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—No.

Las dos mujeres se miraron, Nynaeve todavía con gesto ceñudo.

—Bueno, podría considerárselo así en cierto sentido —musitó Elayne mientras Nynaeve mascullaba entre dientes:

—Supongo que no lo es, pensándolo bien.

—Eh… entiendo —comentó Egeanin.

Rendra se acercó sorteando las mesas a paso vivo y con una sonrisa en su boca llena debajo del velo. Elayne habría querido que no se pareciera tanto a Liandrin.

—Ah, estáis muy hermosas esta mañana. Vuestros vestidos son magníficos. Preciosos. —Lo dijo como si ella no hubiera tenido nada que ver con la elección de la tela y el corte. El suyo era de un tono rojo tan fuerte como para no desentonar entre los gitanos y, definitivamente, impropio para lucirlo en público—. Pero habéis vuelto a meteros en problemas, ¿verdad? Por eso el buen Juilin tiene ese enorme ceño. No deberíais preocuparlo tanto. —El destello en sus grandes ojos castaños delató que Juilin había encontrado a alguien con quien coquetear—. Venid, tomaréis el té al fresco y en privado. Y, si tenéis que salir otra vez, me permitiréis que os proporcione porteadores y guardias, ¿verdad? La hermosa Elayne no habría perdido tantas bolsas de dinero si hubieseis llevado la protección adecuada. Pero ahora no hablaremos de esos asuntos. Vuestro té está casi listo. Venid.

En opinión de Elayne, debía de ser un arte que se enseñaba a las tarabonesas; sin duda tenían que aprender el modo de hablar sin comerse el velo.

La sala La Caída de las Flores, situada al final de un pasillo, era una habitación pequeña y sin ventanas, con una mesa baja y sillas talladas y los mullidos asientos tapizados en rojo. Nynaeve y Elayne comían allí con Juilin o con Thom o con los dos, cuando Nynaeve no estaba furiosa con ellos. Las paredes de ladrillos enlucidos, en las que había pintado todo un plantío de ciruelos con una lluvia de flores en plena caída, eran lo bastante gruesas para evitar que unos oídos indiscretos escucharan lo que se hablaba dentro. Elayne se arrancó prácticamente el velo y lo arrojó sobre la mesa antes de tomar asiento; ni siquiera las tarabonesas intentaban comer o beber llevando puestas esas cosas. Nynaeve se limitó a soltar uno de los extremos sujeto al cabello.

Rendra siguió charlando sin parar mientras las servía, pasando de un tema a otro sin pausa, desde recomendarles una nueva modista que podría hacerles vestidos a la última moda con la seda más fina que imaginarse pudieran —sugirió a Egeanin que visitara a la mujer y en respuesta obtuvo una fría mirada que no la azoró lo más mínimo— hasta que deberían hacer caso a Juilin puesto que la ciudad era demasiado peligrosa para que una mujer saliera sola incluso de día, o aconsejarles el uso de un jabón perfumado que les daría un brillo increíble a sus cabellos. A veces Elayne se preguntaba cómo podía dirigir una posada tan próspera cuando no parecía pensar en otra cosa que no fueran sus ropas y sus cabellos. Que lo hacía, era obvio; lo que desconcertaba a la heredera del trono era el cómo. Por supuesto, sus vestidos eran bonitos; pero no del todo apropiados. El sirviente que trajo el té y las tazas de porcelana azul, así como unos pequeños pastelillos en una bandeja, era el esbelto joven de ojos oscuros que había rellenado de vino la copa de Elayne aquella bochornosa noche. Y lo había intentado de nuevo en más de una ocasión, aunque para sus adentros Elayne había jurado que nunca volvería a beber más de una copa. Un hombre apuesto, pero le dedicó una de sus más frías miradas, de modo que el joven se marchó presuroso de la habitación de buen grado.

Egeanin, que había estado observando con atención, se mantuvo en silencio hasta que Rendra se hubo ido también.

—No sois lo que esperaba —les dijo entonces, balanceando la taza con las puntas de los dedos de un modo extraño—. La posadera parlotea de frivolidades como si fueseis hermanas suyas y tan necias como ella, y lo permitís. El hombre de piel atezada (una especie de sirviente, creo) se burla de vosotras. El chico del servicio os contempla con ojos hambrientos, y lo permitís. Sois… Aes Sedai, ¿no es verdad? —Sin esperar respuesta, clavó los penetrantes ojos azules en Elayne—. Y vos sois…, sois de sangre noble. Nynaeve se refirió al palacio de vuestra madre.

