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—Dejadlo en paz —instó con más dureza de lo que era su intención—. Todo hombre tiene derecho a defenderse, a defender a su… Está en su derecho.

Aram se volvió hacia él y levantó el arma.

—¿Me enseñarás cómo utilizarla?

—No sé manejarla —respondió Perrin—. Pero puedo encontrar a alguien que te adiestre en su manejo.

—Los trollocs se llevaron a mi hija. —Las lágrimas se deslizaban por el rostro crispado de Ila y los sollozos le sacudían el cuerpo—. Y a todos mis nietos salvo uno, y ahora me lo arrebatas tú. Se ha convertido en un Errante por tu culpa, Perrin Aybara. En el fondo de tu ser ya eres un lobo y harás lo mismo de él. —Le dio la espalda y remontó los peldaños ciegamente, sin dejar de sollozar.

—¡Podría haberla salvado! —le gritó Aram—. ¡Abuela! ¡Podría haberla salvado! —La mujer no miró atrás y, cuando desapareció en el descansillo, el muchacho se apoyó pesadamente contra la barandilla, sollozando—. La habría salvado, abuela. La habría…

Perrin advirtió que Bode lloraba también, con la cara hundida entre las manos, y las otras mujeres lo miraban, ceñudas, como si hubiera hecho algo malo. No. Todas no. Alanna lo observaba desde lo alto de la escalera con la indescifrable calma de las Aes Sedai, y el semblante de Faile era igualmente impasible.

Se limpió la boca, tiró la servilleta sobre la mesa y se incorporó. Todavía estaba a tiempo de decirle a Aram que soltara la espada y que fuera a pedirle perdón a Ila. Todavía estaba a tiempo de decirle… ¿Qué? ¿Qué quizá la próxima vez no estaría presente para presenciar cómo morían sus seres queridos? ¿Que tal vez cuando regresara se encontraría con sus tumbas?

Le puso la mano en el hombro, y Aram dio un respingo a la par que aferraba con más fuerza la espada, como si temiera que fuera a quitársela. El joven gitano exudaba un olor a emociones impetuosas, a miedo, odio y una insondable tristeza. Errante, lo había llamado Ila. La expresión de sus ojos era la de un hombre perdido.

—Lávate la cara, Aram. Después ve en busca de Tam al’Thor y le dices de mi parte que te enseñe a manejar la espada.

Lentamente, el otro joven alzó el rostro.

—Gracias —balbució al tiempo que se limpiaba las lágrimas con la manga de la chaqueta—. Gracias. Jamás olvidaré esto. Jamás. Lo juro. —Inesperadamente, levantó el arma para besar la recta cuchilla; el pomo de la empuñadura era una cabeza de lobo hecha de bronce—. Lo juro. ¿No es así como se hace?

—Supongo que sí —respondió tristemente Perrin, que se preguntó por qué se sentía apesadumbrado. La Filosofía de la Hoja era una idea hermosa, como un sueño de paz, pero, al igual que un sueño, no podía perdurar cuando se desataba la violencia. Y no sabía de ningún lugar donde no la hubiera. La Filosofía de la Hoja era un sueño para otro hombre en otro tiempo. Quizás en alguna otra Era—. Ve, Aram. Tienes mucho que aprender en muy poco tiempo.

Todavía dándole las gracias, el joven gitano ni siquiera se entretuvo en lavarse la cara llorosa y salió corriendo de la posada, sosteniendo la espada ante sí con las dos manos.

Consciente del entrecejo fruncido de Eldrin, de la postura en jarras de Marin y del gesto enojado de Natti, por no mencionar los sollozos de Bode, Perrin regresó a la silla. Alanna ya no estaba en lo alto de la escalera y Faile lo miró en silencio mientras él cogía el cuchillo y el tenedor.

—¿Lo desapruebas? —le preguntó en voz queda—. Un hombre está en su derecho de defenderse, Faile. Incluso Aram. Nadie puede obligarlo a seguir la Filosofía de la Hoja si él no quiere.

—No me gusta verte sufrir —repuso ella muy bajito.

El cuchillo se detuvo a medio cortar un trozo de carne. ¿Sufrir? Ese sueño no era para él.

—Sólo estoy cansado —contestó, sonriendo, aunque dudaba que Faile le creyera.

Antes de que tuviera tiempo de llevarse otro trozo de carne a la boca, Bran asomó la cabeza por la puerta principal. Volvía a llevar puesto el casco.

