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Dingo pateó un caño.

—No lo patees, maldito idiota. Desármalo.

Dingo obedeció. Una pistola micro-térmica emitió su rayo por un segundo. El pirata extrajo un manojo de conductores.

—¿Qué es eso, Williams? —preguntó Antón.

—Conductores —fue la respuesta seca.

—Eso ya lo sé yo, estúpido. —Una furia repentina lo invadía—. ¿Qué más? A ti te pregunto qué más. Estos conductores están preparados para hacer estallar toda la carga de atomita que haya a bordo, tan pronto como llevemos la nave a nuestra base.

Lucky se sobresaltó.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Te sorprende? ¿No sabías que ésta era una enorme trampa? ¿No sabías que se ha pensado que nosotros llevaríamos la nave a nuestra base para repararla? ¿No sabías que también han pensado que explotaríamos nosotros y la base y que quedaríamos reducidos a cenizas calientes? Tú estás aquí como cebo, para que nos engañemos por completo. ¡Pero yo no soy tonto!

Los piratas estrecharon su círculo. Dingo se relamía.

Con un movimiento veloz Antón levantó el desintegrador y no había piedad, ni siquiera sombra de piedad, en sus ojos.

—¡Aguarda! ¡Gran Galaxia! ¡Aguarda! No sé nada de todo esto. No tienes derecho a matarme sin motivos. —Los músculos de Lucky estaban tensos, listos para la pelea final, antes de la muerte.

—¡No tengo derecho! —los ojos de Antón centelleaban, pero su desintegrador dejó de apuntar—. Y te atreves a decir que no tengo derecho. En esta nave tengo todos los derechos.

—No puedes matar a un hombre valioso. La gente de los asteroides necesita de buenos hombres. No desprecies a uno sin motivos.

Un murmullo repentino, inesperado, se elevó de entre los piratas. Una voz dijo:

—Tiene buenas agallas, capitán. Podemos usarlo…

La voz se apagó cuando Antón echó una mirada en su dirección.

El jefe pirata se enfrentó a Lucky:

—¿Por qué eres un hombre valioso, Williams? Respóndeme y lo tomaré en cuenta.

—Le puedo hacer frente a cualquiera aquí. A puño limpio o con cualquier arma.

—¿Ah, sí? —los dientes de Antón quedaron al descubierto—. ¿Habéis oído, vosotros?

Hubo un gruñido afirmativo.

—Tú eres el desafiante, Williams. Cualquier arma. ¡Estupendo! Si sales de ésta con vida, no te mataré. Podrás ocupar un puesto en mi tripulación.

—¿Tengo tu palabra, capitán?

—Tienes mi palabra y yo jamás quebranto mi palabra. La tripulación me ha oído. Si sales de ésta con vida.

—¿Contra quién pelearé?

—Con Dingo. Uno de los buenos. Quienquiera que logre vencerlo es muy bueno.

Lucky midió la enorme masa de huesos y nervios de pie frente a él; los ojillos del pirata brillaban con anticipada alegría y, con pesar, se dijo que estaba de acuerdo con el jefe.

Sin embargo, con voz firme, preguntó:

—¿Con armas o a puño limpio?

—¡Armas! Cilindros impelentes, para ser exacto. Cilindros impelentes en el espacio completamente abierto.

Por unos segundos Lucky no logró conservar una expresión neutra.

Antón sonrió.

—¿Temes que la prueba no sea adecuada para ti? No temas. Dingo es el mejor hombre con un cilindro impelente en todo nuestro grupo.

El corazón de Lucky estaba a punto de detenerse. Este tipo de duelo era sólo para expertos. ¿Quién no lo sabía? En sus días de estudiante lo había practicado como un juego.

En una pelea contra un profesional, significaba la muerte. ¡Y él no era un profesional!

4. DUELO DE VERDAD

Los piratas se apiñaron en la parte exterior del Atlas y de su propia nave de diseño sirio. Algunos estaban de pie, sostenidos por el campo magnético de sus botas; otros, a fin de favorecer la visión, estaban suspendidos de cortos cables magnéticos unidos al casco del navío espacial.

