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Riendo sin poder remediarlo, Nynaeve giró sobre sí misma buscando a otro al que apalear, pero sólo quedaban dos de pie, ya que el resto o había huido o estaba tirado en el suelo. El primer tipo al que había roto la nariz se disponía a escapar, y Nynaeve descargó un último golpe en la espalda con todas sus fuerzas. La mujer de rostro severo había enganchado de algún modo el brazo y el hombro del otro con su bastón, haciéndolo acercarse y ponerse de puntillas al mismo tiempo; el tipo debía de sacarle más de un palmo y pesar el doble que ella, pero la mujer descargó fríamente el puño tres veces contra la barbilla del bruto en una rápida sucesión. El tipo puso los ojos en blanco, pero, mientras se desplomaba, Elayne vio al hombre de cara estrecha incorporarse; le goteaba sangre de la nariz y tenía los ojos medio vidriosos, pero a pesar de todo sacó un cuchillo del cinturón y se abalanzó contra la espalda de la mujer.

Sin pensar lo que hacía, Elayne encauzó. Un puño de Aire lanzó al hombre y a su cuchillo en una voltereta hacia atrás. La mujer de rostro severo giró velozmente sobre sí misma, pero el hombre se escabulló a gatas un trecho hasta que pudo levantarse y sumergirse entre la multitud varios metros más arriba de la calle. La gente se había parado para contemplar la desigual pelea, aunque nadie había levantado una mano para ayudar excepto la mujer de pelo oscuro, que ahora las miraba a Nynaeve y a ella con incertidumbre. Elayne se preguntó si habría advertido que el delgaducho individuo había sido derribado aparentemente por nada.

—Os doy las gracias —dijo Nynaeve un poco falta de resuello mientras se acercaba a la mujer y se arreglaba el velo—. Creo que deberíamos marcharnos de aquí. Sé que la Fuerza Civil no patrulla mucho por estas calles, pero no me gustaría tener que explicar esto si apareciera por casualidad. Nuestra posada no está lejos. ¿Queréis acompañarnos? Una taza de té es lo menos que puedo ofrecer a alguien que nos ha ayudado en esta ciudad olvidada de la Luz. Me llamo Nynaeve al’Meara, y ésta es Elayne Trakand.

Fue patente la vacilación de la mujer. Se había dado cuenta.

—Yo… Eh… Me gustaría, sí. Os acompañaré. —Hablaba de un modo raro, uniendo las palabras, que resultaba difícil de entender, pero que, al mismo tiempo, sonaba familiar. Realmente era una mujer atractiva, y el oscuro cabello, que le rozaba los hombros, hacía que su piel pareciera aún más clara de lo que era. Tenía los rasgos un poco duros para considerársela una belleza. Sus azules ojos rebosaban firmeza, como si estuviera acostumbrada a dar órdenes. Por su modo de vestir, quizás era una mercader—. Me llamo Egeanin.

Las siguió sin vacilar por la calle lateral más cercana. La multitud empezaba a agolparse alrededor de los hombres caídos. Elayne sospechaba que cuando esos tipos volvieran en sí se encontrarían despojados de todo cuanto llevaban encima de valor, incluidas sus ropas y sus botas. Le habría gustado saber cómo habían descubierto su identidad, pero era de todo punto imposible llevarse a uno de ellos para interrogarlo. Definitivamente iban a tener guardias personales de ahora en adelante, por mucho que dijera Nynaeve.

Egeanin no se mostraba vacilante en absoluto, pero era evidente que estaba inquieta. Elayne lo notaba en sus ojos.

—Lo visteis, ¿no es cierto? —inquirió. La mujer dio un traspié y Elayne no necesitó más para ver confirmadas sus sospechas, de modo que se apresuró a añadir—: No os haremos daño. Y menos después de haber acudido en nuestra ayuda. —Otra vez se vio forzada a escupir el velo que se le había metido en la boca. Nynaeve no parecía tener este problema—. No tienes por qué mirarme con ese ceño, Nynaeve. Ella vio lo que hice.

