¡Cien naves espaciales! ¡Mil rocas! Si esto era verdad, hasta ahora los piratas no habían mostrado jamás su real poderío. ¿Qué podía ocurrir?
—¡Un minuto! —anunció la voz de Antón a través del espacio.
Sin vacilaciones, Lucky cogió sus dos armas impelentes. Eran objetos en forma de L conectados mediante tubos de una goma especial y flexible a los cilindros llenos de bióxido de carbono líquido, a altísima presión que estaban ceñidos a su cintura. En épocas anteriores, los tubos se fabricaban con malla metálica; pero, aunque el material era más fuerte, también resultaba más pesado, y se sumaba al impulso y a la inercia de las armas. En los duelos de impulsión apuntar y disparar con rapidez era esencial. Tan pronto como se inventó la silicona fluorada, y ya que podía mantenerse como una goma flexible a la temperatura del espacio, sin experimentar cambios por la influencia directa de los rayos del sol, este material más liviano había sido universalmente adoptado para los tubos de conexión.
—¡Preparados! ¡Disparen! —gritó Antón.
Una de las armas impelentes de Dingo, por un instante, disparó su reguero. El bióxido de carbono líquido del cilindro burbujeó con violencia, convertido en gas, y brotó por el orificio diminuto del arma. El gas se congeló en un hilo de cristales pequeñísimos, a quince centímetros del punto de emersión; en el medio segundo necesario para que se formara la línea de cristales, ésta ya alcanzaba kilómetros de longitud, y se desplazaba en una dirección, en tanto que Dingo lo hacía en la contraria.
Era, en miniatura, una nave espacial y la estela de sus cohetes.
Por tres veces el «hilo de cristal» relampagueó y se perdió en la distancia; apuntaba hacia el espacio, en dirección contraria a la posición de Lucky y cada vez Dingo ganaba velocidad en dirección a su rival. En ese instante era muy arriesgado evaluar la situación.
El único cambio visible era el gradual aumento de intensidad de las señales luminosas del traje de Dingo, pero Lucky sabía que la distancia entre ambos se acortaba en forma violenta.
Lo que el joven miembro del Consejo de Ciencias ignoraba era la estrategia adecuada, la defensa más eficaz. Aguardó a que los movimientos ofensivos de su adversario se desarrollaran.
Dingo, a causa de su gran volumen, ya se dibujaba como una sombra humanoide, con cabeza y cuatro extremidades, y se dirigía hacia un lado, sin hacer nada por disparar contra su oponente. Parecía bastarle con desplazarse hacia la izquierda de Lucky.
Pero éste aguardó aún. El coro de gritos confusos que resonaba, momentos antes, en su casco, se había disipado; su origen estaba en los transmisores abiertos de los piratas.
Aunque se hallaban demasiado distantes para ver a los duelistas, podían seguir el avance de las señales luminosas y los relámpagos de los disparos de bióxido de carbono. «Aguardan algo», pensó Lucky.
Y de pronto se produjo.
Una estela de bióxido de carbono y luego otra surgieron de la derecha de Dingo y su trayectoria era directa hacia su adversario.
Lucky elevó su arma impelente, listo para disparar hacia abajo y evitar un acercamiento de posiciones. «La estrategia más segura, pensó, es ésta, moverse lo menos posible y con la mayor lentitud posible, a fin de conservar el bióxido de carbono.»
Pero Dingo ya no avanzaba en dirección a Lucky. Disparó en línea recta, hacia el frente, y comenzó a retroceder. Lucky lo observó y ya era tarde cuando sus ojos advirtieron el rayo de luz.
La línea de bióxido de carbono que Dingo disparara en último término avanzó hacia adelante, pero él se había desplazado hacia la izquierda y otro tanto ocurrió con la estela de cristales. Las dos impulsiones combinadas hicieron que el disparo fuese directamente hacia el joven e hiciera blanco en su hombro izquierdo.
