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Habría sido igual llevar sólo sus prendas interiores. El rubor tiñó sus mejillas y procuró no pensar en el modo en que la seda se pegaba a su cuerpo. «¡Basta ya! Es un vestido completamente decoroso. ¡Lo es!»

—¿Esa tal Amys no te dijo nada que pueda servirnos de ayuda?

—Ya te he contado lo que dijo. —Elayne suspiró. Nynaeve la había tenido en vela hasta altas horas hablando de la Sabia Aiel que había aparecido con Egwene en el Tel’aran’rhiod la noche pasada, y durante el desayuno había empezado con el mismo tema. Egwene, peinada por alguna razón con dos trenzas y asestando a la Sabia miradas hoscas, había dicho poco más que Rand estaba bien y que Aviendha cuidaba de él. Había sido Amys la que más había hablado o, más bien, le había soltado un sermón sobre los peligros que acechaban en el Mundo de los Sueños, con lo que había conseguido que Elayne se sintiera como si tuviera diez años otra vez y Lini, su niñera, la hubiera sorprendido escabullándose de la cama para robar unos dulces; luego siguieron advertencias sobre la concentración y el control de sus pensamientos si tenía que entrar al Tel’aran’rhiod. ¿Cómo podía uno controlar lo que pensaba?

—Estaba convencida de que Perrin se encontraba con Rand y Mat. —Aparte de la aparición de Amys, esta noticia había sido la mayor sorpresa. Por lo visto, Egwene creía que el joven viajaba con ellas dos.

—Él y esa chica se habrán marchado a algún sitio donde pueda dedicarse a ser herrero y vivir en paz —adujo Nynaeve, pero Elayne sacudió la cabeza.

—Lo dudo mucho. —Se había formado cierta opinión sobre Faile y, si no se equivocaba de medio a medio, esa joven no se conformaría con ser la esposa de un herrero. De nuevo tuvo que escupir para quitarse el velo pegado a la boca. Qué cosa más incómoda y absurda.

—En fin, esté donde esté —siguió Nynaeve, que de nuevo se manoseaba las trenzas—, espero que se encuentre bien y a salvo, pero, puesto que no está aquí, no puede ayudarnos. ¿Se te ocurrió preguntarle a Amys si sabía algún modo de valerse del Tel’aran’rhiod para…?

Un hombre corpulento y calvo, vestido con una desgastada chaqueta marrón, salió entre la multitud dando empellones e intentó rodearla con los fornidos brazos. Nynaeve enarboló la duela que llevaba apoyada al hombro y le propinó un estacazo tan fuerte en el rostro que lo mandó trastabillando hacia atrás y cubriéndose la nariz que debía de habérsele roto al menos por segunda vez.

Elayne todavía no se había recobrado del susto cuando otro hombre, tan grande con el anterior y luciendo un enorme bigote, la apartó de un empujón para alcanzar a Nynaeve. Entonces olvidó su miedo. Apretó los dientes con rabia y, en el momento en que las manos del tipo tocaban a su amiga, le descargó un tremendo estacazo en la cabeza con su duela. Las piernas del individuo se doblaron y cayó de bruces cuan largo era.

El gentío se apartó ya que nadie quería verse implicado en los problemas de otros. Ni que decir tiene que ninguno de los presentes se ofreció a ayudarlas. Y necesitaban ayuda, comprendió Elayne. El hombre al que Nynaeve había golpeado seguía de pie, con la boca torcida en una mueca salvaje mientras se limpiaba la sangre que le brotaba de la nariz y abría y cerraba las manos como si quisiera estrangularla. Por si fuera poco, no estaba solo. Otros siete hombres se estaban desplegando en abanico para cortarles cualquier salida, todos ellos, excepto uno, igualmente corpulentos, con los rostros marcados con cicatrices y unas manos que parecían haber aporreado piedras durante años. Un tipo flaco, de rostro descarnado, que sonreía como un zorro nervioso, los azuzaba entre resuellos:

—No dejéis escapar a esta mujer. Os aseguro que vale buenas monedas de oro. ¡De oro!

