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—Mi nodriza decía que si un gallo cantaba de noche anunciaba la muerte de alguien. No es que lo crea, desde luego.

Perrin abrió la boca para mostrarse de acuerdo en que tal cosa era una necedad a pesar de que también él se había estremecido, pero volvió la cabeza bruscamente al oír un ruido rasposo y un golpe sordo. El hacha se había caído al suelo. Sólo tuvo tiempo de fruncir el entrecejo mientras se preguntaba qué la había hecho caerse antes de que el arma se moviera por sí misma y saliera disparada directamente contra él.

Interpuso el martillo sin pensar; el estruendo de metales al chocar ahogó el grito de Faile. El hacha cruzó volando la habitación, rebotó en la pared y salió disparada de nuevo en su dirección, con la hoja por delante. Perrin tuvo la sensación de que todo el vello de su cuerpo estaba erizado.

En el momento en que el hacha pasaba veloz junto a ella, Faile se abalanzó y agarró el mango con las dos manos. El arma se retorció entre los dedos de la muchacha y se descargó contra su rostro. Perrin saltó y tiró el martillo para agarrar el hacha justo a tiempo, evitando por poco que la hoja de media luna mordiera la carne de Faile. Creyó morirse al pensar que el hacha, su hacha, le hiciera daño a la joven. Dio un tirón tan fuerte que faltó poco para que el pesado pico del arma se le hincara en el pecho, pero su único afán era impedir que el hacha la hiriera. Mas, con una sensación de abatimiento, Perrin empezó a pensar que tal vez no le sería posible.

El arma asestaba golpes como si tuviera vida propia, un ser con una voluntad malévola. Lo quería a él —Perrin estaba tan seguro de ello como si el hacha se lo hubiera gritado a la cara— pero actuaba con astucia. Cuando tiró del hacha para apartarla de Faile, el arma se valió de su propio movimiento para descargarse sobre él; cuando la obligó a apartarse, intentó alcanzar a la muchacha, como si supiera que con eso lo forzaba a dejar de empujar. Por muy fuerte que sujetara el mango, el hacha giraba entre sus manos y lo amenazaba con la afilada hoja y con el aguzado pico. Las manos le dolían ya por el esfuerzo, y sus fornidos brazos temblaban por la tensión muscular. El sudor le resbalaba por la cara. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar antes de que el hacha se soltara de sus manos. Esto era una locura, una situación aberrante en la que no se tenía tiempo para pensar.

—Vete —masculló, prietos los dientes—. ¡Sal de la habitación, Faile!

El semblante de la joven estaba demudado, pero sacudió la cabeza y siguió forcejando con el hacha.

—¡No! ¡No te dejaré solo!

—¡Nos matará a los dos!

Ella volvió a sacudir la cabeza.

Perrin emitió un hondo gruñido al tiempo que soltaba una mano —el otro brazo tembló por el esfuerzo de sujetar el arma; el mango le quemaba la palma con la constante fricción— y apartó a Faile a la fuerza. La muchacha chilló mientras la empujaba hacia la puerta, pero hizo caso omiso de sus gritos y de los puñetazos que le propinaba, la sujetó contra la pared con el hombro hasta que consiguió abrir la puerta y la sacó al pasillo de un empellón.

Cerró tras ella de un portazo y apoyó la espalda en la hoja de madera mientras corría el cerrojo con la cadera y aferraba el hacha de nuevo con las dos manos. La pesada hoja, reluciente y afilada, tembló a pocos centímetros de su cara. Arduamente, logró apartar el arma a la distancia del brazo extendido. Los gritos apagados de Faile llegaban a través de la gruesa puerta, y la sentía aporrear la madera, pero apenas era consciente de ello. Sus ojos amarillos parecieron relucir, como si reflejaran hasta el último retazo de luz del cuarto.

—Ahora estamos solos tú y yo —gruñó—. ¡Rayos y truenos, cómo te odio! —En su interior, un parte de él estuvo a punto de prorrumpir en una carcajada histérica. «Se supone que es Rand quien ha de perder la razón, y aquí estoy, hablando con un hacha. ¡Oh, Rand! ¡Maldito seas!»

