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Lucky dijo:

—Tengo un desintegrador. Lo utilizaré solamente si tú echas mano al tuyo. No te muevas.

El pirata abrió la boca y luego volvió a cerrarla. .

Lucky habló una vez más:

—Si quieres llamar a tus compañeros, puedes hacerlo.

El pirata le miró lleno de sospechas, pero con los ojos bien fijos en el desintegrador de su interlocutor, vociferó:

—¡Por el espacio centelleante! Aquí hay un tipo con un juguete encima.

Se oyó una carcajada de respuesta y una voz que gritaba:

—¡Calla!

Otro hombre penetró en la sala de control.

—Hazte a un lado, Dingo.

El individuo se había quitado todo el traje espacial y su aspecto producía una sensación de incongruencia a bordo de la nave. Sus ropas debían provenir del sastre más a la moda en Ciudad Internacional y, sin duda, eran más adecuadas para una fiesta elegante en la Tierra que para el abordaje de una nave en el espacio. Su camisa tenía la textura de la mejor seda, la que sólo se consigue con el hilado más caro de plastex; la iridiscencia del tejido era sutil y de ningún modo ostentosa; de no ser por el cinturón ricamente ornamentado, los pantalones ceñidos al tobillo y la camisa habrían pasado por una única prenda, pues su color combinaba a la perfección. Los puños de la camisa hacían juego con el cinturón y, al cuello, llevaba una banda de tejido ligero, azul cielo. Su cabello castaño y abundante se veía rizado y con el aspecto de recibir frecuentes cuidados.

El individuo era media cabeza más bajo que Lucky, pero teniendo en cuenta su porte y su actitud, el joven miembro del Consejo de Ciencias comprendió que estaría errado si juzgaba por la vestimenta de petimetre que se trataba de un hombre blando.

Tras acercarse, el nuevo personaje se presentó:

—Mi nombre es Antón. ¿Querrás bajar tu arma?

—¿Y que me maten?

—Puede que te matemos, pero no en este mismo momento. Antes necesito hacerte algunas preguntas.

Lucky no dejó de apuntar con su desintegrador.

Antón intentó nuevamente:

—Te doy mi palabra —un leve rubor tiñó sus mejillas—. Es mi única virtud, tal como los hombres la entienden, pero siempre mantengo mi palabra.

Lucky bajó su arma; Antón cogió el desintegrador y se lo tendió al otro pirata.

—Llévatelo, Dingo, y no regreses por aquí —se giró hacia Lucky—. Los demás pasajeros se habían marchado en los cohetes salvavidas, ¿verdad?

—Es una trampa evidente, Antón… —respondió Lucky, pero su interlocutor le interrumpió:

—Capitán Antón, por favor —y sonrió, pero sus fosas nasales se dilataron.

—De acuerdo, es una trampa, capitán Antón. Es evidente que tú sabías que esta nave no llevaba pasajeros ni tripulación. Lo sabías mucho antes de abordarla.

—¿De verdad? ¿Cómo lo has sabido tú?

—Te has aproximado a la nave sin hacer señales ni disparos de advertencia; no has desarrollado demasiada velocidad; has ignorado los cohetes salvavidas cuando se alejaron; tus hombres han abordado la nave sin precauciones, como si no pensaran en la posibilidad de que alguien les opusiera resistencia; el hombre que me halló traspuso la puerta con el desintegrador enfundado. Las conclusiones son claras.

—Estupendo. ¿Y qué haces tú en una nave sin tripulación ni pasajeros?

Con aire torvo, Lucky respondió:

—He venido a verte a ti, capitán Antón.

3. DUELO DE PALABRAS

La cara de Antón no se alteró.

—Ahora me estás viendo.

—Pero no en privado, capitán —los labios de Lucky se cerraron con fuerza.

