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La joven se frotó las muñecas de manera ostentosa y murmuró algo entre dientes. Perrin alcanzó a entender «buey peludo», y se prometió que se afeitaría aquella estúpida barba. Lo haría.

—El hacha —dijo Faile en voz alta—. Era él, ¿verdad? El Dragón Renacido, que intentaba matarnos.

—Tiene que haber sido Rand. —Puso énfasis en el nombre. No le gustaba pensar en él de otro modo. Prefería recordar al Rand con el que había crecido en Campo de Emond—. Pero no tratando de matarnos. Él no.

La joven le dedicó una sonrisa que era más una mueca tirante.

—Pues si no lo estaba intentando, espero que nunca lo haga.

—No sé qué pretendía, pero pienso decirle que deje de hacerlo, y ahora mismo.

—No sé por qué me intereso por un hombre al que le preocupa tan poco su propia seguridad —rezongó ella.

Perrin frunció el entrecejo y la miró desconcertado, preguntándose qué habría querido decir con eso, pero ella se limitó a enlazar el brazo en el suyo. El joven seguía dándole vueltas a lo mismo cuando echaron a andar por los pasillos de la Ciudadela. Dejó el hacha en el mismo sitio, hincada en la puerta, donde no haría daño a nadie.

Sujetando el largo cañón de una pipa entre los dientes, Mat se abrió un poco más la chaqueta e intentó concentrarse en las cartas colocadas boca abajo delante de él y en las monedas esparcidas en el centro de la mesa. Vestía la chaqueta roja de corte andoriano hecha con la mejor lana y bordados dorados en espiral alrededor de los puños y del largo cuello, pero el calor le recordaba día tras día que Tear se encontraba mucho más al sur que Andor. El sudor le resbalaba por la cara y le pegaba la camisa a la espalda.

Ninguno de sus compañeros sentados alrededor de la mesa parecía notar el calor ni poco ni mucho a pesar de sus chaquetas, que tenían aspecto de ser mucho más gruesas que la suya, con aquellas mangas anchas y abultadas, sedas y brocados acolchados y franjas de satén. Dos hombres vestidos con libreas rojas y doradas se ocupaban de que las copas de plata de los jugadores estuvieran llenas de vino en todo momento, y llevaban bandejas pequeñas de plata con aceitunas, queso y frutos secos. El calor tampoco parecía afectar a los sirvientes, aunque de vez en cuando uno de ellos bostezaba con disimulo tras la mano levantada cuando creía que nadie lo miraba. La noche estaba avanzada.

Mat contuvo el impulso de alzar sus cartas para comprobarlas de nuevo; seguirían siendo las mismas. Tres soberanos, las cartas más altas de tres de los cinco palos, ya eran suficiente para ganar a la mayoría de las jugadas.

Se habría sentido más a gusto con los dados; no solía haber juego de naipes en los lugares que frecuentaba, donde la plata cambiaba de manos en cincuenta partidas de dados diferentes, pero estos jóvenes aristócratas tearianos preferirían llevar harapos antes que jugar a los dados, algo que sólo hacían los patanes según su opinión, aunque tenían cuidado de no decirlo cuando Mat pudiera oírlo. No es que temieran su mal genio, sino a quienes pensaban que eran amigos suyos. Este juego llamado tajo era a lo que jugaban hora tras hora, noche tras noche, utilizando cartas pintadas y laqueadas a mano por un hombre de la ciudad que se había hecho rico a costa de estos tipos y otros como ellos. Sólo las mujeres y los caballos los apartaban de sus naipes, aunque no por mucho tiempo.

Aun así, Mat había aprendido el juego bastante deprisa, y, aunque no era tan afortunado en las cartas como con los dados, bastaba. Una bolsa abultada yacía sobre la mesa, cerca de sus cartas, y en su bolsillo guardaba otra todavía más hinchada de monedas. En otros tiempos, allá en Campo de Emond, lo habría considerado una fortuna, suficiente para vivir lujosamente el resto de su vida. Pero, desde que había salido de Dos Ríos, su idea sobre lo que eran lujos había cambiado. Los jóvenes nobles guardaban su dinero en brillantes montones apilados, con descuido, pero Mat no tenía intención de cambiar algunas de sus viejas costumbres. En las tabernas y posadas había veces que uno tenía que salir por pies.

