Выбрать главу

La sonrisa de la otra mujer traslucía orgullo y satisfacción a partes iguales.

—Como vos misma dijisteis, son los veleros más rápidos del mundo. Los segundos más veloces tardarían ese tiempo más la mitad en cualquier distancia, y a la mayoría les llevaría el doble. Las embarcaciones costeras que se ciñen al litoral y anclan en aguas someras todas las noches —resopló despectivamente—, necesitan diez veces ese tiempo.

—Jorin, ¿querríais enseñarme lo que acabáis de hacer?

La Detectora de Vientos la miró fijamente, con los oscuros ojos muy abiertos y brillantes a la menguante luz del día.

—¿Enseñaros? Pero si sois una Aes Sedai.

—Jorin, jamás he entretejido un flujo que llegara a ser ni la mitad de grueso que los que estabais manejando. ¡Y el alcance tan increíble! Estoy impresionada.

La Detectora de Vientos la contempló unos instantes más, no con desconcierto ya, sino como si intentara grabar el rostro de Elayne en su mente. Al cabo, se besó los dedos de la mano derecha y luego los puso sobre la boca de la heredera del trono.

—Si la Luz quiere y lo permite, ambas aprenderemos.

21

En el Corazón de la Ciudadela

La nobleza teariana abarrotaba la gran cámara abovedada con sus enormes columnas de piedra roja elevándose en las sombras, por encima de las lámparas doradas colgadas de cadenas. Los Grandes Señores y sus damas formaban un apretado anillo debajo de la bóveda central, con los nobles de menor grado alineados detrás en hileras e hileras que rebasaban el bosque de columnas, todos ellos ataviados con sus mejores terciopelos, sedas y encajes, amplias mangas, gorgueras y sombreros picudos, todos murmurando con inquietud de manera que el alto techo repetía el eco de un sonido que recordaba el de una bandada de nerviosos gansos. Sólo los Grandes Señores habían sido convocados aquí con anterioridad, al Corazón de la Ciudadela, y sólo lo habían hecho cuatro veces al año, conforme exigían por igual la ley y la costumbre. Ahora acudían todos, salvo los que estaban ausentes en alguna otra parte del país, a requerimiento de su nuevo señor, quien ahora hacía la ley y rompía la costumbre.

La apiñada multitud abrió paso a Moraine tan pronto como vio quién era, de modo que ella y Egwene avanzaron por el hueco abierto. La ausencia de Lan irritaba a la Aes Sedai. No era propio de él desaparecer cuando podría necesitarlo; su costumbre era velar por su seguridad como si ella fuera incapaz de defenderse sola, sin la ayuda de un Guardián. De no tener la facultad de percibir el vínculo que los unía, lo cual le permitía saber que no podía estar muy lejos de la Ciudadela, se habría preocupado.

Lan sostenía un combate tan reñido con los lazos que lo estaban atando a Nynaeve como el que sostenía siempre contra los trollocs en la Llaga; pero, por mucho que él se resistiera, esa joven lo había atado tan firmemente como en su momento lo hizo ella misma, aunque de otra manera. Empero, le iba a resultar tan imposible romper este vínculo como partir acero con las manos desnudas. No es que estuviera celosa, exactamente, pero Lan había sido su brazo armado, su escudo y su compañero durante tantos años que no estaba dispuesta a renunciar a él sin poner obstáculos. «En este asunto, he hecho lo que tenía que hacer. Ella lo tendrá si muero, pero no antes. ¿Dónde se ha metido ese hombre? ¿Qué estará haciendo?»

Una mujer con cara de caballo que llevaba un vestido rojo y gorguera de encaje, una Señora de la Tierra llamada Leitha, retiró sus faldas con demasiada insistencia, y Moraine la miró. Simplemente la miró, sin aminorar el paso, pero la mujer se estremeció y agachó los ojos. Moraine se felicitó para sus adentros. Aceptaba que esta gente odiara a las Aes Sedai, pero no aguantaría la descarada grosería encima de los desaires velados. Además, los otros se retiraron otro paso al ver que Leitha agachaba las orejas.

—¿Estás segura de que no hizo alguna alusión a lo que piensa anunciar? —preguntó en voz queda. En medio del runrún reinante nadie que estuviera a tres pasos escucharía sus palabras, y los tearianos se encontraban ahora a esa distancia. No le gustaba que oyeran lo que hablaba.

