Mientras la corona de plata saltaba girando sobre sí misma, de repente sintió que su suerte aumentaba a raudales. Cada toque de la plata contra la madera del tablero resonó claramente en su cabeza; habría podido apostar a cara o cruz y habría acertado cómo caía la moneda en cada salto. Igual que sabía con toda certeza cuál era su próxima carta antes de que Carlomin la dejara delante de él.
Recogió los cinco naipes y los abrió en abanico en una mano. La Soberana de las Llamas se encontraba junto a los otros cuatro triunfos; la Sede Amyrlin lo contemplaba con una llama ondeando sobre su mano, aunque no se parecía en nada a Siuan Sanche. Fuera cual fuera la opinión de los tearianos sobre las Aes Sedai, reconocían el poder de Tar Valon, aun cuando las Llamas eran el palo más bajo.
¿Qué probabilidades habría de tener los cinco triunfos? Tenía mejor suerte con otros juegos de azar, como los dados, pero tal vez la fortuna empezaba a sonreírle también con las cartas.
—Que la Luz me fulmine si no es así —masculló. O eso es lo que tenía intención de decir.
—Ahí tienes —gritó Estean—. Ahora no lo puedes negar. Eso era la Antigua Lengua. Algo de la Luz y de fulminar. —Sonrió a sus compañeros de mesa—. Mi tutor estaría orgulloso. Debería enviarle un regalo, si es que consigo descubrir adónde se fue.
Se suponía que los nobles tenían que saber hablar la Antigua Lengua, aunque en realidad muy pocos sabían algo más de lo que Estean parecía conocerla. Los jóvenes aristócratas empezaron a discutir acerca de lo que Mat había dicho exactamente. Por lo visto pensaban que había sido un comentario que se le había escapado en el acaloramiento de la conversación.
A Mat se le puso la carne de gallina mientras intentaba recordar las palabras que acababa de pronunciar. Una sarta de jerigonzas, aunque tenía la sensación de que casi podía entenderlo. «¡Condenada Moraine! Si me hubiera dejado en paz, ahora no tendría tantas lagunas en la memoria ni estaría mascullando… ¡lo que quiera que sea ese galimatías!» También estaría ordeñando las vacas de su padre en lugar de recorrer el mundo con una bolsa llena de oro, pero se las ingenió para no pensar en esa parte de la historia.
—¿Habéis venido a jugar —los interrumpió bruscamente— o a cotorrear como viejas mientras hacen calceta?
—A jugar —repuso Baran en tono cortante—. ¡Aumento tres coronas de oro! —Echó las monedas en el montón.
—Y otras tres más. —Estean hipó y añadió seis coronas de oro en el bote.
Conteniendo una sonrisa, Mat olvidó por completo la Antigua Lengua. Qué fácil iba a ser; no quería ni pensarlo. Además, si empezaban con apuestas tan fuertes, podría ganar suficiente en esa mano para poder marcharse por la mañana. «Y si está tan loco como para emprender una guerra, me marcharé aunque tenga que hacerlo andando».
Fuera, en la noche, un gallo cantó. Mat rebulló inquieto y se reprendió por ser un necio. Nadie iba a morir.
Bajó los ojos a sus cartas y parpadeó sorprendido. La llama de la Amyrlin había sido sustituida por un cuchillo. Mientras se decía que estaba cansado y veía cosas raras, la figura le hincó la minúscula hoja en la palma de la mano.
Con un ronco grito, arrojó las cartas y brincó hacia atrás tan bruscamente que volcó la silla y golpeó la mesa con los pies al caer al suelo. El aire pareció volverse tan espeso como la miel. Todo se movía como si el tiempo transcurriera muy lentamente, pero al mismo tiempo todo parecía ocurrir a la par. Otros gritos corearon el suyo; unos gritos huecos que resonaban dentro de una caverna. La silla se movía atrás y adelante; la mesa empezó a elevarse.
La Soberana de las Llamas flotaba en el aire y crecía más y más, mientras lo miraba con una cruel sonrisa. Ahora casi de tamaño natural, empezó a salir de la carta; seguía siendo una imagen pintada, sin profundidad, pero alargó el cuchillo hacia él, enrojecido con su sangre como si ya se lo hubiera hincado en el corazón. A su lado, el Soberano de Copas empezó a crecer, y el Gran Señor teariano sacó su espada.
