no puede haber asteroides, según el curso natural de esos cuerpos. Pero como yo estaba seguro de que mis cálculos eran exactos, comprendí que su roca se hallaba en ese lugar contra las leyes naturales.
—¿Qué? ¿Cómo? —exclamó el almirante.
—Quiero decir que una roca no necesita moverse dentro de su órbita. Se puede equiparla con motores hiper-atómicos y puede salirse de su órbita como una nave espacial. No hay otra explicación para la presencia de un asteroide en la zona prohibida.
Alterado, Hansen preguntó:
—¿Qué es esto? ¿Una trampa? Las cosas no son como usted pretende. No sé por qué me está haciendo esto, Starr. ¿O es que quiere probarme?
—Ni trampa ni prueba, señor Hansen —respondió Lucky—. Yo regresé a su roca porque no creía que se hubiese alejado mucho. Un asteroide que pueda trasladarse posee ciertas ventajas. No importa cuántas veces sea detectado, cuántas veces se anoten sus coordenadas y se calcule su órbita: siempre existe la posibilidad de desconcertar a observadores y perseguidores sacándolo de su órbita. Pero también presenta ciertos inconvenientes, un astrónomo, desde un telescopio, si lo observara en el instante preciso, se podría preguntar por qué un asteroide se mueve fuera de la elíptica o dentro de la zona prohibida. Y, si estuviese cerca, se preguntaría por qué un asteroide deja una estela en uno de sus extremos, como un reactor.
»Supongo que usted se ha movido para encontrarse con la nave de Antón y para que yo descendiera allí. También supuse que usted no se alejaría mucho tan poco tiempo después, tal vez sólo lo necesario para entrar en un grupo de asteroides y pasar desapercibido. De modo que, al regresar, he buscado entre los asteroides más cercanos uno que tuviese el tamaño y la forma. Y lo he hallado. He hallado al asteroide que en realidad era base, factoría y depósito, todo al mismo tiempo; allí he oído el zumbar de motores poderosos que bien podrían moverlo a través del espacio. Importados de Sirio, creo.
—Pero no era mi roca —adujo Hansen.
—¿No? Sin embargo, Dingo me aguardaba allí y me ha dicho que no había tenido necesidad de seguirme, que sabía hacia dónde me dirigiría yo. El único lugar al que él sabía que yo podría encaminarme era a su roca. De aquí deduzco que la misma roca tiene, en un extremo, su casa y, en el otro, la base pirata.
—No, no —interrumpió Hansen—. Dejo esto a criterio del almirante. Hay mil asteroides que pueden tener el tamaño y la forma del mío y no soy responsable de las observaciones eventuales que haya hecho un pirata.
—Existe otra evidencia que tal vez le parezca más concluyente a usted —dijo Lucky—. En la base pirata hay dos picos que encierran un valle; un valle cubierto de botes de lata, abiertos.
—¡Botes abiertos! —exclamó el almirante—. ¡Por la Galaxia! ¿Qué relación tiene eso con nuestro problema, Starr?
—Hansen tiraba los botes abiertos en un valle de su propia roca. Hasta me dijo que no quería que su roca fuera acompañada en el espacio por sus desperdicios; en realidad lo que no ha querido es que esos botes permitieran identificar su asteroide. Al partir de allí he visto el valle con las latas; y las he visto nuevamente cuando me aproximaba a la base pirata: por esa razón he escogido ese asteroide y no otro para investigar. Mire usted a este hombre, almirante, y dígame si es posible dudar de lo que he dicho.
El rostro de Hansen estaba deformado por la ira. No era el mismo individuo, toda su apariencia de pasividad había desaparecido.
—Está bien. ¿Y qué hay? ¿Qué quiere usted?
—Quiero que llame a Ganímedes. Estoy seguro de que usted ha realizado las negociaciones previas con ellos, y que le conocen. Dígales que los asteroides se han rendido a la Tierra y que se unirán a nosotros para luchar contra Sirio, si es preciso.
Hansen rió.
—¿Por qué habría de hacerlo? Me tienen a mí, pero no han dominado aún a los asteroides. No podrán limpiarlos.
—Podremos si tomamos su roca, la base. Allí están todos los pertrechos, ¿no es así?
—Trate de hallarla —desafió Hansen, con voz ronca—. Intente localizarla en medio de una miríada de rocas. Usted mismo ha dicho que puede moverse.