Había pocos hombres entre los peticionarios, cosa que no sorprendió a Min. La mayoría se ponían muy nerviosos cuando estaban cerca de las Aes Sedai. Todo el mundo sabía que había sido un varón Aes Sedai, cuando todavía los había, el responsable del Desmembramiento del Mundo. Los tres mil años transcurridos no habían borrado ese recuerdo, aunque el tiempo sí había cambiado muchos de los detalles. A los niños todavía los asustaban los cuentos sobre hombres que podían encauzar el Poder Único; hombres abocados a la locura por causa del saidin, la mitad masculina de la Fuente Verdadera y que el Oscuro había corrompido. Peores eran las historias sobre Lews Therin Telamon, el Dragón, el Verdugo de la Humanidad, que había provocado el Desmembramiento. A decir verdad, tales historias asustaban incluso a los adultos. Según las profecías, el Dragón volvería a nacer en la hora de mayor necesidad de la humanidad para luchar contra el Oscuro en el Tarmon Gai’don, la Última Batalla, pero tal cosa no hacía cambiar de parecer a la mayoría respecto a la conexión entre los hombres y el Poder. En la actualidad, cualquier Aes Sedai daría caza a un hombre capaz de encauzar; de los siete Ajahs, el Rojo se dedicaba a ello casi de manera exclusiva.
Ni que decir tiene que todo eso no tenía nada que ver con buscar ayuda de las Aes Sedai; empero, pocos hombres se sentían cómodos con la idea de estar relacionados de un modo u otro con las Aes Sedai y con el Poder. La excepción eran los Guardianes, pero cada cual estaba vinculado a una Aes Sedai concreta; además, los Guardianes tenían muy poco que ver con los hombres corrientes. Según el dicho: «Para quitarse una espina clavada, un hombre se cortará la mano antes que pedir ayuda a una Aes Sedai». Las mujeres lo decían para comentar la obstinada necedad de los hombres, pero Min había oído manifestar a algunos varones que la pérdida de la mano sería la mejor elección.
Se preguntó qué harían esas personas si supieran lo que sabía ella. Quizás echar a correr mientras gritaban. Y si supieran la razón por la que estaba allí, tal vez no sobreviviría hasta que los guardias de la Torre la prendieran y la metieran en una celda. Contaba con amigas en la Torre, pero no tenían poder ni influencia. Si su propósito se descubría, era más fácil que las arrastrara con ella a la horca o al tajo en vez de que ellas pudieran ayudarla. Y eso, siempre y cuando viviera para que la juzgaran, por supuesto; probablemente, su boca quedaría cerrada para siempre mucho antes de que hubiera un juicio.
Min se exhortó a alejar esos pensamientos de su cabeza.
«He conseguido entrar, y conseguiré salir. ¡Que la Luz fulmine a Rand al’Thor por meterme en esto!»
Tres o cuatro Aceptadas de la edad de Min o quizás un poco mayores deambulaban por la estancia redonda y hablaban en voz queda a los peticionarios. Sus vestidos eran blancos, sin adornos, salvo por las siete bandas de color en el repulgo, una por cada Ajah. De vez en cuando, una novicia, una muchacha aun más joven o incluso una niña, vestida completamente de blanco, se presentaba para conducir a alguien al interior de la Torre. Los peticionarios seguían siempre a las novicias con una sensación mezcla de ansiedad y renuencia.
Los dedos de Min se crisparon con fuerza sobre el paquete cuando una de las Aceptadas se paró delante de ella.
—Que la Luz te ilumine —dijo la mujer de cabello rizoso de manera rutinaria, por encima—. Me llamo Faolain. ¿En qué puede ayudarte la Torre?
El rostro moreno y redondo de Faolain denotaba la paciencia de quien lleva a cabo un trabajo tedioso cuando le apetecería estar haciendo otra cosa; estudiar, por ejemplo, por lo que Min sabía de las Aceptadas. Aprendiendo a ser Aes Sedai. Sin embargo, lo importante era que en sus ojos no había atisbo de haberla reconocido. Aunque de manera breve, Min y la Aceptada se habían conocido en la Torre antes.
