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»He supuesto que descenderíamos en Ceres. Para cualquier expedición a los asteroides ésa es la base principal. Llegado allí, me parecía simple esfumarme sin problemas. La tripulación estaría compuesta por astrónomos y matemáticos. Les quitas las gafas y los dejas ciegos; les apuntas con un desintegrador y se te mueren de terror. Una vez en Ceres, me conectaría con los pi…, los hombres de los asteroides de una u otra manera. Simple.

—Sólo que has tenido la gran sorpresa al recorrer la nave ¿No es eso? —preguntó Antón.

—Te lo diré. Nadie a bordo, y antes de que lograra comprenderlo, antes de que comprobase que realmente no había nadie a bordo, ya partía la nave.

—¿Y cómo ha sido, Williams? ¿Cómo ha sido que has deducido tu situación?

—No la he deducido; la he comprobado por mí mismo.

—Bien, veremos qué se puede averiguar. Tú y yo juntos —hizo un gesto con el desintegrador y ordenó, secamente—: Ven.

El jefe pirata se encaminó hacia el corredor central de la nave. Un grupo de hombres emergió de una de las puertas. Comentaban con breves palabras lo que habían visto, pero callaron al ver los ojos de Antón, quien les dijo:

—Acercaos.

Los hombres obedecieron. Uno de ellos se atusó el bigote entrecano con el dorso de la mano y dijo:

—Nadie más a bordo de la nave, capitán.

—Bien. ¿Qué me dices de la nave?

En un principio habían sido cuatro. Ahora otros hombres se unían al grupo.

La voz de Antón se hizo más fuerte.

—¿Qué pensáis todos vosotros de la nave?

Dingo se abrió paso entre sus compinches.

Se había quitado el traje espacial y Lucky pudo verlo tal como era. Y no resultaba una figura agradable. Era muy corpulento, pesado, y sus brazos se arqueaban apenas y pendían, sueltos, de los hombros voluminosos. Había abundantes pilosidades oscuras en los nudillos de sus dedos y la cicatriz del labio superior se estremecía. Sus ojos midieron a Lucky.

—No me gusta —dijo.

—¿No te gusta la nave? —preguntó Antón, con sequedad.

Dingo dudó por un segundo. Luego enderezó sus hombros y sus brazos y afirmó:

—Apesta.

—¿Por qué? ¿Por qué lo dices?

—La podríamos desguazar con un abrelatas. Pregúntale a los demás y verás que están de acuerdo conmigo. A este cesto lo han armado con palillos. En menos de tres meses se hará trizas.

Hubo murmullos de asentimiento. El hombre de los bigotes grises dijo:

—Excúseme usted, capitán, pero los conductores están a la vista; es un trabajo que no vale nada. Ya casi tienen la capa aislante quemada.

—Las soldaduras parecen haber sido hechas de prisa —dijo otro—. La han preparado así —haciendo chasquear los dedos índice y pulgar.

Antón preguntó:

—¿Y repararla?

—Nos llevaría un año y un domingo —repuso Dingo—. No merece la pena. Además no lo podríamos hacer aquí. Tendríamos que llevarla a una de las rocas.

Antón se volvió hacia Lucky y explicó con tono suave:

—Siempre nos referimos a los asteroides bajo el nombre de «rocas», ¿comprendes?

Lucky asintió con la cabeza.

Antón prosiguió:

—En apariencia mis hombres no se interesan por esta nave. ¿Por qué crees que el gobierno terrestre habrá enviado una nave vacía y en tan pésimo estado?

—Cada vez me siento más confundido con este asunto —respondió Lucky.

—Pues prosigamos con nuestra investigación.

Antón abrió la marcha. Lucky le siguió de cerca. Los hombres marchaban por detrás, en silencio. El joven sintió que su nuca le escocía. La espalda de Antón estaba relajada, tranquila, ya que él no temía la posibilidad de un ataque por parte de su seguidor. Pero, a espaldas de Lucky, avanzaban diez hombres armados y carentes de escrúpulos.

Fueron examinando los pequeños compartimentos, diseñados para economizar al máximo el espacio. Encontraron el cuarto de computación, el pequeño observatorio, el laboratorio fotográfico, la cocina y las literas.