A una distancia de ochenta kilómetros dos planchas metálicas habían sido fijadas para cumplir las veces de vallas. Comprimidas a bordo de la nave, las planchas metálicas no medían más de diez centímetros cuadrados; al desplegarse en el espacio libre, se revelaron como piezas laminadas de berilo al magnesio, de treinta metros de lado cada una. En el vacío no mostraban estar averiadas y nada empañaba el brillo del metal; ambas giraban y los reflejos centelleantes del sol en sus superficies pulidas emitían rayos que eran, sin duda, visibles a mucha distancia.

—Conocéis las reglas —la voz de Antón sonaba recia en los oídos de Lucky y, tal vez, también en los de Dingo.

El joven divisaba la figura de su contendiente, cubierta por el traje espacial, como una mancha de luz a más de un kilómetro de distancia. El cohete salvavidas que los había llevado hasta el lugar ya se alejaba, en su camino de regreso hacia la nave pirata.

—Conocéis las reglas —repitió la voz de Antón—. El primero que sea obligado a retroceder hacia su propia portería es el perdedor. Si ninguno de los dos retrocede a su portería, perderá aquel cuya arma impelente quede agotada primero. No habrá tiempo límite. No hay posición fuera de juego. Tenéis cinco minutos para colocaros en vuestros puestos. El arma impelente no puede ser utilizada hasta que se dé la voz de iniciación del duelo.

No hay posición fuera de juego, pensó Lucky. Aquí está la trampa. Los duelos con cilindros impelentes, practicados como deporte legal, no podían desarrollarse a más de ciento sesenta kilómetros de distancia de un asteroide que, por lo menos, debía tener ochenta y cinco kilómetros de diámetro; el cuerpo celeste proyectaría una atracción gravitacional pequeña, pero significativa sobre los contendientes; tal atracción no llegaría a afectar la movilidad; en cambio, sería suficiente para rescatar al participante que se hallara a kilómetros de distancia en el espacio con su arma impelente agotada. Si no era recogido por el cohete de rescate, sólo tenía que permanecer inmóvil y, en el término de horas o a lo sumo de uno o dos días, sería atraído hacia la superficie del asteroide.

Aquí, por otra parte, no había asteroide alguno de ese tamaño en cientos de miles de kilómetros a la redonda. Una impulsión podría continuar en forma indefinida. Su fin podría o no estar en el Sol, largo tiempo después de que el desafortunado participante del duelo hubiese muerto por asfixia, cuando su oxígeno se agotase. En tales condiciones, lo normal era entender que, cuando uno u otro de los duelistas pasara fuera de los límites prefijados, se aguardaría hasta su regreso al campo de lucha.

Decir «no hay posición fuera de juego» equivalía a decir «hasta la muerte».

La voz de Antón llegaba clara y firme a través de los kilómetros de espacio vacío que lo separaban del receptor de radio situado en el casco de Lucky. Su orden fue:

—Dos minutos para el comienzo; ajustad las señales luminosas en los trajes.

Lucky levantó su mano hasta el pecho y accionó el interruptor allí conectado. La lámina metálica coloreada que, momentos antes estuviera magnéticamente adherida a su casco, ahora giraba. Era una valla en miniatura.

Unos segundos antes, la figura de Dingo no había sido más que un punto oscuro; ahora, de pronto, se presentó titilando como una llama rojiza. Su señal propia, como había observado Lucky antes de partir de la nave, era verde y las planchas metálicas eran de blanco puro.

Aun en este momento, una porción de la mente de Lucky se hallaba bien lejos. Muy al inicio de la situación, había intentado plantear una objeción:

—Mira, todo esto me parece muy bien, te lo aseguro. Pero mientras estemos allí fuera, una nave de patrullaje del gobierno terrestre podría…

Lleno de desdén Antón repuso:

—No tengas cuidado. Ninguna nave de patrullaje tendrá el valor necesario para adentrarse tanto entre las rocas. Tenemos cien naves al alcance de nuestra llamada, mil rocas en las que podríamos ocultarnos si nos es imprescindible la retirada. Ponte el traje.