Lucky sintió que una verdadera explosión lo abatía. Los cristales eran delgados, pero larguísimos y se movían a kilómetros por segundo y todos se estrellaron contra su traje en lo que pareció la mínima fracción de un parpadeo. La figura de Lucky se estremeció y en los oídos del joven resonaron las palabras aprobatorias de los piratas:
—¡Le has dado, Dingo!
—¡Qué disparo!
—En línea recta a su valla. ¡Míralo!
—¡Estupendo! ¡Estupendo!
—¡Mira cómo gira el bufón!
Pero por detrás de esa algarabía, hubo murmullos que parecían menos entusiásticos.
Lucky giraba o, más bien, sus ojos veían girar el cielo y todos los astros que en él había. Las estrellas atravesaban la placa visora de su casco como blancas estelas, como si ellas mismas fueran chispas de billones de cristales de bióxido de carbono.
No podía ver más que innumerables trazos lumínicos confusos. Por un segundo pareció que la explosión le había arrebatado la capacidad de pensamiento.
Un nuevo blanco, esta vez a la altura de la boca del estómago, y otro en la espalda, lo impulsaron más lejos aún en su camino mortal a través del espacio.
Debía hacer algo, porque de lo contrario Dingo haría de él un balón de fútbol de uno a otro extremo del Sistema Solar. Antes que nada debía detener el movimiento giratorio y recuperar su equilibrio. Ahora rodaba con una trayectoria diagonal, el hombro izquierdo casi unido a su muslo derecho; apuntó su arma en dirección opuesta y los regueros luminosos de bióxido de carbono se expandieron del caño una y otra vez.
Las estrellas hicieron más lenta su marcha, hasta convertirse en puntos definidos, casi inmóviles. El cielo tornó a ser el cielo familiar del espacio.
Una estrella titilaba con fuerza, con un brillo sin igual. Lucky sabía que se trataba de su propia valla. Casi en posición diametralmente opuesta, refulgía la señal de rojo furioso de Dingo. No podía impulsarse hacia el otro lado de su plancha metálica, porque, en ese caso el duelo estaría concluido y él sería el perdedor. Más allá de la plancha y a un kilómetro y medio de ella era la regla normal que fijaba la situación de fuera de combate. Por otra parte, no se podía permitir una mayor cercanía con respecto de su oponente.
En línea recta por encima de su cabeza elevó su pistola impelente y disparó. Durante un largo minuto mantuvo el contacto abierto y en los sesenta segundos experimentó la fuerza de la presión sobre la parte superior de su casco, mientras su marcha se aceleraba en pronunciado descenso.
Era una maniobra desesperada, porque en un minuto arrojó al espacio una carga de gas que le hubiera bastado para media hora.
Dingo, lleno de furia, gritó con voz ronca:
—¡Maldito cobarde! ¡Puerco cochino!
Los gritos de los espectadores también se elevaron con ira.
—¡Míralo cómo huye!
—Ha huido. ¡Dale alcance, Dingo!
—Eh, Williams, pelea.
Lucky vio el destello encarnado de la luz de su enemigo.
Debía mantenerse en movimiento. No podía hacer otra cosa. Dingo era un experto y podía hacer blanco en un meteorito de tres centímetros en el instante en que lo viese caer. Con pesadumbre, Lucky pensó que él podría hacer blanco en Ceres, siempre que estuviese a menos de dos kilómetros.
Hizo uso alternativo de sus armas impelentes. A izquierda, a derecha; luego, de prisa a la derecha, a la izquierda y a derecha nuevamente.
Pero era inútil. Dingo parecía ser capaz de prever sus movimientos, de adelantarse en línea oblicua, de avanzar siempre, inexorable.
Lucky sintió que las gotas de sudor recorrían su frente y de pronto percibió el silencio.
No le era posible recordar el momento mismo en que se había producido, pero se había concretado como la ruptura de un hilo, en forma abrupta. En un instante las risas y los gritos de los piratas, se habían convertido en el silencio mortal del espacio, donde ningún sonido sería oído jamás.