A pesar de que los fragmentos de cristal esparcidos por el suelo se le clavaban en los pies desnudos, Rand se desplazó de lado, siempre de lado, de posición en posición y de imagen en imagen, procurando enfrentarse sólo a una de ellas cada vez. Recurrió a todo aquello que Lan, el Guardián de Moraine, le había enseñado en sus prácticas diarias con la espada.
De haber coordinado sus ataques las tres figuras, de haber aunado esfuerzos, Rand habría perecido antes de un minuto, pero cada cual luchaba contra él por separado, como si las demás no existieran. Con todo, le fue imposible parar todos sus golpes con eficacia y, a no tardar, la sangre corría por su rostro, su pecho y sus brazos. La vieja herida se abrió, y el rojo fluido vital manchó su ropa interior. Las imágenes no sólo tenían sus rasgos, sino también su habilidad, y eran tres contra uno. Sillas y mesas fueron derribadas; la valiosa porcelana de los Marinos se hizo añicos sobre la alfombra.
Rand notaba que empezaban a fallarle las fuerzas. Ninguno de los cortes era importante en sí mismo, salvo la vieja herida, pero sumados todos… En ningún momento se le pasó por la cabeza pedir ayuda a las Aiel que montaban guardia al otro lado de su puerta; esto tenía que hacerlo solo. Combatió desde el frío aislamiento del vacío donde no cabían emociones, pero el miedo arañaba en sus confines como las ramas agitadas por el viento azotan una ventana en la noche.
La espada salvó la defensa de uno de sus adversarios y Rand arremetió de frente para hundirla en la cara, justo debajo de los ojos —no pudo evitar encogerse ya que, al fin y al cabo, era su propio rostro— pero el doble retrocedió lo suficiente para que el golpe no fuera definitivo. La sangre que manó de la herida puso un velo carmesí sobre las mejillas y la boca, pero la expresión del rostro no se alteró y los inexpresivos ojos ni siquiera pestañearon. La imagen deseaba su muerte del mismo modo que un hambriento desea comida.
«¿Habrá algo que los mate?» Los tres sangraban por las heridas que había conseguido infligirles, pero la pérdida de sangre no parecía debilitarlos como le estaba ocurriendo a él. Procuraban esquivar su espada, aunque no daban señales de notar que los había herido. «Si es que lo he hecho» pensó lúgubremente. «¡Luz, si sangran, entonces es que se los puede lastimar! ¡Tiene que ser así!»
Necesitaba un momento de respiro para recuperar el aliento, para recobrar fuerzas. De repente, se apartó de ellos de un salto y se zambulló en la cama, sobre la que rodó de lado a lado. Más que ver, sintió las espadas descargándose sobre el edredón, casi rozándolo. Cayó de pie al otro lado del lecho, tambaleante, y se agarró a una mesita para mantener el equilibrio. El brillante cuenco de oro y plata que estaba encima se bamboleó. Uno de sus dobles se había encaramado a la destrozada cama y sus pies levantaron las plumas de ganso al cruzar por encima, con la espada presta. Los dos restantes rodearon el lecho lentamente, todavía ajenos a la presencia del otro, absortos en él. Sus ojos relucían como cristal.
Rand se estremeció al sentir un dolor en la mano que tenía apoyada en la mesita. Una imagen de sí mismo, no mayor de quince centímetros, sacó la pequeña espada que le había hincado. En un gesto instintivo, Rand agarró la figura antes de que pudiera acuchillarlo otra vez. Forcejeó entre sus dedos, enseñándole los dientes. El joven percibió movimiento por toda la habitación; numerosos reflejos pequeños de sí mismo salían de la pulida plata. Notó que la mano se le empezaba a quedar dormida y fría, como si el minúsculo doble estuviera absorbiendo la temperatura de su cuerpo. El calor del saidin aumentó en su interior hasta colmarlo; la impetuosa corriente llegó a su cabeza y el calor fluyó a su gélida mano.