Enseñando los dientes por el esfuerzo, obligó al hacha a apartarse un paso de la puerta. El arma vibraba, luchando por alcanzar su carne; casi podía sentir su sed de sangre. Con un rugido, Perrin tiró de repente del mango hacia sí al tiempo que retrocedía. Si el hacha hubiera sido realmente un ser vivo, estaba seguro de que la habría oído lanzar un grito de triunfo cuando se descargó sobre su cabeza, centelleante. En el último momento, Perrin hizo un quiebro y el hacha le pasó rozando y se embebió en la puerta con un golpe seco.

Sintió cómo la vida —no sabía de qué otro modo describirlo— abandonaba el arma embebida. Poco a poco, retiró las manos del mango; el hacha siguió donde estaba, de nuevo acero y madera únicamente. No obstante, la puerta parecía un buen sitio donde dejarla de momento. Se enjugó el sudor de la cara con la temblorosa mano. «Locura. La locura surge allí donde se encuentra Rand».

De pronto, cayó en la cuenta de que ya no se oían los gritos de Faile ni los golpes contra la puerta. Descorrió el cerrojo y abrió precipitadamente. Un arco de reluciente acero asomaba por la parte exterior de la gruesa hoja de madera, brillando a la luz de las espaciadas lámparas del pasillo.

Faile estaba allí, con las manos levantadas, petrificada en el gesto de golpear la puerta. Con los ojos desorbitados, se tocó la punta de la nariz.

—Un par de centímetros más y… —dijo con un hilo de voz.

Luego se arrojó en sus brazos y, estrechándolo prietamente contra sí, le cubrió de besos el cuello y las barbudas mejillas a la par que emitía murmullos incoherentes. Tan súbitamente como se había abalanzado sobre él, se apartó y le pasó las manos por los brazos y por el pecho.

—¿Estás herido? ¿Tienes algún corte? ¿Te…?

—Estoy bien, pero ¿y tú? No quería asustarte.

—¿De verdad no estás herido?

—Ni un rasguño. Yo…

El bofetón retumbó en su cabeza como el golpe de un martillo contra el yunque.

—¡Estúpido zoquete velludo! ¡Creí que estabas muerto! ¡Temí que te hubiera matado! ¡Pensé que…! —Enmudeció cuando Perrin paró en el aire su segunda bofetada.

—No vuelvas a hacer eso, por favor —pidió él en voz queda. La clara marca de su mano le ardía en la mejilla, y estaba convencido de que la mandíbula le estaría doliendo lo que quedaba de noche.

La agarró por las muñecas con tanta delicadeza como si fuera un pajarillo, pero, aunque la muchacha se debatió para soltarse, los dedos del joven no cedieron un ápice. Comparado con manejar un martillo en la forja a lo largo de todo el día, sujetarla no significaba el menor esfuerzo, aun después de la lucha contra el hacha. Inesperadamente, la joven pareció cansarse de forcejear y lo miró fijamente a los ojos; ninguno de los dos pestañeó.

—Te podría haber ayudado. No tenías derecho a…

—Tenía todo el derecho —replicó firmemente él—. No me habrías podido ayudar. Si te hubieras quedado, los dos estaríamos muertos ahora. Me habría sido imposible luchar como tuve que hacerlo y protegerte al mismo tiempo. —Ella abrió la boca para protestar, pero Perrin levantó la voz y continuó—: Sé que detestas esa palabra, e intentaré no tratarte como si fueras de porcelana; pero, si esperas que me quede de brazos cruzados cuando corres peligro, te ataré como a un corderillo y te enviaré con la señora Luhhan. Es una mujer que no consiente esas tonterías.

Se tocó un diente con la punta de la lengua, preguntándose si no estaba suelto, y casi deseó poder ver a Faile intentando imponerse a Alsbet Luhhan. La esposa del herrero mantenía a raya a su marido sin apenas más esfuerzo que el que necesitaba para llevar la casa. Hasta Nynaeve había tenido buen cuidado con su afilada lengua cuando estaba cerca de la señora Luhhan. Por fin llegó a la conclusión de que el diente no se le movía.

Faile se echó a reír de repente, con una risa baja, honda.

—Lo harías, ¿verdad? Pero, si lo intentas, ten por seguro que al punto estarás bailando con el Oscuro.

Perrin estaba tan sorprendido que la soltó. No veía diferencia entre lo que acababa de decir y lo que le había dicho antes, pero lo primero la había encolerizado mientras que esto último lo había aceptado… con cariño. Y no es que se tomara a broma su amenaza de matarlo. Faile llevaba cuchillos escondidos por toda su persona, y sabía cómo utilizarlos.