El viento sacudió la alargada y blanca bandera que reflejaba la luna en lo alto de la Ciudadela, como si quisiera arrancarla de cuajo. A lo largo del estandarte ondeaba una figura sinuosa que parecía cabalgar al viento, semejante a una serpiente con patas, coronada con una leonina melena de oro y cubierta de escamas carmesí y doradas. Era un estandarte de profecías temidas y esperadas, el estandarte del Dragón. Del Dragón Renacido, presagio de la salvación del mundo y heraldo de la llegada de un nuevo Desmembramiento. Como ultrajado por semejante desafío, el viento se abalanzó contra los pétreos muros de la Ciudadela. El estandarte del Dragón ondeó en la noche, inadvertido, esperando mayores tormentas.
En una estancia localizada en la mitad superior de la Ciudadela, en la cara sur, Perrin estaba sentado sobre el arcón que había a los pies de su lecho y observaba a la joven de cabello oscuro que paseaba por el cuarto de un lado para otro. En sus ojos dorados había un brillo de cautela. Por lo general, Faile bromeaba con él y hasta le tomaba un poco el pelo por su actitud circunspecta, pero esa noche no había pronunciado ni diez palabras desde que había cruzado la puerta. Percibía el aroma a los pétalos de rosa que se habían puesto en sus ropas dobladas después de lavarlas y que era como sus señas de identidad. Y, en aquel aroma a limpio, Perrin olfateaba nerviosismo. Faile casi nunca estaba nerviosa, y se preguntó por qué le hacía sentir ahora aquella especie de picazón entre los hombros que no estaba motivada por el calor de la noche. La falda estrecha y abierta hacía un ruido seco con cada paso que daba.
Perrin se rascó la barba de dos semanas con irritación; era más rizosa incluso que su cabello. Y le daba calor. Por enésima vez, pensó que tenía que afeitarse.
—Te va —dijo de repente Faile, que interrumpió sus idas y venidas.
Turbado, encogió los anchos hombros fortalecidos por largas horas de trabajo en la forja. De vez en cuando, la mujer parecía adivinar sus pensamientos.
—Me pica —murmuró, y nada más decirlo deseó haber hablado con más firmeza. Al fin y al cabo, la barba era suya y podía afeitársela cuando quisiera.
Ella lo miró atentamente, con la cabeza un poco ladeada. Su prominente nariz y sus pómulos altos daban un aire fiero a su escrutinio, en contraste con la suavidad de su voz.
—Te sienta bien —aseguró.
Perrin suspiró y volvió a encogerse de hombros. No le había pedido que se dejara la barba y no lo haría, pero el joven supo que pospondría el afeitado para más adelante. Se preguntó cómo habría manejado su amigo Mat esa situación. Probablemente, con un pellizco y un beso y algún comentario que la hiciera reír hasta conseguir que cambiara de opinión y coincidiera con la de él, pero Perrin sabía que no tenía la desenvoltura de Mat para tratar con las chicas. Su amigo jamás se encontraría en la situación de estar sudando por llevar crecida la barba sólo porque una mujer opinaba que debía dejársela. Claro que Faile no era una mujer cualquiera. Perrin estaba convencido de que el padre de la joven debía de lamentar profundamente que se hubiera marchado de casa, y no sólo porque fuera su hija. Era el principal comerciante en pieles de Saldaea, según Faile, y a Perrin no le costaba imaginársela obteniendo el precio que quería en cada ocasión.
—Hay algo que te incomoda, Faile, y no es mi barba precisamente. ¿De qué se trata?
La expresión de la joven se tornó cautelosa, y su mirada fue de un lado para otro sin detenerse en él y observando con desdén el mobiliario.
Figuras de leopardos, leones, halcones lanzados en picado y escenas de caza decoraban todos ellos, desde el alto armario y las columnas de la cama, tan gruesas como una pierna de Perrin, hasta el banco de asiento acolchado que había delante de la apagada chimenea de mármol. Algunos de los animales tenían los ojos hechos con granates.
