Ninguno de los jóvenes nobles, que seguían moviéndose a gatas por el suelo, intentó impedírselo. Se apartaban con premura de su camino, sin siquiera mirarlo. El juego se había terminado por aquella noche, y quizá durante las noches venideras. Al menos para él. Lo que quiera que hubiera pasado iba dirigido directamente contra él, sin lugar a dudas. Y más evidente todavía era que estaba relacionado con el Poder Único. Sus compañeros de juego no querían tener nada que ver con eso.
—¡Maldito seas, Rand! —masculló entre dientes—. ¡Si tienes que volverte loco, no me metas a mí en ello!
Su pipa estaba rota en dos trozos, con la boquilla limpiamente partida por un mordisco. Furioso, Mat cogió su bolsa de dinero, que estaba tirada en el suelo, y salió airado del cuarto.
En la oscuridad del dormitorio, Rand daba vueltas en un lecho lo bastante amplio para acoger a cinco personas. Estaba soñando.
Moraine lo azuzaba con un afilado palo a través de un bosque tenebroso hacia el lugar donde la Sede Amyrlin esperaba sentada en el tocón de un árbol, agarrando por la punta una cuerda que él llevaba atada al cuello como un dogal. Entre los árboles se atisbaban vagamente unas figuras imprecisas, acechantes, persiguiéndolo; allí, vislumbró el destello de una cuchilla a la mortecina luz; más allá, atisbó fugazmente unas cuerdas preparadas para amarrarlo. La esbelta Moraine, que apenas le llegaba al hombro, mostraba una expresión que Rand nunca había visto en su semblante: miedo. Sudorosa, la Aes Sedai lo azuzó con más urgencia intentando que se diera prisa. Amigos Siniestros y Renegados agazapados en las sombras; la traílla de la Torre Blanca al frente; y Moraine, detrás. Esquivando con un quiebro el palo de la Aes Sedai, Rand huyó.
—Demasiado tarde para eso —gritó Moraine a su espalda.
Pero tenía que regresar. Volver a casa.
Murmurando, Rand rebulló en el lecho y después se quedó quieto y su respiración se tornó más regular durante unos instantes.
Estaba de vuelta en el Bosque de las Aguas, en casa; los rayos de sol penetraban oblicuos entre los árboles y arrancaban destellos en el estanque que había delante de él. A este lado del estanque las rocas aparecían cubiertas con una capa de verde musgo, y en el opuesto crecía un pequeño arco de flores silvestres. Aquí había sido donde, siendo niño, aprendió a nadar.
—Podrías zambullirte ahora.
Giró bruscamente sobre sus talones. Min estaba allí, sonriente, con sus ropas de chico, y a su lado se encontraba Elayne, sus ondulados cabellos rojizos en contraste con un vestido de seda verde muy apropiado para lucirlo en el palacio de su madre.
Había sido Min la que le había hablado, pero Elayne añadió:
—Dan ganas de meterse en el agua, Rand. Nadie nos molestará aquí.
—No sé —empezó, poco convencido.
Min lo interrumpió enlazando las manos detrás de su nuca, puesta de puntillas, y lo besó.
—Nadie nos molestará aquí —repitió las palabras de Elayne en un suave murmullo. Se retiró un paso y se quitó la chaqueta; a continuación desató los lazos de su camisa.
Rand miraba asombrado, y más cuando se percató de que el vestido de Elayne yacía tirado en el suelo. La heredera del trono estaba inclinada, con los brazos cruzados, y subía el repulgo de su camisola.
—¿Qué estáis haciendo? —demandó con voz estrangulada.
—Preparándonos para nadar contigo —respondió Min.
Elayne le dedicó una sonrisa y luego se pasó el borde de la camisola por la cabeza.
Rand se puso de espaldas apresuradamente, aunque no deseaba hacerlo. Y se encontró cara a cara con Egwene, cuyos grandes y oscuros ojos lo contemplaban tristemente. Sin decir una palabra, la joven se dio media vuelta y desapareció entre los árboles.
—¡Espera! —le gritó Rand—. Puedo explicarlo.
Echó a correr; tenía que encontrarla. Pero cuando llegaba al borde de los árboles la voz de Min lo hizo detenerse.