Se deslizaron hacia el nivel inferior a través de un tubo curvo y estrecho dentro del cual el campo artificial de gravedad estaba neutralizado, de modo que cualquier dirección podía ser «arriba» o «abajo», a voluntad. Lucky fue enviado hacia abajo el primero y Antón le siguió. Y lo hizo tan de cerca que Lucky apenas tuvo el tiempo necesario para dejar libre la vía, mientras sus piernas se habían encorvado con la repentina recuperación de peso; el jefe pirata ya estaba encima de él y sus pesadas botas espaciales cayeron a unos pocos centímetros de la cara del hombre del Consejo de Ciencias.

Lucky recuperó el equilibrio y se volvió con ira en los ojos, pero Antón estaba allí, de pie, sonriendo complacido, y su desintegrador apuntaba al corazón de Lucky.

—Mil perdones —dijo el pirata—. Por fortuna eres muy ágil, según veo.

—Sí —murmuró Lucky.

En el nivel inferior se hallaban el compartimiento de motores y el de la central energética. Además, los anclajes de los cohetes salvavidas. Recorrieron los depósitos de combustible de alimentos y de agua, los renovadores de aire y el escudo atómico.

Antón preguntó con voz tranquila:

—¿Qué piensas de todo esto? Todo falso, quizá, pero no veo nada fuera de lugar.

—Es difícil decirlo así, sin más ni más —repuso Lucky.

—Pero tú has vivido en esta nave durante varios días.

—Sí, pero no he gastado mi tiempo en investigaciones. Sólo he aguardado a llegar a alguna parte.

—Oh, eso has hecho. Bien, arriba, entonces.

Lucky fue el primero en el tubo para subir. Pero esta vez, apenas tocó el piso, de un brinco felino se hizo a un lado.

Transcurrieron varios segundos antes de que Antón emergiese del tubo.

—¿Nervioso? —inquirió.

Lucky se sonrojó.

Uno tras otro, aparecieron los piratas. Antón no aguardó a todos ellos, sino que se encaminó por el corredor.

—Mira —dijo—, tal vez creas que hemos recorrido toda la nave. Casi todos lo asegurarían. Hasta tú mismo, ¿no dirías que la hemos recorrido por completo?

—No —respondió Lucky con voz calmosa—, no lo diría. No hemos ido al lavabo.

Antón frunció el ceño y por varios segundos el gesto afable se borró de su rostro; una ira ciega y violenta relampagueó en sus facciones.

Luego todo se desvaneció. Se acomodó el cabello que le caía sobre la frente, observando con interés el dorso de su mano izquierda.

—Bien, veremos qué hay allí.

Muchos de los piratas silbaron y los restantes emitieron exclamaciones del más diverso calibre cuando la puerta se abrió.

—Muy bonito —murmuró Antón—. Muy bonito. Lujurioso, se podría decir.

¡Y lo era! Sin duda alguna. Había duchas separadas, tres en total, con grifos para agua jabonosa -templada- y agua pura -caliente o fría-. Había también media docena de lavabos de cromo-marfil, provistos de jabón líquido, secadores de cabello, masajeadores vibratorios. Nada de lo necesario se había olvidado.

—¡Vaya! Nada de esto es falso —observó Antón—. Es como un programa de la cadena sub-etérica, ¿eh, Williams? ¿Qué opinas tú de esto?

—Estoy confundido.

La sonrisa de Antón se desvaneció como la estela de una nave espacial lanzada a toda velocidad.

—Yo no lo estoy. Dingo, ven aquí.

El jefe pirata se volvió hacia Lucky:

—Es un problema simple. Aquí tenemos una nave sin tripulación a bordo, equipada del modo más económico posible, como si hubiese sido preparada muy de prisa, pero con un lavabo que es la última palabra. ¿Por qué? Supongo que, justamente, se ha tratado de colocar la mayor cantidad posible de tuberías dentro del lavabo. ¿Y por qué? Para que no pensemos que uno o dos de los caños son falsos… ¿Cuál es, Dingo?