Suroth puso una barrera entre la voz de Alwhin y su cerebro. Nada de aquello era orden suya a excepción de que se retiraran, pero ella estaba por encima de las disputas entre sul’dam. Pura se las estaba ingeniando para ocultar algo; sus espías le habían informado que las mujeres de la Torre Blanca no podían mentir. Había resultado de todo punto imposible conseguir que Pura dijera la más pequeña mentira, como que un pañuelo blanco era negro, pero aquello no bastaba como prueba concluyente. Habría quien aceptaría las lágrimas de la damane y sus protestas de incapacidad, le hiciera lo que le hiciera la sul’dam; pero ninguno de los que lo aceptaran habría sido designado para dirigir el Regreso. Tal vez a Pura le quedaba algo de voluntad, o era lo bastante lista para aprovechar la creencia de que era incapaz de mentir. Ninguna de las mujeres sujetas por el collar que procedían del continente era totalmente obediente ni de fiar, como lo eran las damane traídas de Seanchan. Ninguna de ellas aceptaba realmente lo que eran, como lo hacían las damane seanchan. ¿Quién sabía los secretos que podía ocultar una que se proclamaba Aes Sedai?
No por primera vez, la Augusta Señora Suroth deseó tener a la otra Aes Sedai capturada en Punta de Toman. Habiendo dos a las que interrogar habría resultado más fácil coger las mentiras y los subterfugios, pero era un deseo irrealizable. La otra podía estar muerta, ahogada en el mar, o exhibida en la Corte de las Nueve Lunas. Algunos de los barcos que Suroth no había conseguido agrupar se las habían arreglado para regresar a través del océano, y en uno de ellos podía ir la mujer.
La propia Suroth había enviado un navío con informes cuidadosamente redactados hacía seis meses, tan pronto como se aseguró su posición al mando de los Precursores. A bordo del navío viajaban un capitán y tripulantes cuyas familias habían estado al servicio de la suya desde que Luthair Paendrag se proclamó a sí mismo emperador, casi mil años antes. Enviar el barco había sido una jugada arriesgada, ya que la emperatriz podía mandar a alguien para que ocupara el puesto de Suroth. Sin embargo, no hacerlo habría sido mucho más arriesgado; en tal caso sólo una victoria absoluta y aplastante la habría salvado. Puede que ni siquiera eso. En consecuencia, la emperatriz estaba enterada de lo de Falme, del desastre provocado por Turak y de la intención de Suroth de proseguir con la misión. Pero ¿qué opinaría de todo ello y qué medidas estaría tomando al respecto? Eso era un tema mucho más preocupante que cualquier cosa que estuviera relacionada con una damane, fuera lo que fuera antes de que se la sometiera con el collar.
Pero la emperatriz no lo sabía todo. Lo peor no podía confiarse a ningún mensajero, por muy leal que éste fuera. Únicamente pasaría directamente de los labios de Suroth a los oídos de la emperatriz, y Suroth se había esmerado en mantenerlo en secreto. Sólo quedaban vivas cuatro personas que estaban enteradas de ello, y dos de ellas jamás se lo contarían a nadie por propia voluntad.
—Únicamente tres muertes asegurarían su impenetrabilidad.
Suroth no se dio cuenta de que había mascullado esto último en voz baja hasta que Alwhin dijo:
—Y, no obstante, necesitáis vivas a las tres. —La mujer había adoptado una actitud adecuadamente sumisa, e incluso la estratagema de mantener agachados los ojos de manera que podía atisbar el más mínimo gesto de Suroth. También el tono de su voz era humilde—. ¿Quién sabe, Augusta Señora, lo que la emperatriz, ¡larga vida tenga!, podría hacer si se enterara del intento de ocultarle semejante información?
En lugar de responder, Suroth volvió a hacer el leve gesto con el que despedía a la sul’dam. De nuevo Alwhin vaciló, y en esta ocasión sólo podía deberse a una mera renuencia a marcharse; la mujer se estaba creciendo cada vez más. Después hizo una profunda reverencia y se retiró.
