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Mat contuvo a duras penas un exabrupto. Este necio había tenido que sacar a colación a las Aiel. Sólo había algo peor: nombrar a las Aes Sedai; cualquiera preferiría tener a las Aiel recorriendo los pasillos y mirando con desprecio a cualquier teariano que se cruzara en su camino que a una sola Aes Sedai, y en esta ciudad había cuatro por lo menos. Sacó una moneda andoriana de plata de la bolsa y la echó en el montón. Carlomin le tendió la carta lentamente.

Mat la levantó con cuidado, utilizando la uña del pulgar, y ni siquiera pestañeó. El Soberano de Copas, el Gran Señor de Tear. Los soberanos en una baraja variaban dependiendo del país donde se hacían los naipes, pero el dirigente de la nación era siempre el Soberano de Copas, la carta más alta. Estos naipes eran antiguos. Ya había visto barajas nuevas con el rostro de Rand, o algo que se le parecía, en el Soberano de Copas, junto con el estandarte del Dragón. Rand, el dirigente de Tear; aquello todavía le parecía tan ridículo que le daban ganas de pellizcarse. Rand era un pastor, un buen tipo con quien divertirse cuando no se ponía en plan serio y responsable. Ahora era Rand el Dragón Renacido; aquello era suficiente para que una vocecilla en su interior lo tachara de majadero por seguir sentado allí, donde Moraine podía echarle mano cuando quisiera, esperando ver qué haría Rand a continuación. Quizá Thom Merrilin quisiera acompañarlo. O Perrin. Sólo que Thom parecía haberse instalado en la Ciudadela como si no tuviera intención de marcharse nunca, y Perrin no iría a ningún sitio a menos que Faile hiciera un gesto con el dedo. En fin, estaba dispuesto a viajar solo si no quedaba otro remedio.

Sin embargo, había plata en el centro de la mesa y oro delante de los nobles, y si le tocaba el quinto soberano tendría la baza más alta del tajo, aunque realmente no hacía falta. De repente sintió que la suerte lo tocaba; no se parecía en nada al cosquilleo que percibía jugando a los dados, por supuesto, pero ahora tenía la seguridad de que nadie iba a ganar a sus cuatro soberanos. Los tearianos habían estado apostando fuerte toda la noche, más o menos el precio de diez granjas encima de la mesa y cambiando de manos en las partidas más rápidas.

Pero Carlomin estaba mirando fijamente el mazo de naipes que tenía en la mano en lugar de comprar su cuarta carta, y Baran chupaba la pipa frenéticamente mientras apilaba las monedas que tenía delante como si se dispusiera a meterlas en los bolsillos. Reimon tenía un gesto hosco, y Edorion se miraba las uñas, ceñudo. Sólo Estean parecía tranquilo; sonrió a sus compañeros de mesa con inseguridad, tal vez olvidado ya lo que había dicho. Por lo general se las arreglaban para poner buena cara cuando salía a relucir el tema de las Aiel, pero ya era muy tarde y el vino había corrido generosamente.

Mat se devanó los sesos buscando el modo de hacer que se quedaran y no se llevaran su oro ahora que tenía tan buenas cartas. Una simple ojeada a sus semblantes le bastó para comprender que cambiar de tema no sería suficiente. Pero había otro modo. Si conseguía hacerlos reír a costa de las Aiel… «¿Merece la pena que también se rían de mí?» Mordió la boquilla de la pipa y trató de discurrir otra cosa.

Baran cogió un montón de monedas de oro en cada mano e hizo intención de guardarlas en los bolsillos.

—Quizá pruebe suerte con las mujeres de las islas de los Marinos —se apresuró a decir Mat, que se quitó la pipa de los labios para gesticular con ella—. Pasan cosas raras cuando se anda detrás de las chicas Aiel. Muy raras. Como ese juego al que llaman el Beso de las Doncellas. —Había despertado su interés, pero Baran no había soltado las monedas y Carlomin no daba señal de comprar una carta.

Estean soltó una risotada que denotaba su embriaguez.

—Te besan las costillas con el acero, supongo. Son las Doncellas Lanceras, ¿comprendéis? Acero. Una lanza en tus costillas. Diantre. —Ninguno de los otros se rió, pero escuchaban atentos.