Mat flotaba en el aire, pero de algún modo consiguió alcanzar la daga que llevaba bajo la manga izquierda y la arrojó al punto, directamente al corazón de la Amyrlin. Si es que esa cosa tenía corazón. La segunda daga se deslizó en su mano suavemente y salió lanzada con más suavidad aún. Las dos armas surcaron el aire con la lenta ligereza de vilanos al viento. Mat habría querido gritar, pero el primer bramido de rabia y sorpresa todavía salía de su boca. La Soberana de Bastos estaba creciendo al lado de las primeras dos cartas; la reina de Andor aferraba el bastón como un garrote, y su cabello rubio rojizo enmarcaba una mueca demencial.
Todavía estaba cayendo, todavía soltaba aquel grito prolongado hasta el infinito. La Amyrlin había salido de su carta, y el Gran Señor se desprendía de la suya enarbolando la espada. Las figuras planas se movían casi tan lentamente como él. Casi. Tenía la prueba de que las armas que empuñaban podían cortar, y sin duda el garrote era capaz de aplastar un cráneo. El suyo.
Las dagas que había arrojado se movían como si atravesaran gelatina. Ahora estaba seguro de que el gallo había cantado por él. Dijera lo que dijera su padre, el augurio había sido verdad. Pero no se resignaría a morir como un cordero. Sin pensar cómo, consiguió sacar otras dos dagas de debajo de la chaqueta, una en cada mano. Mientras bregaba para retorcerse en el aire, para ponerse de pie, lanzó una de las dagas a la figura de cabello dorado que blandía el garrote. La otra la conservó en la mano al tiempo que intentaba girarse, caer en el suelo de pie para enfrentarse a…
El mundo volvió a su movimiento normal, y Mat cayó sobre un costado con tanta fuerza que se quedó sin respiración. Se puso de pie precipitadamente al tiempo que sacaba otra daga de debajo de la chaqueta. Thom decía que no debería llevar demasiadas encima; ahora ya no necesitaba ninguna.
Por un momento pensó que las cartas y las figuras se habían desvanecido en el aire. O quizá lo había imaginado todo; tal vez era él quien se estaba volviendo loco. Entonces vio las cartas, otra vez con su tamaño normal, ensartadas en uno de los oscuros paneles de la pared con sus dagas, que todavía se cimbreaban. Inhaló profunda, temblorosamente.
La mesa estaba tirada de lado, las monedas rodaban por el suelo, donde estaban agachados los nobles petimetres y los sirvientes, entre las cartas desparramadas. Miraban boquiabiertos a Mat y a sus dagas, las que aún tenía en las manos y las clavadas en la pared. Estean cogió una copa de plata que, a saber cómo, no se había volcado y se echó al coleto el vino que quedaba en ella, parte del cual se derramó por su barbilla y por el pecho.
—Sólo porque no tengas buenas cartas para ganar —empezó Edorion con voz ronca—, no hay motivo para que te… —Enmudeció, estremecido.
—Vosotros lo habéis visto también. —Mat envainó las dagas. Un hilillo de sangre resbalaba de la minúscula herida abierta en la palma de su mano—. ¡No finjáis que no!
—No vi nada —dijo Reimon con voz inexpresiva—. ¡Nada! —Empezó a gatear por el suelo recogiendo monedas de oro y plata, concentrándose en ellas como si no hubiera en el mundo nada más importante. Los otros hicieron lo mismo, salvo Estean, que gateó buscando alguna otra copa que no se hubiera volcado y en la que aún hubiera vino. Uno de los sirvientes se tapaba la cara con las manos; el otro, con los ojos cerrados, parecía rezar en un susurro gemebundo.
Mascullando una maldición, Mat se dirigió a la pared donde sus dagas tenían clavadas las cartas contra el panel de madera. De nuevo volvían a ser naipes corrientes, simple papel rígido con la capa de lacado transparente resquebrajada. Pero la figura de la Amyrlin sostenía todavía la daga en lugar de una llama. Saboreó sangre y entonces cayó en la cuenta de que se chupaba el corte de la mano.
Sacó precipitadamente las dagas y partió por la mitad las cartas antes de enfundar las armas. Al cabo de un momento, rebuscó entre los naipes tirados en el suelo hasta encontrar al Soberano de Oros y al de los Vientos, y también los rompió en pedazos. Se sentía un poco estúpido por hacerlo; al fin y al cabo, todo había pasado ya y los naipes eran de nuevo cartas corrientes, pero no pudo evitar romperlas.