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—Rand no es el Verdugo de la Humanidad —protestó Perrin—. Es decir, sí es el Dragón Renacido, pero no… Él no… —Dejó la frase en el aire, sin saber cómo terminarla. Rand era Lews Therin Telamon vuelto a la vida; eso era lo que significaba ser el Dragón Renacido, pero ¿significaba también que Rand estaba destinado a sufrir la misma suerte que Lews Therin? No sólo en cuanto a perder la razón, ya que cualquier hombre que encauzaba la energía parecía abocado a ese desenlace y después a sufrir una espantosa muerte descomponiéndose en vida, sino también en lo de asesinar a todos aquellos que lo querían.

—He hablado con Bain y Chiad, Perrin.

Aquello no era una sorpresa. Faile pasaba mucho tiempo en compañía de las Aiel. Dicha amistad le había acarreado más de un problema, pero a la joven parecían gustarle las mujeres Aiel tanto como despreciaba a las nobles tearianas de la Ciudadela. No obstante, Perrin no veía la relación que guardaba eso con la conversación que estaban sosteniendo, y así se lo dijo.

—Me comentaron que a veces Moraine les pregunta dónde estás. O dónde está Mat. ¿Es que no te das cuenta? No tendría que preguntarlo si pudiera vigilarte con el Poder —explicó Faile.

—¿Vigilarme con el Poder? —Nunca se le había pasado por la cabeza tal cosa.

—No puede. Vente conmigo, Perrin. Estaremos a más de treinta kilómetros al otro lado del río cuando nos eche en falta.

—No puedo hacer eso —respondió tristemente. Quiso darle un beso para que olvidara tal idea, pero ella se incorporó tan brusca y rápidamente que Perrin estuvo a punto de caer de bruces al suelo. No tenía sentido ir tras ella, ya que la joven se había cruzado de brazos, como poniendo una barrera.

—No me digas que le tienes miedo. Sé que es una Aes Sedai y que os tiene a todos vosotros bailando al son que os toca, como marionetas. Tal vez tenga al… a Rand tan atado que no puede soltarse, y la Luz sabe que ni Egwene ni Elayne ni siquiera Nynaeve quieren que las suelte, pero tú puedes romper las ataduras si lo intentas.

—No tiene nada que ver con Moraine. Es por mí mismo, porque es mi obligación. Yo…

—No me vengas ahora con patochadas varoniles sobre el deber de un hombre de pelo en pecho —lo interrumpió—. Sé tan bien como tú lo que significa cumplir con el deber. Puede que seas un ta’veren, aunque yo no lo veo, pero el Dragón Renacido es él, no tú.

—¿Quieres escucharme? —gritó a pleno pulmón, y la joven dio un respingo. Jamás le había gritado así, de ese modo. Levantó la barbilla y cuadró los hombros en un gesto orgulloso, pero guardó silencio, y él continuó—: Creo que, de algún modo, formo parte del destino de Rand. Y Mat igualmente. Creo que no podrá llevar a cabo lo que tiene que hacer a menos que nosotros cumplamos también con nuestra parte. Ése es mi deber. Y ahora dime: ¿cómo voy a marcharme si ello podría significar el fracaso de Rand?

—¿Podría? —En su voz había un atisbo de exigencia, pero apenas perceptible, y Perrin se preguntó si no convendría gritarle más a menudo—. ¿Eso te lo dijo Moraine? A estas alturas deberías saber que hay que analizar con mucho detalle lo que dice una Aes Sedai.

—Es una conclusión a la que he llegado yo. Creo que los ta’veren se atraen entre sí. O tal vez sea Rand el que nos atrae a nosotros, a Mat y a mí. Se supone que es el ta’veren más poderoso desde Artur Hawkwing, puede que desde el Desmembramiento. Mat ni siquiera admite el hecho de que es un ta’veren, pero cada vez que intenta alejarse acaba siempre volviendo con Rand, como si algo lo arrastrara hacia él. Loial asegura que no se había oído hablar nunca de tres ta’veren a la vez, todos de la misma edad y de la misma población.

Faile resopló con desdén.

—Loial no lo sabe todo, y es joven en los cómputos de su raza.