—No exactamente. —Mat consiguió esbozar una sonrisa. «Demonios. Después de lo que he dicho ya, tanto da si cuento el resto»—. Rhuarc me dijo que si quería llevarme bien con las Aiel, tenía que pedirles que jugaran conmigo al Beso de las Doncellas. Me aseguró que era el mejor modo de llegar a conocerlas. —Todavía sonaba como uno de los juegos de besos en el pueblo, como Besar las Margaritas. Nunca había imaginado que el jefe de clan Aiel fuera de la clase de hombres que gastan bromas pesadas. La próxima vez tendría más cuidado con él. No sin esfuerzo, consiguió acentuar la sonrisa—. Así que me dirigí a Bain y… —Reimon frunció el entrecejo con impaciencia. Ninguno de ellos conocía otros nombres Aiel aparte del de Rhuarc, ni querían saberlos. Mat dejó a un lado lo de los nombres y prosiguió—: Fui como un estúpido inocente y les pedí que me enseñaran el juego. Debería haber imaginado algo al ver sus amplias sonrisas; como gatos a los que un ratón invita a bailar. Antes de que me diera cuenta de lo que pasaba, tenía un puñado de lanzas rodeándome la garganta como un collar. De haber estornudado, me habría hecho un buen afeitado.

Sus compañeros de mesa estallaron en carcajadas, desde el resuello siseante de Reimon al rebuzno empapado en alcohol de Estean.

Mat no se sumó al jolgorio. Casi podía sentir de nuevo las afiladas puntas de lanza que le habrían agujereado el cuello con que sólo hubiera movido el dedo meñique. Bain, que no dejó de reír durante todo el incidente, le dijo que de hecho era el primer hombre que les había pedido jugar al Beso de las Doncellas.

Carlomin se atusó la barba y aprovechó el momento de vacilación de Mat.

—No puedes dejarlo ahí. Continúa. ¿Cuándo fue eso? Apuesto a que hace dos noches, cuando no viniste a jugar y nadie sabía dónde te habías metido.

—Esa noche estaba con Thom Merrilin jugando a las damas —se apresuró a decir Mat—. Lo otro ocurrió hace varios días. —Se alegraba de ser capaz de mentir manteniendo el gesto serio—. Hay que dar un beso a cada una, eso es todo. Si considera que es un buen beso, entonces retiran las lanzas. Si no, aprietan un poco más para, digamos, estimularte. Y no hay nada más que contar, salvo que acabé con menos arañazos que cuando me afeito.

Volvió a ponerse la pipa entre los dientes. Si querían saber más, podían ir en persona y pedirles que jugaran con ellos. Albergó la esperanza de que alguno de ellos fuera lo bastante necio para intentarlo. «Condenadas mujeres Aiel con sus condenadas lanzas». No se había metido en su cama hasta el alba.

—Eso sería más de lo que podría aguantar —dijo Carlomin—. ¡Que la Luz consuma mi alma si miento! —Echó una moneda de plata en el centro de la mesa y se sirvió otra carta—. El Beso de las Doncellas. —Sus hombros se estremecieron, sacudidos por otro ataque de risa, y las carcajadas estallaron de nuevo alrededor de la mesa.

Baran compró su quinta carta, y Estean cogió torpemente una moneda del montón desperdigado que tenía delante; miró el naipe que le había tocado en suerte. Ya no dejarían el juego.

—Salvajes —masculló Baran sin quitarse la pipa de la boca—. Salvajes ignorantes. Eso es lo que son todos ellos, demontre. Viven en cuevas, allá en el Yermo. ¡En cuevas! Sólo un salvaje podría vivir en el Yermo.

—Al menos sirven al lord Dragón —dijo Reimon—. Si no fuera por eso, cogería a un centenar de Defensores y los sacaría a rastras de la Ciudadela.

Baran y Carlomin lanzaron feroces gruñidos de conformidad con sus palabras.

A Mat no le costó trabajo mantener el gesto impasible. Había oído lo mismo muchas veces. Fanfarronear era fácil cuando nadie esperaba que llevaras a cabo lo que decías. ¿Un centenar de Defensores? Aun en el caso de que Rand no participara por alguna razón, unos cuantos cientos de Aiel defendiendo la Ciudadela resistirían contra cualquier ejército que Tear lograra reunir. Y no es que tuvieran realmente interés en la Ciudadela; Mat sospechaba que estaban allí sólo porque estaba Rand. No creía que a ninguno de estos petimetres se le hubiera ocurrido pensarlo —ponían gran empeño en actuar como si los Aiel no existieran— pero dudaba que saberlo mejorara su opinión sobre ellos.