Sabían quiénes eran. Esto no se trataba de un simple robo; se disponían a deshacerse de Nynaeve y a raptar a la heredera del trono de Andor. Notó que Nynaeve abrazaba el saidar —si el ataque no la ponía lo suficientemente furiosa para encauzar, entonces no haría nada—, y también ella se abrió a la Fuente Verdadera. El Poder Único entró a raudales en ella, un dulce flujo que la colmó de la cabeza a los pies. Unos pocos flujos de Aire entretejidos por cualquiera de las dos bastarían para encargarse de estos rufianes.

Pero ni ella ni Nynaeve encauzaron. Entre las dos podían dar una buena tunda a estos tipos como deberían haber hecho sus madres a su debido tiempo; empero, no se atrevían a utilizar al Poder Único a no ser que no les quedara más remedio.

Si alguna hermana del Ajah Negro se encontraba al alcance de la vista, bastante se habían traicionado ya con el halo brillante del saidar. Encauzar lo necesario para tejer esos pocos flujos de Aire las delataría a una Negra que estuviera en otra calle a más de cien pasos de distancia, dependiendo de su capacidad perceptiva y su poder. Esto era lo que más habían estado haciendo ellas dos durante los últimos cinco días, caminando por la ciudad tratando de percibir a una mujer que encauzara, confiando en que su percepción las guiara hacia Liandrin y las demás.

También había que tener en cuenta a la muchedumbre. Unas pocas personas seguían pasando por ambos lados, apretándose contra las paredes de los edificios, mientras que el resto se arremolinaba, buscando otros caminos para marcharse de allí. Sólo unos pocos dieron señales de haber visto a las mujeres en peligro, limitándose a esquivar la mirada, avergonzados. Pero, si veían a esos hombretones salir lanzados por el aire impulsados por algo invisible…

En la actualidad, ni las Aes Sedai ni el Poder Único gozaban de las simpatías de las gentes de Tanchico, debido a los rumores atrasados sobre lo ocurrido en Falme y a los más recientes respecto a que la Torre Blanca respaldaba a los seguidores del Dragón que había en la campiña. Estas personas lo mismo podían salir huyendo al ver utilizar el Poder Único como podían reaccionar como una chusma enloquecida y atacarlas en masa. Aunque Nynaeve y ella fueran capaces de evitar que las descuartizaran allí mismo, cosa de la que no estaba segura, después no habría manera de ocultar lo ocurrido. El Ajah Negro sabría que había Aes Sedai en Tanchico antes de la puesta de sol.

Poniéndose espalda contra espalda con Nynaeve, Elayne aferró con fuerza la duela; sintió unas ganas locas de echarse a reír. Si la antigua Zahorí volvía a hacer la menor insinuación de salir solas a las calles —a pie— se iba a enterar de lo que se sentía cuando a una le metían la cabeza en un balde de agua. Por lo menos, ninguno de estos brutos parecía ansioso por ser el siguiente en terminar con la cabeza abierta como el tipo tirado en los adoquines de la calle.

—Vamos —instó el tipo de rostro estrecho, agitando las manos—. ¡Vamos! ¡Sólo son dos mujeres! —Sin embargo, él no daba un paso para acercarse—. Moveos. Sólo la necesitamos a ella. Vale mucho oro, os digo.

De repente sonó un golpe seco y uno de los rufianes cayó de hinojos, sujetándose, atontado, la cabeza partida, y una mujer de cabello oscuro y semblante severo, vestida con un traje de montar azul, pasó veloz junto al tipo, giró bruscamente y asestó un puñetazo en la boca a otro, lo zancadilleó con su bastón y después le soltó una patada en la cabeza mientras caía.

El hecho de recibir ayuda era de por sí sorprendente, y aun más de quién procedía, pero Elayne no iba a ponerle peros. Nynaeve se apartó de su espalda a la par que lanzaba un bramido, y se abalanzó al grito de «¡Adelante el León Blanco!» para dar un palo con todas sus fuerzas al bruto que tenía más cerca. El tipo levantó los brazos para protegerse; parecía terriblemente asustado.

—¡Adelante el León Blanco! —volvió a entonar la antigua Zahorí el grito de guerra de Andor, y el matón dio media vuelta y huyó con el rabo entre las piernas.