—Lo sé —repuso la antigua Zahorí con brusquedad—. Y obraste correctamente, pero no estamos en el cómodo palacio de tu madre, a salvo de oídos curiosos. —Su gesto abarcó a la gente que las rodeaba. Entre el bastón de Egeanin y sus duelas, la mayoría se apartaba de su camino lo más posible. Luego se dirigió a Egeanin—. La mayor parte de los rumores que hayáis escuchado no son ciertos. Muy pocos lo son. No tenéis que tener miedo de nosotras, pero sabréis comprender que hay ciertos asuntos de los que preferimos no hablar aquí.

—¿Miedo de vosotras? —Egeanin parecía sobresaltada—. No se me pasó por la cabeza que debiera tenerlo. Guardaré silencio hasta que queráis hablar.

Fue fiel a su palabra y caminaron sin decir nada entre los murmullos de la multitud todo el camino hasta la parte inferior de la península, donde estaba El Patio de los Tres Ciruelos. A Elayne le dolían los pies de tanto andar.

Un puñado de hombres y mujeres ocupaban la sala a pesar de ser tan temprano, tomando vino o cerveza. La mujer del salterio estaba hoy acompañada por un hombre delgado que tocaba la flauta. Juilin se hallaba sentado a una mesa cerca de la puerta, fumando en una pipa de cañón corto. Cuando ellas se habían marchado aún no había regresado de su diaria incursión nocturna. Elayne se alegró al ver que, por una vez, no tenía un nuevo corte o contusión; lo que llamaban los bajos fondos de Tanchico debían de ser aun más duros que la cara que la ciudad mostraba al mundo. Su única concesión a la vestimenta de Tanchico había sido reemplazar su sombrero de paja por uno de aquellos gorros cónicos de fieltro oscuro, que llevaba encasquetado en la coronilla.

—Las he encontrado —dijo mientras se levantaba del banco y se destocaba; entonces se dio cuenta de que no venían solas. Miró a Egeanin con los ojos entrecerrados y le dedicó una breve inclinación de cabeza, que la mujer respondió con otra igual y una mirada no menos desconfiada.

—¿Las habéis encontrado? —exclamó Nynaeve—. ¿Estáis seguro? Hablad, hombre. ¿Os habéis tragado la lengua?

¡Y era ella la que se permitía advertir a los demás para no hablar delante de la gente!

—Debería haber dicho que encontré dónde estaban. —No volvió a mirar a Egeanin, pero escogió cuidadosamente las palabras—. La mujer del mechón blanco me condujo a una casa donde se albergaba con varias mujeres más, aunque a pocas de ellas se las ha visto en el exterior. Los vecinos creen que eran mujeres acaudaladas que han huido del campo. Apenas queda nada allí, salvo unos restos de comida en la despensa. Incluso los criados se han marchado. Pero por detalles aquí y allí yo diría que se fueron ayer muy tarde o a primera hora de la noche. Dudo que tengan miedo alguno al mundo nocturno de Tanchico.

Nynaeve sujetaba un puñado de trenzas con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—¿Entrasteis en la casa? —preguntó con una voz sin inflexiones. Elayne creyó que estaba a punto de enarbolar la duela que sostenía contra un costado.

Por lo visto, Juilin era de su misma opinión, ya que echó una fugaz ojeada a la duela.

—Sabéis muy bien que no corro ningún riesgo con ellas —dijo—. Cuando una casa está vacía tiene algo que lo denota, por muy grande que sea. No se puede atrapar ladrones durante tanto tiempo como yo si no se aprende a ver las cosas como ellos.

—¿Y si habéis disparado una trampa? —Nynaeve hablaba en un siseo—. ¿Incluye vuestro gran talento el percibir celadas? —El atezado rostro de Juilin adquirió un leve tinte grisáceo; se humedeció los labios como si fuera a explicarse o a defenderse, pero Nynaeve lo cortó—: Hablaremos de esto más tarde, maese Sandar. —Sus ojos se desviaron levemente hacia Egeanin. Al parecer, por fin se había percatado de que había otros oídos atentos—. Decidle a Rendra que tomaremos el té en la habitación La Caída de las Flores.

—La sala La Caída de las Flores —corrigió suavemente Elayne, ganándose una mirada airada de Nynaeve. Las noticias traídas por Juilin la habían puesto de mal humor.

—¡Necio! —gruñó la antigua Zahorí—. Deberíamos haber dejado a esos dos en el muelle de Tear.

—¿Es vuestro sirviente? —preguntó Egeanin.

—Sí —replicó, cortante, Nynaeve al tiempo que Elayne respondía: