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Perrin se inclinó en la silla de Brioso para coger por el hombro a un vecino, un granjero calvo llamado Get Eldin, y le pidió que se quedara para echar a cualquier otro que intentara interrumpir a maese Luhhan. Get debía de triplicarle la edad, pero el hombre de rostro arrugado y curtido se limitó a asentir y tomó posiciones cerca de donde Haral descargaba el martillo sobre el hierro caliente. Ahora podía marcharse, antes de que Faile regresara.

Empero, no bien acababa de hacer volver grupas a Brioso cuando apareció Bran con la lanza cargada al hombro y el casco sujeto debajo del brazo.

—Perrin, tiene que haber un modo más rápido de avisar a los pastores para que se refugien en el pueblo si vuelven a atacarnos. Aunque utilizó a los corredores más veloces, Abell sólo había conseguido que llegaran menos de la mitad cuando los trollocs salieron del bosque.

Eso fue fácil de resolver; tuvo la suerte de acordarse de una vieja y herrumbrosa corneta que Cenn Buie tenía colgada en una pared de su casa y se estableció una señal de tres toques largos que oiría hasta el pastor más alejado del pueblo. Esto, cómo no, dio pie al tema de acordar otras señales tales como ordenar que todos los que no combatían se refugiaran en sus casas si se esperaba un ataque. Lo que condujo, naturalmente, a la pregunta de cómo saber cuándo se avecinaba un ataque. Resultó que Bain, Chiad y los Guardianes se mostraron bien dispuestos para patrullar, aunque cuatro no eran suficientes. De modo que hubo que encontrar a los más expertos en los bosques y a los mejores rastreadores y proporcionarles caballos para que pudieran llegar a Campo de Emond antes que cualquier grupo de trollocs que localizaran.

Después de eso, tuvo que encargarse de calmar a Buel Dowtry. El viejo y encanecido flechero, que tenía una nariz casi tan afilada como una punta de flecha, sabía de sobra que la mayoría de los granjeros solía fabricar sus propias saetas, pero se oponía firmemente a que nadie lo ayudara aquí en el pueblo, como si fuera capaz por sí solo de mantener llenas todas las aljabas. Perrin no habría sabido decir cómo se las ingenió para aplacar el malhumor de Buel, pero cuando se marchó había conseguido, de algún modo, dejar al hombre enseñando alegremente a un puñado de chiquillos a atar y pegar los penachos de plumas de ganso.

Eward Candwin, el robusto tonelero, le planteó un problema diferente. Con tantas personas necesitando agua, tenía pendientes de hacer tantos cubos y barriles que tardaría semanas en fabricarlos él solo. No le llevó mucho tiempo a Perrin encontrar ayudantes de confianza que supieran al menos cómo biselar las duelas, pero siguieron llegando más personas planteando preguntas y problemas que, por lo visto, pensaban que sólo Perrin sabía cómo solucionar, desde organizar la incineración de los cadáveres de los trollocs hasta si sería seguro volver a sus granjas para salvar lo que se pudiera. A esto último respondió con un «no» rotundo cada vez que se lo preguntaron —y casi siempre lo hacían hombres y mujeres que miraban ceñudos las columnas de humo que se elevaban sobre el campo—, pero a otros interrogantes se limitaba a preguntar a esa persona cuál le parecía que era la mejor solución y lo animaba a hacer lo que había sugerido. Rara vez tuvo que discurrir una solución por sí mismo; la gente sabía qué hacer, sólo que tenía la estúpida idea de que debía preguntarle a él.

Dannil, Ban y los otros lo encontraron e insistieron en acompañarlo a todas partes con aquel condenado estandarte, como si con el grande que ondeaba en el Prado no fuera suficiente, hasta que los mandó a proteger a los hombres que habían vuelto a la línea del Bosque del Oeste para talar más árboles. Al parecer, Tam —¡Tam, quién lo habría dicho!— les había contado una historia sobre una tropa llamada los Compañeros, en Illian, unos soldados que cabalgaban con el general de un ejército illiano y que se lanzaban a combatir allí donde la batalla estaba más reñida. Por lo menos se llevaron el estandarte. Perrin se sentía como un necio con aquella cosa ondeando tras él.