Cuando tuviera bastante para vivir como quería, se marcharía de la Ciudadela igualmente deprisa, antes de que Moraine supiera lo que planeaba. Por su gusto haría días que se habría ido, pero allí había posibilidad de hacerse con un poco de oro. En una sola noche a esta mesa podía ganar más que en una semana jugando a los dados en las tabernas; si la suerte le sonreía, claro está.

Frunció levemente el ceño y chupó la pipa con gesto preocupado para dar la impresión de que no estaba seguro de si sus cartas eran bastante buenas para continuar. Dos de los jóvenes nobles también sujetaban sendas pipas entre los dientes, pero éstas tenían incrustaciones de plata y las boquillas eran de ámbar. En el cargado aire de la estancia, sus perfumados tabacos olían como si se hubiera prendido fuego en el vestidor de una dama, y no es que Mat hubiera estado nunca en uno de esos vestidores. Una enfermedad que casi le costó la vida le había dejado tantas lagunas en la memoria como agujeros había en un buen encaje, pero a pesar de ello estaba seguro de que se acordaría de algo así. «Ni siquiera el Oscuro sería lo bastante retorcido para hacerme olvidar eso».

—Un bajel de los Marinos atracó hoy —masculló Reimon sin soltar la pipa. Era un joven ancho de hombros, con una barba untada con aceites y recortada en punta. Era la última moda entre los jóvenes nobles, y Reimon seguía las modas con tanto entusiasmo como iba a la caza de mujeres, lo que significaba un poco menos de entusiasmo que el que dedicaba al juego. Echó una corona de plata sobre el montón que había en el centro de la mesa para que le sirvieran otra carta—. Dicen que son los navíos más veloces. Más que el viento, dicen. Me gustaría comprobarlo. Diantre, vaya que me gustaría. —No se molestó en mirar la carta que había comprado; nunca lo hacía hasta que tenía las cinco.

El hombre rollizo y de sonrojadas mejillas que estaba sentado entre Reimon y Mat soltó una risita jocosa.

—¿Dices que quieres ver el barco, Reimon? ¿No será a las chicas? Esas exóticas bellezas, con sus anillos y bujerías y sus andares contoneantes. —Puso una corona y cogió su carta; hizo un mohín de desagrado cuando la miró. Tal cosa no significaba nada; de juzgarlo por su cara, las cartas de Edorion eran siempre bajas y desparejas, aunque en realidad ganaba más veces de las que perdía—. Bueno, tal vez tenga mejor suerte con las chicas de las islas de los Marinos.

El que daba las cartas, un tipo alto y delgado que estaba sentado al otro lado de Mat y que lucía una barba puntiaguda aún más llamativa que la de Reimon, se puso un dedo junto a la nariz.

—¿Crees que tendrás suerte con ellas, Edorion? Del modo con que guardan las distancias serás muy afortunado si consigues oler su perfume. —Olisqueó el aire y soltó un exagerado suspiro, que provocó las risas de los demás nobles, incluido Edorion.

Un joven de rasgos vulgares llamado Estean se rió con más ganas que nadie mientras se retiraba el liso cabello que no dejaba de caerle sobre la frente. Cambiándole la cara chaqueta amarilla por otra de burda lana, habría pasado por un granjero en lugar del hijo de uno de los Grandes Señores con la mayor fortuna de Tear; de todos los reunidos a la mesa, era el más acaudalado. También bebía mucho más vino que cualquiera de los otros. Asomándose por delante del hombre que tenía a su lado, un tipo afectado llamado Baran que siempre miraba con aires de superioridad, Estean dio unos golpecitos al que repartía las cartas con un dedo no del todo firme. Baran se echó hacia atrás y su boca se torció sobre la boquilla de la pipa en un gesto de asco, como si temiera que Estean fuera a vomitar.

—Eso ha estado muy bien, Carlomin —gorjeó Estean—. Y tú piensas lo mismo, ¿verdad, Baran? Edorion no olerá siquiera su perfume. Si quiere tentar a la suerte… arriesgarse… debe ir tras las mozas Aiel, como Mat. Todas esas lanzas y cuchillos. Diantre. Es como pedir un baile a una leona. —Un pesado silencio cayó sobre la mesa. Nadie coreó las risas de Estean, que parpadeó y se pasó los dedos por el pelo otra vez—. ¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo? ¡Oh! Sí, claro. Ellas.