Suroth tuvo que hacer un esfuerzo para calmarse. La sul’dam y las otras dos era un problema que no estaba en condiciones de resolver ahora, pero la paciencia era condición indispensable para los miembros de la Sangre. Aquellos que no la tenían estaban abocados a terminar en la Torre de los Cuervos.
En la terraza, los sirvientes arrodillados acentuaron un poco más su postura inclinada cuando la aristócrata reapareció en ella. Los soldados mantenían la vigilancia para asegurarse de que nadie la molestara. Suroth regresó al lugar que ocupaba antes en la balaustrada, y esta vez contempló el mar, en la dirección donde se encontraba el continente, cientos de kilómetros al este.
Ser la persona que tuviera éxito dirigiendo a los Precursores, los que iniciaban el Retorno, le procuraría muchos honores. Puede que incluso la adopción en la familia de la emperatriz, aunque tal honor no estaba exento de complicaciones. Ser también quien capturara al tal Dragón, ya fuera falso o real, junto con los recursos obtenidos con el control de su increíble poder…
«Pero cuando lo capture, si lo capturo, ¿se lo entregaré a la emperatriz? Ésa es la cuestión».
Sus largas uñas empezaron a tamborilear de nuevo sobre la balaustrada de piedra.
2
Torbellinos en el Entramado
Tierra adentro soplaba un caluroso aire nocturno a través del vasto delta llamado Dedos del Dragón, un sinuoso laberinto de canales anchos y estrechos, algunos de ellos saturados de plantas acuáticas. Amplias extensiones de cañaverales separaban agrupaciones de islas bajas en las que crecían apretadas florestas de una especie de árbol cuyas raíces aéreas semejaban arañas y que sólo crecía en esta zona. Finalmente el delta daba paso a su fuente, el río Erinin, cuyo ancho cauce aparecía salpicado con las luces de las pequeñas embarcaciones de pesca con linterna. Tanto las barcas como las luces se mecieron con violencia, súbita e inesperadamente, y los pescadores más ancianos murmuraron sobre las cosas malignas que pasaban por la noche. Los jóvenes se rieron, pero tiraron de las redes con más ahínco, ansiosos por regresar a casa y alejarse de la oscuridad. Los cuentos populares aseguraban que el mal no podía traspasar el umbral de un hogar a menos que se lo invitase a entrar. Eso era lo que decían los cuentos, pero cuando se estaba en medio de la negrura de la noche…
El aroma a sal se había desvanecido por completo en el aire cuando éste llegó a la gran ciudad de Tear, erigida a orillas del río, donde las posadas y los comercios techados con tejas se alzaban al abrigo de los imponentes palacios que brillaban a la luz de la luna. Con todo, ninguno de esos palacios era la mitad de alto que la inmensa mole, semejante a una montaña, que se extendía desde el centro de la ciudad hasta el borde del agua: la Ciudadela de Tear, la legendaria fortaleza más antigua de la humanidad, erigida en los tiempos del Desmembramiento del Mundo. Mientras naciones e imperios ascendían y se desmoronaban sustituidos por otros que caían a su vez, la Ciudadela perduraba. Era la roca contra la que muchos ejércitos habían roto lanzas, espadas y corazones a lo largo de tres mil años. Y en todo ese tiempo jamás había sucumbido a las fuerzas invasoras. Hasta ahora.
Las calles de la ciudad, las tabernas y las posadas aparecían casi desiertas en la húmeda y sofocante oscuridad, ya que la gente se mantenía dentro de sus casas, prudentemente. Aquel que tenía en su poder la Ciudadela era el señor de la ciudad y de la nación. Así había sido siempre y así lo habían aceptado siempre las gentes de Tear. Con la luz del día, aclamarían a su nuevo señor con entusiasmo, como habían aclamado al anterior; de noche, se acurrucaban entre sí, temblando a pesar del bochornoso viento que aullaba sobre los tejados gimiendo como un millar de voces dolientes. En sus mentes bullían nuevas y extrañas esperanzas; esperanzas que ningún teariano se había atrevido a albergar desde hacía cien generaciones; esperanzas entremezcladas con miedos tan antiguos como el Desmembramiento.