—Ninguna —respondió Egwene en voz igualmente comedida. Por su tono parecía tan irritada como se sentía la propia Moraine.

—Han corridos rumores.

—¿Qué clase de rumores?

La muchacha no era tan experta controlando el gesto y la voz; saltaba a la vista que no había oído los comentarios de lo que ocurría en Dos Ríos. Por el contrario, apostar a que tampoco Rand lo sabía haría de su caballo un perdedor.

—Deberías procurar que se sincerara contigo. Necesita que alguien lo escuche, y le haría bien hablar de sus problemas con alguien en quien confía.

Egwene le lanzó una mirada de soslayo. Había aprendido mucho para que esos sencillos manejos funcionaran ya con ella. Aun así, Moraine había dicho algo indiscutible: que Rand necesitaba a alguien que lo escuchara y con ello aliviar el peso de su carga; podría funcionar.

—No es de los que hacen confidencias, Moraine. Oculta sus ansiedades y preocupaciones, y confía en ser capaz de solucionarlas antes de que alguien lo note. —Una expresión de cólera asomó fugazmente a su rostro—. ¡Es más obstinado que una mula!

La Aes Sedai sintió una momentánea compasión. Era comprensible que la muchacha no aceptara el hecho de que Rand paseara con Elayne del brazo, besándose en los rincones cuando creían que nadie los veía. Y Egwene todavía no sabía ni la mitad. El sentimiento de conmiseración apenas duró. Había demasiado en juego para que la chica perdiera el tiempo pendiente de algo que nunca podría ser, de todos modos.

A esas horas Elayne y Nynaeve debían de estar a bordo del bergantín, fuera de escena. Tal vez ese viaje pudiera confirmarle sus sospechas respecto a las Detectoras de Vientos, pero eso carecía de verdadera importancia. En el peor de los casos, las dos llevaban oro suficiente para comprar un barco y contratar una tripulación —cosa tal vez necesaria dados los rumores sobre Tanchico— y aún les sobraría para los sobornos, tan frecuentemente necesarios con los oficiales taraboneses. El cuarto de Thom Merrilin estaba vacío, y sus informadores le habían dicho que iba rezongando algo sobre Tanchico cuando salía de la Ciudadela; él se encargaría de que consiguieran una buena tripulación y que encontraran a los oficiales adecuados. El supuesto plan de rescate de Mazrim Taim era el que tenía más visos de realidad de los dos, pero sus mensajes a la Amyrlin se encargarían de ello. Las dos jóvenes se ocuparían de la casi improbable eventualidad de un misterioso peligro oculto en Tanchico, y así se las había quitado de encima y las había alejado de Rand. Lo único que lamentaba era que Egwene se hubiera negado a acompañarlas. La mejor solución habría sido que las tres hubieran regresado a Tar Valon, pero tendría que conformarse con Tanchico.

—Y, hablando de obstinación, ¿sigues empeñada en seguir adelante con ese plan de viajar al Yermo?

—Sí —respondió firmemente la joven. Le hacía falta volver a la Torre, entrenar su fuerza. «¿Qué pensará de esto Siuan? Probablemente me soltará uno de sus refranes sobre barcos y peces cuando le pregunte».

Por lo menos también se libraría de Egwene, y la chica Aiel cuidaría de ella. Tal vez las Sabias le enseñarían algo sobre el Sueño. La carta recibida había sido sorprendente, a pesar de que no podía hacer caso de la mayoría de lo que se decía en ella. El viaje de Egwene al Yermo tal vez resultara provechoso a largo plazo.

La última fila de tearianos se abrió, dejando un pequeño hueco, y Egwene y ella se encontraron ante el espacio vacío, debajo del centro de la inmensa bóveda. La inquietud de los nobles era aún más evidente allí; muchos tenían la vista clavada en los pies, como niños enfurruñados, y otros miraban al vacío sin ver nada. Era allí donde había estado guardada Callandor hasta que Rand la había cogido. Allí debajo de esa cúpula, sin que mano alguna la tocara durante más de tres mil años; sin que la tocara nadie hasta la llegada del Dragón Renacido. A los tearianos no les gustaba admitir la existencia del Corazón de la Ciudadela.