Aun así, Min agachó la cabeza con fingida timidez. Hacer tal cosa no era extraño, ya que mucha gente del campo no entendía la gran diferencia entre ser una Aceptada y una Aes Sedai. Ocultando los rasgos bajo el embozo de la capucha, Min esquivó la mirada de Faolain.
—Hay una pregunta que he de hacer a la Sede Amyrlin —empezó, pero enmudeció de repente cuando tres Aes Sedai se pararon para echar una ojeada al interior del vestíbulo, dos desde uno de los accesos en arco y la tercera desde otro.
Las Aceptadas y las novicias hacían una reverencia si en su recorrido pasaban cerca de una de las Aes Sedai, pero por lo demás proseguían con su tarea, puede que con un poco más de entusiasmo. Nada más. Pero no ocurrió lo mismo con los peticionarios, que parecieron quedarse sin respiración. Lejos de la Torre Blanca, lejos de Tar Valon, tal vez hubieran pensado que las Aes Sedai eran tres mujeres cuya edad no sabían calcular, tres mujeres en la flor de la vida y, sin embargo, con un aire de madurez que no concordaba con sus tersas mejillas. Dentro de la Torre, empero, no había lugar a duda. El tiempo no dejaba huella en una mujer que había trabajado durante mucho tiempo con el Poder Único, como ocurría con las demás. En la Torre, nadie tenía que ver un anillo dorado de la Gran Serpiente para reconocer a una Aes Sedai.
Una oleada de reverencias se extendió entre el grupo arracimado, en tanto que los escasos hombres inclinaban la cabeza con gesto torpe, vacilante. Incluso hubo dos o tres personas que se hincaron de rodillas en el suelo. La rica mercader parecía asustada; la pareja de granjeros que estaba a su lado miraba embobada a las leyendas hechas realidad. El trato con las Aes Sedai era cosa de oídas para la mayoría; no parecía probable que ninguno de los presentes, a excepción de los que vivían en Tar Valon, hubiera visto una Aes Sedai hasta ahora, y seguramente los vecinos de la ciudad nunca habían estado tan cerca de una de ellas.
Pero no fueron las Aes Sedai quienes hicieron enmudecer a Min. A veces, no muy a menudo, veía cosas cuando miraba a la gente, imágenes y aureolas que por lo general rutilaban un instante para después desaparecer. De tanto en tanto sabía lo que significaban, pero ello era poco frecuente, mucho menos frecuente que la percepción de imágenes. Sin embargo, cuando comprendía el significado, nunca se equivocaba.
A diferencia de la mayoría de la gente, las Aes Sedai, así como sus Guardianes, siempre tenían aureolas e imágenes, y en ocasiones eran tan numerosas y cambiantes que mareaban a Min. Empero, el hecho de que fueran numerosas no influía en la interpretación; sabía lo que significaban para las Aes Sedai tan raramente como para el resto de la gente. Pero esta vez supo más de lo que hubiera querido, y ello la hizo estremecerse.
Una mujer esbelta, con el negro cabello colgando hasta la cintura, la única de las tres que reconoció —se llamaba Ananda y pertenecía al Ajah Amarillo— tenía un halo de un enfermizo color marrón, arrugado y partido por fisuras putrefactas que se ensanchaban y alargaban a medida que se descomponían. La otra Aes Sedai que estaba al lado de Ananda, una mujer baja con el cabello rubio, era del Ajah Verde a juzgar por el color de los flecos del chal que llevaba. Cuando la mujer se giró, en su espalda apareció un instante la Llama Blanca de Tar Valon; y en el hombro, como cobijada entre las hojas de parra y las ramas de manzanos en flor bordados en el chal, había una calavera humana, una calavera de mujer, limpia y blanquecina. La tercera Aes Sedai, una mujer bonita y regordeta que se encontraba al otro lado de la estancia redonda, no llevaba chal; la mayoría de las Aes Sedai sólo lo llevaban en las ceremonias. La barbilla alzada y la postura erguida de los hombros denotaban un carácter fuerte y orgulloso. Parecía estar contemplando a los peticionarios con los fríos ojos azules ocultos por un velo de sangre hecho jirones y flámulas carmesí que le corrían cara abajo.