A media mañana llegó Luc —la viva estampa de la arrogancia— respondiendo con leves inclinaciones de cabeza a las escasas aclamaciones que le dirigieron, aunque era un misterio la razón de que alguien quisiera aclamarlo. Traía consigo un trofeo que sacó de una bolsa de cuero y que hincó en una pica al borde del Prado para que todo el mundo pudiera mirarlo boquiabierto: la cabeza sin ojos de un Myrddraal. Con una actitud modesta, aunque teñida con cierto aire de superioridad, dejó caer que había matado al Fado cuando topó con una banda de trollocs. Un admirado séquito lo acompañó para mostrarle la escena de la batalla —habían dado en llamarlo así— sostenida en el pueblo, donde los caballos arrastraban los cadáveres de trollocs hacia grandes piras de las que ya se alzaban negras nubes de humo apestoso. Luc se mostró adecuadamente admirado, como correspondía, y sólo hizo una o dos críticas al modo en que Perrin había dispuesto a sus hombres; así era como lo contaban las gentes de Dos Ríos, con Perrin situando las tropas y dando órdenes, cosa que no había hecho en ningún momento.

Luc dedicó al joven una altanera sonrisa de aprobación.

—Lo hiciste muy bien, muchacho. Tuviste suerte, desde luego, pero existe lo que se llama la suerte del principiante, claro está.

Cuando se marchó a su habitación en la Posada del Manantial, Perrin hizo que bajaran la cabeza clavada en la pica y la enterraran. No era precisamente una cosa que la gente debiera ver, especialmente los niños.

Las preguntas se sucedieron conforme avanzaba el día hasta que, de repente, cayó en la cuenta de que el sol estaba en su cenit; no había comido nada y su estómago se lo estaba recordando de un modo sonoro que no dejaba lugar a dudas.

—Señora al’Caar —respondió, cansado, a la mujer que estaba plantada junto al estribo—, supongo que los niños pueden jugar en cualquier parte, siempre y cuando haya alguien vigilándolos para que no vayan más allá de las últimas casas. ¡Luz, mujer, eso lo sabéis mejor que yo, porque sabéis más de niños! Si no ¿cómo os las arreglasteis para criar a vuestros cuatro hijos? —El más pequeño de ellos tenía seis años más que el propio Perrin.

Nela al’Caar frunció el ceño y sacudió la cabeza con tanta energía que la canosa coleta se meció sobre su hombro. Por un momento, Perrin creyó que iba a darle un bofetón por hablarle de ese modo, y casi deseó que lo hiciera, Al menos diferiría de la actitud de todo el mundo, que quería saber lo que él creía que debía hacerse sobre esto o aquello.

—Por supuesto que sé mucho de niños —replicó la mujer—. Sólo quería asegurarme de hacer las cosas del modo que quieres. Bien, entonces así lo haremos.

Perrin suspiró y esperó a que la mujer se diera media vuelta para hacer volver grupas a Brioso en dirección a la Posada del Manantial. Dos o tres personas lo llamaron, pero hizo caso omiso. Del modo que quería que se hiciera. ¡Vaya! ¿Qué le pasaba a esta gente? Los habitantes de Dos Ríos no actuaban así. Y los de Campo de Emond, menos aun. Les gustaba dar su opinión en todo y hacer las cosas a su modo. Discusiones con el Consejo del Pueblo y entre los miembros del Consejo acababan a golpes a la primera ocasión que se presentaba. Y, aunque el Círculo de Mujeres creía que llevaban sus asuntos con más circunspección, lo cierto es que no había un solo hombre en el pueblo que no supiera interpretar lo que apuntaba el aspecto de las mujeres, ceñudas y con las coletas casi tan erizadas como las colas de unos gatos rabiosos.

«¿Que qué quiero? —se dijo, furioso—. Lo que quiero es algo de comer, un sitio donde nadie me esté machacando con preguntas». Al desmontar frente a la puerta de la posada se tambaleó y pensó que podría añadir una cama a la lista. No era más que mediodía, Brioso había hecho todo el trabajo, y ya se sentía completamente agotado. A lo mejor Faile tenía razón, después de todo. Quizá lo de ir tras Loial y Gaul era realmente una mala idea.