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La energía constante que manaba del sol, ya fuera directa o a través de los reflejos de relativa debilidad surgidos de los planetas, era suprimida por el aparato. Por lo tanto, lo que ahora registraba, eran las características pulsaciones de energía de un motor hiper-atómico.

El solitario tripulante del Atlas accionó la conexión con el ergógrafo y el gráfico de esa energía se materializó en un conjunto de líneas; el joven fue interpretando el papel a medida que aparecía en la máquina y sus mandíbulas se endurecieron.

Siempre era posible que el Atlas cruzara su trayectoria con la de una nave normal de carga o de pasajeros, pero el gráfico revelaba lo contrario. La nave que se aproximaba poseía motores de diseño avanzado y distintos de los que cualquier nave espacial terrestre pudiera llevar.

Transcurrieron cinco minutos antes de que los datos fuesen suficientes para calcular la distancia y la dirección de la fuente de energía.

Preparó la placa visora para observación telescópica y el campo estelar se colmó de motas. Con extremo cuidado buscó por entre las infinitamente silenciosas, infinitamente distantes e infinitamente inmóviles estrellas, hasta que el relampagueo de un movimiento fue captado por sus ojos y los cuadrantes de lectura del ergómetro indicaron un múltiple cero.

Era una nave pirata. ¡Sin duda! Podía definir sus contornos a partir de la mitad qué brillaba al sol y por las luces del puerto que titilaban en la mitad en sombras. Era una nave esbelta y graciosa que se advertía veloz y maniobrable. Y también tenía un aire extraño, algo distinto en su línea.

Diseño de Sirio, pensó Lucky.

Observó en la pantalla cómo crecía la nave espacial más y más. ¿Sería como ésta la nave que su padre y su madre vieron en el último día de sus vidas?

No recordaba, casi, a sus padres. Pero había visto fotografías de ellos y había escuchado relatos sin fin acerca de Lawrence y Barbara Starr de boca de Henree y Conway. Habían sido inseparables el alto y grave Gus Henree, el colérico y perseverante Héctor Conway y el ágil y risueño Larry Starr. Juntos habían asistido a la universidad, juntos se habían graduado, habían accedido al Consejo los tres a la vez y todas sus tareas las llevaron a cabo en equipo.

Y luego, Lawrence Starr había sido ascendido y asignado a un alto cargo en Venus. El, su mujer y su hijo de cuatro años recorrían la trayectoria hacia Venus, cuando la nave pirata los atacó.

Por años, lleno de amargura, Lucky se había preguntado cómo transcurrió esa hora final en la nave destinada a la muerte. Primero, los controles principales de la nave averiados en la popa, cuando aún pirata y víctima estaban separadas. Luego, la voladura de las puertas exteriores de las cámaras de aire y el abordaje. Tripulación y pasajeros se vestían con trajes espaciales, por precaución ante la pérdida de aire cuando las cámaras fueron destruidas. Los tripulantes armados y a la expectativa. Los pasajeros apiñados en los compartimentos interiores, sin mucha esperanza.

Mujeres llorando; niños gimiendo de terror.

Su padre no estaba entre los que se escondían. Su padre era miembro del Consejo. Se había armado para luchar; Lucky estaba seguro de ello. Tenía un recuerdo, muy breve, grabado a fuego en su mente. Su padre, un hombre alto y robusto, estaba de pie con un desintegrador apuntando y, en el rostro, la expresión de lo que debió ser uno de los pocos instantes de fría ira en su vida, en el momento en que la puerta del cuarto de controles caía dentro entre una nube de negro humo.

Y su madre, con el rostro húmedo y sucio, pero visible a través de la mascarilla del traje espacial, lo colocaba en un cohete salvavidas muy pequeño.

«No llores, David, nada ocurrirá.»

Esas eran las únicas palabras que recordaba que su madre hubiese dicho alguna vez.

Luego hubo un trueno a sus espaldas y él se sintió comprimido contra una pared.