—Tiene más de noventa años —replicó Perrin a la defensiva, a lo que ella esbozó una sonrisa de superioridad. Para un Ogier, noventa años significaba aproximadamente la edad de Perrin en un humano. Puede que incluso menos. El joven no sabía gran cosa acerca de los Ogier, pero, en cualquier caso, Loial había leído más libros de los que él había visto en su vida; tantos, que a veces Perrin pensaba que Loial había leído todos los libros que existían—. Y sabe más que tú y que yo, y cree que quizás he dado en el clavo. Lo mismo piensa Moraine. No, no se lo he preguntado, pero ¿por qué si no sigue pendiente de mí? ¿Piensas que quiere que le haga un cuchillo de cocina?

Faile permaneció callada un momento, y cuando habló lo hizo en tono compasivo:

—Pobre Perrin. Me marché de Saldaea en busca de aventuras, y ahora que estoy metida hasta el cuello en una, la más importante desde el Desmembramiento, lo único que se me ocurre es largarme a otra parte. Tú sólo deseas ser un herrero, y vas a acabar formando parte de la historia lo quieras o no.

El joven miró a otro lado, aunque el aroma de la muchacha seguía metido en su cabeza. No consideraba probable que se hicieran relatos que hablaran de él, a menos que su secreto se propagara mucho más allá de los pocos que ya lo conocían. Faile creía saberlo todo acerca de él, pero se equivocaba.

En la pared de enfrente había apoyados un hacha y un martillo, ambos sencillos y funcionales, con el mango tan largo como su antebrazo. El hacha tenía una mortífera hoja en forma de media luna por un lado, mientras que el otro iba rematado con una punta recurvada que le daba equilibrio a la par que servía de arma. Con el martillo podía hacer —y había hecho— cosas en una forja. La cabeza de la herramienta pesaba más del doble que la hoja del hacha, pero a él le daba la sensación de que ésta pesaba mucho más cada vez que la cogía. Con el hacha había… Frunció el entrecejo; no quería pensar en eso. Faile tenía razón; lo único que deseaba era ser un herrero, regresar a casa, volver a ver a su familia y trabajar en la forja. Pero tal cosa era imposible, y él lo sabía.

Se puso de pie para coger el martillo y luego volvió a sentarse. Sostenerlo le proporcionaba una sensación reconfortante.

Maese Luhhan decía siempre que uno no puede dar la espalda a su deber. —Habló muy deprisa al darse cuenta de que lo que decía se aproximaba mucho a lo que ella llamaba patochadas varoniles—. Es el herrero de mi pueblo, con el que trabajaba como aprendiz.

Para su sorpresa, la joven no aprovechó la oportunidad para recordárselo. De hecho, guardó silencio y se limitó a mirarlo, como si esperara algo. Perrin tardó un momento en comprender lo que era.

—Entonces ¿te marchas? —preguntó.

Ella se incorporó y se sacudió la falda. Durante varios segundos interminables permaneció callada, como si estuviera decidiendo qué responder.

—No lo sé —dijo por último—. En buen lío me has metido.

—¿Yo? ¿Qué he hecho?

—Bueno, si no lo sabes, ten por seguro que yo no voy a decírtelo.

Perrin se rascó de nuevo la barba mientras miraba el martillo que sostenía en la otra mano. Sin duda Mat sabría exactamente a lo que se refería la muchacha. Hasta el viejo Thom Merrilin lo sabría. El canoso juglar afirmaba que nadie entendía a las mujeres; pero, cuando salió de su pequeño cuarto en el centro de la Ciudadela, a poco tenía a una docena de chicas lo bastantes jóvenes para ser sus nietas suspirando y escuchando cómo tocaba el arpa mientras desgranaba sublimes historias de hazañas y amores románticos. Faile era la única mujer a quien Perrin quería, pero a veces se sentía como un pez tratando de entender a un pájaro.

Era consciente de que ella esperaba y quería que se lo preguntara. Hasta ahí llegaba. Luego Faile le respondería o no, pero se suponía que él tenía que preguntar. Obstinado, mantuvo la boca cerrada. Esta vez tenía intención de dejarla esperando hasta que se cansara.

Fuera, en la oscuridad, sonó el canto de un gallo. Faile tuvo un escalofrío y se rodeó con sus propios brazos.