—No te marches, Rand.
Elayne y ella ya estaban metidas en el agua, sólo con la cabeza fuera, mientras nadaban lentamente en el centro del estanque.
—Vuelve —lo llamó Elayne al tiempo que sacaba un esbelto brazo y le hacía señas para que regresara—. ¿Acaso no te mereces tener lo que deseas, para variar?
Rand cambió el peso del cuerpo de uno a otro pie alternativamente, con nerviosismo, deseando moverse pero incapaz de decidir hacia qué lado. Tener lo que deseaba. Sonaba raro. Pero ¿qué era lo que quería? Se llevó una mano a la cara para limpiar lo que creía que era sudor. Al retirarla, la marca de la garza que tenía en la palma estaba casi cubierta por la supuración de la carne ulcerada; entre los bordes enrojecidos de las llagas se veía el blanco del hueso.
Se incorporó de un salto y despertó; estaba en la cama, tiritando en medio de la bochornosa oscuridad. El sudor empapaba su ropa interior y las sábanas de lino. Le ardía el costado, allí donde estaba la vieja herida que no había terminado de curarse bien. Pasó los dedos por la irregular cicatriz, un círculo de casi tres centímetros de diámetro, todavía sensible después de tanto tiempo. Ni siquiera el poder curativo de Moraine era capaz de sanarlo en condiciones. «Pero todavía no me estoy pudriendo. Y tampoco estoy loco. Aún no». Aún no. Con eso quedaba dicho todo. Le entraron ganas de reír, y se preguntó si tal cosa no significaría que ya estaba algo enajenado.
El haber soñado con Min y con Elayne, soñar con ellas de esa forma… Bueno, no era una locura, pero sí una necedad. Ninguna de ellas lo había mirado como una mujer mira a un hombre cuando estaba despierto. Y con Egwene podía decirse que estaba comprometido desde que eran unos niños. Las palabras de compromiso no se habían pronunciado en el Círculo de Mujeres, pero todo el mundo en Campo de Emond y sus alrededores sabía que algún día se casarían.
Ese día no llegaría nunca, desde luego; ahora no, considerando el destino que le aguardaba a un hombre que encauzaba el Poder. Egwene también debía de haberlo comprendido así. Tenía que haberse dado cuenta. Además, estaba absorta en su propósito de convertirse en Aes Sedai. Con todo, las mujeres eran raras; tal vez pensaba que podía ser una Aes Sedai y casarse con él de todos modos, encauzara o no el Poder. ¿Cómo decirle que ya no deseaba casarse con ella, que la quería como a una hermana? Claro que tampoco tenía por qué decírselo así. Podía justificarse con lo que era, y ella tendría que comprenderlo. ¿Qué hombre le pediría a una mujer que se casara con él sabiendo que sólo le quedaban, con suerte, unos pocos años antes de enloquecer, antes de empezar a descomponerse en vida? A despecho del calor, lo sacudió un escalofrío.
«Necesito dormir». Los Grandes Señores estarían de regreso por la mañana y maniobrarían para ganarse su favor. El favor del Dragón Renacido. «Quizás esta vez no sueñe». Empezó a girarse en la cama para buscar un sitio en el que las sábanas estuvieran secas; se quedó petrificado, escuchando unos leves crujidos en la oscuridad. No estaba solo.
La Espada que no es una Espada estaba al otro extremo de la habitación, fuera de su alcance, sobre un pedestal que semejaba un trono y que los Grandes Señores le habían regalado con la esperanza, sin duda, de que mantendría a Callandor fuera de su vista. «Es alguien que quiere robar a Callandor», dedujo. De pronto se le ocurrió otra idea. «O que quiere matar al Dragón Renacido». No le hacía falta oír las advertencias susurradas de Thom para saber que la declaración de imperecedera lealtad de los Grandes Señores no eran más que palabras dictadas por la necesidad.
Se concentró en la llama y el vacío para dejar la mente en blanco; no le costó trabajo hacerlo, y se encontró flotando en la fría nada de su interior, ideas y emociones abandonadas fuera; buscó el contacto con la Fuente Verdadera. Esta vez la alcanzó fácilmente, lo que no siempre ocurría.