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¿Habría traspuesto el límite del alcance de las naves? ¡Imposible! Aun los más simples radiotransmisores de un traje espacial podían abarcar varios kilómetros en el espacio. Elevó al máximo el dial de captación en su pecho.

—¡Capitán Antón!

Pero fue la ruda voz de Dingo la que respondió.

—No grites. Te oigo muy bien.

Lucky ordenó:

—¡Pide una tregua! Hay alguna avería en mi radio.

Dingo estaba cerca nuevamente y ya se advertía su forma humana. Una línea relampagueante de cristales y se aproximó aún más.

Lucky trató de alejarse, pero el pirata no le daba respiro.

—Ninguna avería —explicó Dingo—. Está «tocada». He aguardado para esto. Podría haberte sacado del campo hace largo rato, pero he estado aguardando a que tu radio quedara fuera de combate. He «tocado» un pequeño transistor antes de que te pusieras el traje. Pero puedes hablar conmigo todavía. Tiene un alcance de dos o tres kilómetros ahora. Vaya, al menos podrás hablar conmigo por unos minutos más.

Paladeó su propia chanza entre rotundas carcajadas.

Lucky dijo:

—No comprendo.

La voz de Dingo, al responder, sonaba cruel y amenazante:

—Tú me cogiste en la nave con mi desintegrador en la funda. Me has tenido en una trampa. Me has hecho pasar por tonto. Nadie me pone una trampa y no permito que nadie me haga pasar por tonto y viva mucho tiempo después de eso. Y no te dejaré escapar a otro lugar para terminar contigo. ¡Te liquidaré aquí mismo! ¡Ahora mismo!

Dingo estaba muy cerca ahora. Lucky casi podía distinguir sus facciones por detrás de la placa de glasita de su casco.

El joven consejero abandonó sus intentos de fluctuar de un lado a otro. Eso lo conduciría, concluyó, a estar siempre fuera de condiciones de maniobrabilidad. Se decidió por volar en línea recta, alejándose a buena velocidad mientras la presión del bióxido de carbono se lo permitiese.

Pero ¿y luego? ¿Tendría que contentarse con morir en medio de la huida?

Debía presentar pelea. Apuntó hacia Dingo pero ya no estaba cuando la línea de cristales atravesó el espacio en que, un instante atrás, él había estado. Repitió el intento una y otra vez. Pero Dingo era un demonio para evadirse.

Y luego, Lucky sintió el duro impacto de un disparo de su contrincante y se halló girando nuevamente. Con desesperación trató de detenerse, pero antes de que lo lograra su cuerpo y el del pirata chocaron con fuerza.

Dingo lo cogió por el traje, abrazándolo con rudeza.

Casco contra casco. Visor contra visor.

Lucky veía la cicatriz blanca que hendía el labio superior de su contrincante; la vio ensancharse mientras Dingo sonreía:

—Hola, muchacho. Encantado de verte.

Por un segundo Dingo se separó, en apariencia, al aflojar sus brazos. Los muslos del pirata oprimían las rodillas de Lucky y su fuerza simiesca inmovilizaba al joven, cuyos músculos intentaron liberarse de la prisión, pero sin lograrlo.

La separación parcial de Dingo sólo tenía por objeto liberar sus brazos, uno de los cuales se elevó sosteniendo la pistola impelente, mientras disparaba. El impacto recayó, directo, sobre la placa visora del casco y la cabeza de Lucky se dobló hacia atrás, bajo el poder del disparo repentino y mortal. El brazo inexorable tornó a elevarse, en un balanceo, mientras el otro sostenía por detrás la nuca del joven.

—Quieto —gruñó el pirata—, que estoy a punto de liquidarte.

Lucky sabía que ésa era la más literal de las verdades, a menos que actuara de prisa. La glasita era resistente y flexible, pero resistiría sólo mientras el metal lo hiciese.

Levantó el dorso de su mano enguantada y empujó hacia atrás el casco de Dingo, extendiendo el brazo. El pirata echó la cabeza a un lado y se liberó del brazo de Lucky, y por segunda vez empuñó ambas pistolas impelentes.