Había tratado de convencer a la gobernanta de que quería un cuarto sencillo, pero no pareció entenderlo, y no porque fuera estúpida o torpe. La gobernanta dirigía un ejército de sirvientes más numeroso que el de los Defensores de la Ciudadela; mandara quien mandara en la fortaleza, la ocupara quien la ocupara, ella era la que se encargaba de los asuntos cotidianos que hacían que las cosas funcionaran. Pero contemplaba el mundo según su punto de vista teariano, y dedujo que, a pesar de sus ropas, Perrin tenía que ser algo más que el joven campesino que aparentaba porque en la Ciudadela jamás se albergaban plebeyos, salvo los Defensores y la servidumbre, naturalmente. Además, formaba parte de la comitiva de Rand, y era un amigo o un seguidor o alguien próximo al Dragón Renacido de un modo u otro. Para la gobernanta, ello situaba a Perrin al mismo nivel que cualquier Señor de la Tierra como mínimo, si no con uno de los Grandes Señores. Ya se había mostrado bastante escandalizada con tener que instalarlo aquí, en unos aposentos sin antesala; Perrin estaba convencido de que se habría desmayado si hubiera insistido en su petición de un cuarto más sencillo, algo parecido a los aposentos de la servidumbre o los Defensores. Por lo menos, en esta habitación no había nada dorado a excepción de los candelabros.
La opinión de Faile, empero, no coincidía con la suya.
—Tendrías que estar instalado en un sitio mejor. Te lo mereces. Y puedes apostar hasta tu última moneda a que Mat tiene un cuarto mejor que éste.
—A Mat le gustan las cosas ostentosas.
—No haces valer tus derechos.
Perrin guardó silencio. El olor a desasosiego e irritación que exudaba tenía tan poco que ver con el cuarto como con su barba.
—El lord Dragón parece haber perdido interés en ti —dijo Faile al cabo de un momento—. Ahora dedica todo su tiempo a los Grandes Señores.
El hormigueo entre los hombros se intensificó; ahora sabía lo que la incomodaba.
—¿El lord Dragón? —Procuró dar un tono ligero a su voz—. Hablas como un teariano. Él se llama Rand.
—Es amigo tuyo, Perrin Aybara, no mío. Si es que un hombre así tiene amigos. —Inhaló aire profundamente y continuó en un tono más moderado—: He pensado marcharme de la Ciudadela, de Tear. No creo que Moraine intente impedírmelo. Ya hace dos semanas que las nuevas sobre… sobre Rand han trascendido fuera de la ciudad, y no puede esperar mantener el secreto acerca de él durante más tiempo.
—Tampoco yo creo que te lo impida. —Perrin soltó otro suspiro—. En todo caso, creo que te considera una complicación y probablemente te dé dinero para que te pongas en camino.
Faile se plantó delante de él, con los puños en las caderas, y lo miró duramente.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —inquirió.
—¿Y qué esperas que diga? ¿Que quiero que te quedes? —La ira de su propia voz lo sobresaltó. Estaba furioso consigo mismo, no con ella. Y lo estaba porque no había visto llegar esto, porque no sabía cómo encararlo. Le gustaba pensar bien las cosas; era fácil hacer daño a la gente cuando se actuaba con precipitación, y eso era lo que acababa de hacer él. Los oscuros ojos de ella estaban desorbitados por la impresión, y Perrin trató de suavizar sus palabras—: Quiero que te quedes, Faile, aunque quizá deberías partir. Sé que no eres cobarde, pero el Dragón Renacido, los Renegados… —Dentro de poco no habría ningún sitio que fuera realmente seguro, pero cualquiera lo sería más que la Ciudadela. Al menos, durante un tiempo. Empero, Perrin no era tan estúpido como para decírselo de esa manera, aunque a Faile no parecía importarle el enfoque que le diera.
—¿Quedarme? ¡La Luz me ilumine! Cualquier cosa es mejor que quedarse aquí sentado de brazos cruzados, pero… —Se arrodilló delante de él y apoyó las manos en sus rodillas—. Perrin, no me gusta estar preguntándome cuándo voy a toparme con un Renegado al dar la vuelta a una esquina, y tampoco cuándo va a matarnos a todos el Dragón Renacido. Al fin y al cabo, ya lo hizo en el Desmembramiento. Acabó con todos sus seres queridos.