Antón echó una veloz mirada a su alrededor. Una docena de sus hombres, todos interrumpidos en mitad de su tarea de quitarse los trajes espaciales, se había reunido en el compartimiento y observaban y oían con gran interés.

Antón enrojeció apenas y alzó la voz:

—Cada uno a lo suyo, basuras. Quiero un informe completo acerca de la nave. Y tened las armas preparadas. Puede que haya más hombres a bordo, y si algún otro es sorprendido como Dingo, lo arrojaré por una de las puertas exteriores.

Hubo un movimiento mínimo.

De pronto la voz de Antón se dejó oír, convertida en un grito:

—¡De prisa! ¡De prisa! —con un gesto veloz y reptante desenfundó su desintegrador—. Contaré hasta tres antes de disparar. Uno…, dos…

Y ya se habían marchado.

El pirata se enfrentó a Lucky nuevamente. Sus ojos relampagueaban y sus fosas nasales contraídas dejaban escapar el aire y aspiraban con movimientos bruscos.

—La disciplina es muy importante —resolló—. Deben temerme. Deben temerme más que a ser capturados por la Policía Espacial Terrestre. Y así una nave es un único cerebro y un único brazo. cerebro y mi brazo.

Sí, pensó Lucky, un cerebro y un brazo, ¿pero cuál? ¿El tuyo?

Casi infantil, amistosa y franca, la sonrisa de Antón relucía otra vez.

—Ahora dime qué quieres.

Lucky proyectó su pulgar un par de veces hacia el desintegrador, aún listo para dispararse. Sonrió también él y dijo:

—¿Estás por disparar? Si es así, adelante.

Antón se alteró.

—¡Espacio! Sí que tienes nervios de acero. Dispararé cuando me venga en gana. ¿Cómo te llamas?

—Williams, capitán.

—Eres un hombre alto, Williams; se te ve fuerte. Y, sin embargo, yo con la presión de mi dedo puedo matarte. Creo que es muy instructivo. Dos hombres y un desintegrador es todo el secreto del poder. ¿Has pensado alguna vez acerca del poder, Williams?

—Algunas veces.

—Es lo único que le da significación a la vida. ¿No crees?

Quizá.

—Veo que estás ansioso por entrar en materia. Comencemos, pues. ¿Por qué estás aquí?

—He oído hablar de los piratas.

—Nosotros somos hombres de los asteroides, Williams. No nos corresponde ninguna otra palabra.

—Estoy de acuerdo con ello. He venido a unirme a los hombres de los asteroides.

—Nos halagas, pero mi dedo está aún sobre el contacto del desintegrador. ¿Por qué?

—La vida es muy limitada en la Tierra, capitán. Un hombre como yo puede ser contable o ingeniero. Hasta podría dirigir una factoría o sentarse tras un escritorio y votar en las reuniones de directorio. Y eso no significa nada. Sea lo que fuere, será rutina. Yo podría llegar a descubrir mi vida del principio al fin. No habría aventura, ni ninguna incertidumbre.

—Eres un filósofo, Williams. Prosigue.

—Y están las colonias, pero no me atrae la vida de horticultor en Marte o de centinela de tanques en Venus. Lo que me subyuga es la vida en los asteroides. Allí vives entre la dureza y el peligro. Un hombre puede elevarse hasta la posición de poder que tú tienes. Y como has dicho, el poder da sentido a la vida.

—¿Y te has embarcado en una nave espacial vacía?

—Ignoraba que estuviese vacía. Debía embarcarme de algún modo y en cualquier cosa. Los pasajes espaciales legítimos son muy caros y un pasaporte a los asteroides, en estos días, no se obtiene con facilidad. Me había enterado de que esta nave integraba una expedición cartográfica, así se decía, y que se dirigía a los asteroides. De modo que he estado aguardando hasta el instante de la partida. Ese ha sido el momento en que todos estaban ocupados en los preparativos y las puertas exteriores aún abiertas. Un amigo mío ha puesto al centinela fuera de circulación.