—Unos jinetes se aproximan por el norte, Perrin. Muchos, y tengo la impresión de que son Capas Blancas.

Faile salió presurosa de la sala al tiempo que Perrin se levantaba de la silla, y cuando el joven estuvo fuera, montado en Brioso, con el alcalde mascullando entre dientes qué iba a decirles a los Capas Blancas, la muchacha apareció por la esquina de la posada a lomos de su negra yegua. Mucha gente había abandonado sus quehaceres para correr hacia el norte del pueblo, pero Perrin no tenía ninguna prisa. Era muy probable que los Hijos de la Luz vinieran a arrestarlo. Seguramente era la razón de su presencia allí. No estaba dispuesto a permitir que se lo llevaran encadenado, pero tampoco deseaba pedirle a la gente que luchara contra los Capas Blancas por causa suya. Fue en pos de Bran y se unió a la nutrida columna de hombres, mujeres y niños que cruzaban el Puente de los Carros sobre el arroyo del manantial; los cascos de Brioso y Golondrina resonaron en las gruesas planchas de madera. A lo largo del cauce crecían unos cuantos sauces altos. El puente era el arranque del Camino del Norte, que llevaba a Colina del Vigía y más allá. Para entonces, las lejanas columnas de humo se habían reducido a tenues volutas a medida que los incendios se consumían.

Allí donde el camino salía del pueblo, encontró un par de carretas cerrando el paso y hombres agrupados detrás de una barrera de afiladas estacas que empuñaban arcos, picas o armas improvisadas y que olían a excitación. Murmuraban entre sí y todos se apelotonaban para ver lo que venía por el camino: una larga columna de jinetes con blancas capas que dejaban una nube de polvo tras de sí. Los hombres llevaban yelmos cónicos y bruñidas armaduras que relucían con el sol de la tarde, y empuñaban largas lanzas que llevaban inclinadas en un ángulo uniforme. Al frente cabalgaba un hombre joven de semblante severo y porte rígido que le resultó familiar a Perrin. Con la llegada del alcalde, los murmullos se acallaron y creció la expectación. O tal vez fue la llegada de Perrin lo que hizo enmudecer a los hombres.

A unos doscientos pasos de la estacada, el hombre de semblante severo levantó una mano, y la columna se detuvo a medida que la orden se transmitía a lo largo de las filas. A continuación se adelantó con media docena de Capas Blancas como escolta y recorrió con la mirada las carretas, las afiladas estacas y los hombres que había detrás. Su porte lo habría señalado como un hombre importante aunque no hubiera llevado los nudos de rango bajo el sol resplandeciente que adornaba su capa.

Luc había aparecido de alguna parte, esplendoroso con sus ropas rojas con bordados de oro, sobre su semental negro. Quizá fuera lógico que el oficial Capa Blanca se dirigiese a él, aunque sus oscuros ojos siguieron observando, escrutadores.

—Soy Dain Bornhald —anunció mientras frenaba su montura—, capitán de los Hijos de la Luz. ¿Habéis preparado esto para nosotros? Tenía entendido que Campo de Emond era amigo de los Hijos, ¿no? En realidad sería un pueblo de la Sombra si está cerrado para los Hijos de la Luz.

Así que era Dain Bornhald, no Geofram. Tal vez, un hijo de este último. Tanto daba. Perrin suponía que cualquiera de los dos trataría de arrestarlo. En ese momento la mirada de Bornhald pasó sobre él y volvió velozmente para quedarse fija en Perrin. Dio la impresión de que el hombre sufría una sacudida, y su mano fue rápidamente hacia la espada mientras sus labios se tensaban en un gruñido silencioso. Por un instante, Perrin creyó que el hombre estaba a punto de cargar, lanzando su caballo contra la estacada, para llegar hasta él. El oficial parecía sentir un odio personal hacia Perrin. Al observarlo con más detenimiento, se advertía cierta flojedad en los músculos del rostro y en sus ojos había un brillo que Perrin había visto en los de Bili Congar. Casi le pareció percibir el olor a brandy.

El hombre de rostro descarnado que estaba junto a Bornhald le resultó aun más familiar. Perrin no olvidaría jamás aquellos ojos hundidos, como negros carbones ardientes. Alto, enjuto y duro como un yunque, Jaret Byar observaba a Perrin con una expresión de odio tan evidente que no dejaba lugar a dudas. Bornhald sería o no un fanático, pero Byar lo era indiscutiblemente.