Lo hallaron en el cohete salvavidas dos días después, al recibir sus mensajes automáticos de auxilio.

El gobierno organizó inmediatamente una terrible campaña contra los piratas de los asteroides y el Consejo facilitó, en ese sentido, cada uno de los mínimos datos obtenidos en años de trabajo silencioso. Para los piratas resultó evidente que atacar y matar hombres clave del Consejo de Ciencias era un mal negocio. Tan pronto como se localizaba un escondite en los asteroides, se lo reducía a cenizas y la amenaza de los piratas se redujo a revoloteos vacilantes por un período de veinte años.

Pero más de una vez Lucky se había preguntado si se habría asesinos de logrado localizar la especifica nave pirata que llevaba a los sus padres. No había modo de saberlo.

Y ahora la amenaza revivía, en forma menos espectacular, pero mucho más peligrosa. La piratería ya no era tarea de individuos aislados. Había adquirido la apariencia de un ataque organizado al comercio terrestre. Más aún: a partir de la naturaleza de la estrategia seguida, Lucky estaba convencido de que una mente, una única mano directiva táctica estaba por detrás de todo ello. Y sabía que él tendría que enfrentarse con esa única mente.

Una vez más arrojó una mirada al ergómetro. El registro de energía mostraba ahora marcas elevadas. La otra nave estaba dentro de la distancia en la que la cortesía espacial exige mensajes rutinarios de mutua identificación. Es decir, que se hallaba a la distancia en la que, habitualmente una nave pirata haría sus primeros movimientos hostiles.

El piso retembló bajo los pies de Lucky.

No era una bala desintegradora proveniente de la nave enemiga, sino la conmoción que producía la partida de un cohete salvavidas. Las pulsaciones de energía se habían vuelto tan fuertes como para activar los controles automáticos en ellos instalados.

Otra sacudida. Y otra. Cinco en total.

Observó la nave que se acercaba. A menudo los piratas atacaban a los salvavidas, en parte por la macabra diversión que ello les ocasionaba, en parte para evitar testigos que describiesen la nave atacante, suponiendo que no lo hubiesen hecho ya, a través de las ondas sub-etéricas.

Sin embargo, esta vez la nave pirata ignoró los salvavidas. Se aproximó hasta la distancia de abordaje. Sus garfios magnéticos se desplegaron y se adhirieron a la estructura exterior del Atlas y las dos naves, ahora, estrechamente unidas, iniciaron una marcha común en el espacio.

Lucky aguardó.

Oyó que la cámara de aire se abría y luego se cerraba. Oyó pasos y el sonido de los cierres de los cascos que luego dio paso al sonido de voces.

No se movió.

Una figura apareció en la puerta. Se había quitado el casco y los guantes, pero aún llevaba el traje espacial cubierto de hielo. Es común que esto ocurra con los trajes espaciales, cuando el portador pasa de una temperatura de cero absoluto, o cercana a él, en el espacio, al aire tibio y húmedo del interior de una nave. El hielo comenzaba a fundirse.

El pirata advirtió la presencia de Lucky sólo después de haber avanzado un metro dentro del cuarto de control. Y se detuvo, con la cara paralizada en una mueca casi cómica de sorpresa. Lucky tuvo tiempo de notar el ralo cabello negro, la nariz grande, y la cicatriz blanca que iba de la fosa nasal al incisivo, dividiendo el labio superior en dos partes desiguales.

Con absoluta calma Lucky soportó el escrutinio perplejo del pirata. No temía ser reconocido. Los hombres del Consejo en actividad siempre operaban en forma casi anónima, con la idea de que una cara muy conocida disminuiría su capacidad de acción. El propio rostro de su padre había aparecido en las pantallas sub-etéricas sólo después de su muerte. Con fugaz amargura Lucky pensó que tal vez una publicidad mayor podría haber prevenido el ataque pirata. Pero, por supuesto, era una tontería y él no lo ignoraba. En el momento en que los piratas habían visto a Lawrence Starr el ataque había avanzado lo suficiente como para no poder ser detenido.