De pronto, el diminuto doble estalló como una burbuja, y Rand notó que algo fluía dentro de sí tras el estallido, como si recobrara una pequeña parte de su fuerza perdida. Se sacudió cuando lo acribillaron minúsculos pinchazos de vitalidad.
Al levantar la cabeza, sorprendido de no estar muerto, las pequeñas imágenes que un momento antes había atisbado fugazmente habían desaparecido. Los tres dobles más grandes fluctuaron, como si la fuerza que había recuperado se la hubiera quitado a ellos. Aun así, afirmaron los pies en el suelo y reanudaron la aproximación, bien que con más cautela.
Rand retrocedió a la par que amenazaba con su espada primero a uno y después a otro; entre tanto su mente trabajaba a marchas forzadas. Si seguía luchando contra ellos igual que hasta ahora, acabarían matándolo antes o después. Lo sabía con tanta certidumbre como sabía que estaba sangrando. Empero, entre las imágenes existía un vínculo. Al absorber a la pequeña —la sola idea le daba náuseas, pero era exactamente lo que había ocurrido— no sólo había arrastrado consigo a las demás sino que también había afectado a las grandes, aunque sólo durante un momento. Si lograba hacer lo mismo con una de ellas, tal vez destruiría a las tres.
Imaginar absorberlas le produjo una vaga sensación de náusea, pero no se le ocurría otro modo de acabar con ellas. «Ignoro cómo lo conseguí. ¿Qué es lo que hice? ¡Luz! ¿Qué fue lo que hice?» Tenía que luchar cuerpo a cuerpo con una de ellas o, al menos, tocarla; de algún modo, eso era algo que sabía con absoluta certeza. No obstante, si se acercaba tanto, las tres espadas lo atravesarían en un visto y no visto. «Reflejos. ¿Hasta qué punto siguen siéndolo?»
Confiando en no estar actuando como un necio —en tal caso, muy pronto sería un necio muerto— hizo desaparecer su espada. Estaba presto para hacerla reaparecer al instante; pero, cuando la curvada arma de fuego se desvaneció, también lo hicieron las otras. Una fugaz expresión de desconcierto se plasmó en los semblantes de los dobles, uno de ellos destrozado y ensangrentado. No obstante, antes de que tuviera tiempo de atrapar uno de los reflejos, los tres saltaron sobre él y los cuatro cayeron al suelo en un revoltijo de miembros y rodaron sobre la alfombra sembrada de cristales.
El frío lo atenazó, se propagó por sus miembros y le penetró en los huesos entumeciéndolo hasta el punto de dejar de sentir los fragmentos cortantes de cristal y porcelana que se clavaban en su carne. Una sensación muy parecida al pánico rozó los límites del vacío que lo rodeaba. Tal vez había cometido un error fatal. Estos reflejos eran mayores que el que había absorbido y le estaban arrebatando más calor. Aunque eso no era lo peor. A medida que el frío se apoderaba de él, los vidriosos ojos grises prendidos en los suyos iban cobrando vida, y supo con aterradora certeza que su muerte no pondría fin a la lucha, que los tres dobles se volverían unos contra otros hasta que sólo quedara uno, y ese uno tendría su vida, sus recuerdos; sería él.
Continuó luchando porfiadamente, resistiéndose con más denuedo cuanto mayor era su debilidad. Se aferró al saidin y tiró de él tratando de llenarse de su calor. Hasta la nauseabunda degradación fue bienvenida, puesto que cuanto más la notaba más saidin lo henchía. Si se le revolvía el estómago significaba que estaba vivo, y si estaba vivo podía luchar. «Pero ¿cómo? ¿Cómo? ¿Qué fue lo que hice antes?» La energía del saidin seguía entrando a raudales en él hasta el punto de que Rand temió que, aunque sobreviviera a sus atacantes, perecería consumido por el Poder. «¿Cómo lo hice?» Sólo le quedaba seguir absorbiendo energía y resistir… aguantar… no cejar…