—Ese tipo de cosas no tiene importancia en la Torre Blanca —respondió, mohína, Elayne, que se limpió las miguitas del pastel que le habían caído en la barbilla. Era un dulce que tenía muchas especias; puede que demasiadas—. Si una reina fuera a aprender allí, tendría que fregar suelos como cualquier otra novicia y obedecer con presteza.

Egeanin asintió con la cabeza lentamente.

—De modo que así es como gobernáis. Dominando a los gobernantes. ¿Van muchas reinas a recibir ese… adiestramiento?

—Ninguna, que yo sepa. —Elayne se echó a reír—. Aunque en Andor es una tradición que la heredera del trono vaya. En realidad, acuden muchas nobles, aunque por lo general no quieren que se sepa, y la mayoría se marcha sin haber conseguido siquiera percibir la Fuente Verdadera. Sólo era un ejemplo.

—¿Sois también de la… nobleza? —preguntó Egeanin a Nynaeve, que resopló con desdén.

—Mi madre era ama de casa, una granjera, y mi padre cuidaba ovejas y cultivaba tabaco. Muy poca gente del lugar de donde procedo puede vivir sin la venta de lana y tabaco. ¿Y qué me decís de vuestros padres, Egeanin?

—Mi padre era soldado, y mi madre, la… Una oficial de un barco. —Tomó un sorbo del té sin endulzar mientras las estudiaba a ambas—. Estáis buscando a alguien —dijo finalmente—. A esas mujeres de las que habló el hombre de piel atezada. Yo me dedico, entre otras cosas, a comprar rumores e información. Tengo fuentes que me hacen confidencias. Tal vez podría ayudaros. No os cobraría por el servicio, únicamente pediría a cambio que me contaseis más cosas sobre las Aes Sedai.

—Ya habéis hecho mucho por nosotras —se apresuró a responder Elayne, que aún recordaba a Nynaeve contándole casi todo a Bayle Domon—. Os estoy agradecida, pero no podemos aceptar más de vos. —Tanto informar a esta mujer acerca del Ajah Negro como permitir que se involucrara en el asunto quedaba completamente descartado—. No podemos, de verdad.

Nynaeve, que iba a hablar cuando Elayne se le adelantó, miró a su amiga con ferocidad.

—Estaba a punto de decir lo mismo —manifestó fríamente, aunque después continuó con más afabilidad—. Nuestra gratitud incluye responder a vuestras preguntas, Egeanin. Hasta donde nos sea posible, claro está. —Seguramente se refería a que había muchos interrogantes para los que no tenían respuesta, pero Egeanin lo interpretó de otro modo.

—Por supuesto. No pretendo fisgonear en asuntos secretos de vuestra Torre Blanca.

—Mostráis mucho interés por las Aes Sedai —comentó Elayne—. No percibo la habilidad en vos, pero quizá podríais aprender a encauzar.

Faltó poco para que Egeanin dejara caer la taza de porcelana.

—¿Es que… se puede aprender? Ignoraba que… No. Yo no quiero aprender.

Su agitación entristeció a Elayne. Incluso entre las personas que no tenían miedo a las Aes Sedai seguía habiendo demasiadas que temían tener algo que ver con el Poder Único.

—¿Qué es lo que deseáis saber, Egeanin?

Antes de que la mujer tuviera ocasión de hablar, llamaron a la puerta y entró Thom, luciendo la capa marrón que había tomado por costumbre ponerse cuando salía. Indudablemente, llamaba menos la atención que la prenda llena de parches multicolores de un juglar. De hecho, le daba un aire muy digno, con aquella mata de cabello blanco, aunque debería peinársela más. Imaginándolo más joven, Elayne creyó que podía ver lo que había atraído a su madre. Pero ello no lo absolvía de haberse marchado, por supuesto. Relajó el rostro antes de que él advirtiera el ceño fruncido.

—Me dijeron que no estabais solas —dijo a la par que lanzaba a Egeanin una precavida mirada casi idéntica a la de Juilin; los hombres siempre sospechaban de quien no conocían—. Pensé que os gustaría saber que los Hijos de la Luz rodearon el Palacio de la Panarch esta mañana. Empiezan a correr rumores sobre el asunto por todas las calles. Al parecer, lady Amathera será investida como Panarch mañana.