—Será muy simple: su valle de latas, ¿recuerda usted?
—Adelante. Inspeccione cada roca hasta hallar ese valle. Le llevará un millón de años.
—No; no mucho más de un día. Antes de abandonar la base pirata, tuve tiempo para arrojar un rayo calórico contra el valle; he fundido las latas y se han enfriado: ahora se ven como una reluciente lámina de metal. No hay atmósfera que pueda oxidarlas, de modo que esa superficie se ve como una de las plantas de metal que se utilizan como vallas en los duelos de pistolas impelentes. Cuando el Sol da allí, el reflejo es inconfundible. Todo lo que el Observatorio de Ceres tendrá que hacer es buscar en el firmamento un asteroide diez veces más brillante que lo que le permitiría su tamaño. Les he dejado mientras iniciaban la búsqueda, antes de partir a la caza de Antón.
—No es verdad.
—¿No? Mucho antes de atravesar el Sol, he recibido un mensaje sub-etérico junto con una fotografía. Aquí está. —Lucky extrajo la fotografía de una gaveta—. El punto brillante señalado con una flecha es su asteroide.
—No me asusta usted.
—Pues debería asustarse. Las naves del Consejo han descendido allí.
—¿Cómo? —rugió el almirante.
—No podemos perder tiempo, señor —dijo Lucky—. Ya hemos hallado la casa de Hansen al otro lado y también los túneles que conectan con la base pirata. Tengo aquí algunos documentos sub-eterizados que contienen las coordenadas de sus bases más importantes entre las secundarias, Hansen, y algunas fotografías de las mismas bases. ¿Las reconoce, Hansen?
El pirata estaba paralizado. Su boca se abrió para emitir algún sonido incoherente.
Lucky prosiguió:
—Le he dicho todo esto, Hansen, para convencerle de que está perdido. Está completamente derrotado. Le queda tan sólo su vida. No le prometeré nada, pero si hace lo que le he pedido, tal vez pueda salvar eso que le ha quedado. Llame a Ganímedes.
Con un gesto de abandono, Hansen se miró las manos.
El almirante, con la voz ahogada de angustia, preguntó:
—¿El Consejo ha limpiado los asteroides? ¿Ellos han hecho el trabajo? ¿No han consultado con el Almirantazgo?
—¿Y bien, Hansen? —insistió Lucky.
—¿Qué importa ahora? Llamaré —dijo Hansen.
Conway, Henree y Bigman estaban en el espaciopuerto para recibir a Lucky, cuando el joven regresó a la Tierra. Cenaron juntos en el Salón de Cristal, en el piso más alto del restaurante Planeta. A través de los cristales curvos de los muros del comedor, distinguían las luces cálidas de la ciudad, pequeñas allá abajo, entre la bruma.
—Ha sido una verdadera suerte —dijo Henree— que el Consejo lograra penetrar en las bases piratas antes de que interviniese la armada. Una acción militar no habría solucionado el problema.
—Tienes razón —asintió Conway—. Los asteroides podrían haber quedado expeditos para una futura banda de piratas. La mayoría de ésa gente no sabía que estaban peleando del lado de Sirio. Es gente sencilla que ha buscado una vida mejor que la que había llevado antes. Creo que podremos persuadir al Gobierno para que les ofrezca una amnistía a todos los que no hayan participado en invasiones. Y éstos últimos no son muchos.
—En realidad —dijo Lucky—, dándoles ayuda para continuar con el desarrollo en los asteroides, financiando la expansión de sus huertos de levadura, proveyéndoles agua, aire y energía, estaremos estableciendo una defensa para el futuro. La mejor protección contra los criminales de los asteroides es una comunidad pacífica y próspera allí mismo. En eso consiste la paz.
Bigman intervino, casi molesto:
—No te engañes. Habrá paz hasta que Sirio se decida a intentar una nueva invasión.
Lucky cubrió la cara enfurruñada del hombrecito con su manaza, con un gesto juguetón:
—Creo que estás enojado porque nos hemos perdido una linda guerra, Bigman. ¿Qué te ocurre? ¿No puedes aprovechar este descanso?
—Oye, Lucky —dijo Conway—, tendrías que habernos prevenido acerca de tus teorías.
—Sí, hasta había pensado en ello, pero era una necesidad para mí enfrentarme con Hansen yo solo. Había razones personales muy importantes.
—¿Pero cuándo sospechaste de él, Lucky? ¿Cómo se delató? —inquirió Conway—. ¿Sólo porque su roca estaba en la zona prohibida?
—Ese fue el indicio final —admitió Lucky—, aunque supe que no era un ermitaño una hora después de habernos encontrado. Entonces supe que ese hombre era más importante para mí que para cualquier otra persona en la Galaxia.
—¿Y por qué? —preguntó Conway mientras masticaba el último trozo de bistec.
—Hansen me reconoció como hijo de Lawrence Starr —respondió el joven—. Me dijo que había visto a mi padre una sola vez, y así ha de haber sido. Los hombres del Consejo no son muy conocidos y era necesario que se hubieran visto en persona para que él pudiera hallar un parecido en mí.
»Pero en ese reconocimiento se daban dos hechos muy particulares. Mi parecido se le hizo evidente cuando yo estaba airado. El mismo me lo ha dicho. Y por lo que vosotros me habéis contado, tío Héctor y tío Gus, mi padre raramente estaba enfadado. “Sonriente” es el adjetivo con que os referíais a él, por lo común. Y luego, al llegar a Ceres, Hansen no os reconoció a vosotros. Ni siquiera vuestros nombres le eran familiares.
—Y bien, ¿qué? —preguntó Henree.
—Mi padre y vosotros dos siempre estabais juntos, ¿no es así? Era difícil que Hansen conociese a mi padre y no a vosotros dos; también era extraño que Hansen hubiese conocido a mi padre en momentos en que él estaba enfadado y en circunstancias que quedasen tan fijas en su mente como para permitirle reconocerme veinticinco años más tarde. La explicación era una sola: mi padre se separó de vosotros para ir a Venus, en su viaje final, y Hansen debía haber intervenido en la matanza. Y no debía ser un miembro más de la tripulación, porque los tripulantes comunes no llegan a tener dinero suficiente para equipar con lujo un asteroide y veinticinco años después de las represalias gubernamentales en los asteroides construir una nueva y mejor organización pirata. Debe de haber sido el capitán de la nave pirata atacante. Por entonces tendría unos treinta años: edad adecuada para ser capitán.
—¡Gran espacio! —exclamó Conway, pálido.
—¡Y no le has matado! —gritó Bigman, indignado.
—¿No habría sido absurdo? Tenía que resolver un conflicto mucho más importante que mi venganza personal. Él es el asesino de mi padre y de mi madre, pero aun así tenía que ser astuto en mi trato con él. Al menos por un tiempo.
Lucky bebió un sorbo de café e hizo una pausa para contemplar la ciudad que se expandía allá abajo. Luego prosiguió:
—Hansen transcurrirá el resto de sus días en la prisión Mercurio y ése es un castigo mejor que una muerte rápida, por cierto. Y para mí es una recompensa mejor que su muerte misma y es la mejor ofrenda a la memoria de mis padres.