Lucky dejó caer sus armas, que quedaron suspendidas de sus tubos de conexión, y con un movimiento veloz y certero cogió los tubos de las pistolas de Dingo. Los dedos de sus guantes de acero convirtieron el material flexible en hilos; en sus brazos, los músculos se tensaron hasta que la sensación de dolor lo detuvo; sus mandíbulas se petrificaron en el esfuerzo y la sangre brincó en sus sienes.

Dingo, con la boca desfigurada en una mueca de gozo anticipado, no veía más que el rostro descompuesto de su víctima a través de la placa visora transparente: era un rostro contorsionado por el terror, pensaba el pirata.

Una vez más refulgió un disparo. Una diminuta estrella relumbró en el lugar en que el metal había sido tocado.

Luego sucedió algo más y todo el universo pareció enloquecer.

Primero uno y luego, casi inmediatamente, el otro, ambos tubos conectores de las dos pistolas impelentes de Dingo se abrieron y una incontrolable corriente de bióxido de carbono emergió de cada uno de los tubos averiados.

Los restos de ambos conectores se retorcieron como víboras enloquecidas y Lucky se sintió arrojado, dentro de su propio traje, a uno y otro lado, en violenta reacción frente a la fuerza aceleratoria incontrolable.

Dingo aulló, sorprendido y furioso y su abrazo cedió.

Ambos estaban casi separados, pero Lucky se cogió con fuerza de un tobillo del pirata.

La potencia de la corriente de bióxido de carbono disminuyó, y Lucky se fue alzando por la pierna de su contrincante, alternando ambas manos para izarse.

En apariencia estaban detenidos, ahora.

Las últimas bocanadas de gas no les habían impreso ningún movimiento rotativo perceptible.

Los tubos de las armas de Dingo estaban muertos, sueltos, extendidos hacia abajo. Todo parecía quieto, tan quieto como la muerte misma.

Pero era una ilusión. Lucky sabía que ambos se movían a kilómetros por segundo en cualquiera que fuese la dirección en que los había impulsado el bióxido de carbono. Estaban los dos solos y perdidos en el espacio.

5. EL ERMITAÑO EN LA ROCA

Ahora Lucky estaba sobre la espalda de Dingo y sus muslos le apretaban la cintura.

Le habló con tono suave y terminante:

—¿Me oyes, Dingo, no es verdad? No sé dónde estamos ni hacia dónde vamos, pero tú tampoco lo sabes. De modo que nos necesitamos mutuamente, Dingo. ¿Harás un pacto conmigo? Tú puedes saber dónde estamos porque tu radio puede llegar hasta las naves, pero no puedes regresar sin bióxido de carbono. Yo tengo bastante para los dos, pero te necesito para que guíes.

—Al espacio contigo, ¡basura! —vociferó Dingo—. Cuando haya terminado contigo, yo tendré los cilindros impelentes.

—No lo creo —respondió Lucky con frialdad.

—También te piensas que los has despistado a ellos. ¡Adelante! ¡Adelante, cochino embaucador! ¿Y qué ganarás? El capitán vendrá por mí donde quiera que esté y tú estarás por allí, flotando a la deriva, con el casco deshecho y la sangre congelada sobre tu cara.

—No, amigo mío. Hay algo en tu espalda, y tú lo sabes. Quizá no lo puedas sentir a través del metal, pero está aquí. Te lo aseguro.

—Una pistola impelente. ¿Y qué? Eso no quiere decir nada mientras estemos juntos.

Pero sus brazos cesaron de contorsionarse para coger a Lucky.

—No soy un profesional de duelos a pistola impelente —Lucky parecía contento de poder declarar tal cosa—. Pero aun así sé mucho más que tú acerca de este tipo de pistolas. Los disparos se intercambian a kilómetros de distancia. No hay resistencia de aire que aminore la velocidad o cambie el curso de la corriente de gas, pero hay resistencias internas. Siempre se produce alguna turbulencia en la corriente. Los cristales se entrechocan y su velocidad disminuye. La línea de gas se hace más ancha. Si no hace blanco, se esparce en el espacio y se desvanece, pero si hace blanco, aún puede golpear como la coz de una mula, después de kilómetros de recorrido.