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Sin poder evitarlo, buscó a tientas su anillo de la Gran Serpiente. No estaba en su dedo. Tampoco es que esperara encontrarlo; creía recordar el momento en que se lo habían arrancado. Al cabo de un tiempo las cosas se habían tornado confusas. Afortunadamente. El triunfo de no revelar un retazo aquí, otro allí. Entre medias, aullando respuestas, ansiosa de contestar con tal de que pararan aunque sólo fuera unos instantes, aunque sólo… Se rodeó con los brazos para contener los temblores; no sirvió de mucho. «Mantendré la calma. No estoy muerta. He de recordar eso por encima de todo. No estoy muerta».

—¿Madre? —La voz temblorosa de Leane llegó de algún lugar en la oscuridad—. ¿Estáis despierta, madre?

—Lo estoy —suspiró Siuan. Había albergado la esperanza de que hubieran liberado a Leane, expulsándola de la ciudad. Sintió una punzada de culpabilidad por el consuelo que le proporcionaba la presencia de la otra mujer compartiendo la celda—. Lamento haberte metido en esto, hi… —No. No tenía derecho a llamarla así ahora—. Lo lamento, Leane.

Hubo un largo silencio.

—¿Estáis…? ¿Estáis bien, madre?

—Llámame Siuan, Leane. Sólo Siuan. —A despecho de sí misma intentó abrazar el saidar. Nada. Para ella no existía. Solo había un gran vacío en su interior. Nunca jamás. Toda una vida con un norte y ahora estaba sin timón, a la deriva en un mar mucho más tenebroso que esta celda. Se retiró bruscamente una lágrima, furiosa por haber permitido que se derramara—. Ya no soy la Sede Amyrlin, Leane. —Parte de la ira asomó a su voz—. Supongo que Elaida será nombrada en mi lugar. Si es que no lo ha sido ya. ¡Juro que algún día alimentaré a los cazones con esa mujer!

La única respuesta de Leane fue un largo y desmoralizado suspiro. El chirrido de la llave en la oxidada cerradura hizo levantar la cabeza a Siuan; a nadie se le había ocurrido engrasarla antes de arrojarlas a Leane y a ella dentro, y el herrumbroso mecanismo se resistía a girar. Con inflexible determinación, se obligó a ponerse de pie.

—Incorpórate, Leane. Arriba.

Al cabo de un momento oyó a la otra mujer hacerle caso, mascullando entre dientes a la par que soltaba quedos gemidos.

—¿De qué servirá? —comentó en voz un poco más alta Leane.

—Por lo menos no nos encontrarán tiradas en el suelo, hechas un ovillo y sollozando. —Procuró que su voz sonara firme—. Podemos luchar, Leane. Mientras tengamos vida, podemos luchar. —«¡Oh, Luz, me neutralizaron! ¡Me neutralizaron!»

Obligándose a dejar la mente en blanco, apretó los puños y hundió los dedos de los pies en las irregularidades del suelo de piedra. Deseó que el ruido que hacía su garganta no sonara tan parecido a un quejido.

Min soltó los hatillos en el suelo y se echó la capa hacia atrás para girar la llave con las dos manos. Era el doble de larga que su mano y estaba tan oxidada como la cerradura y como el resto de las llaves metidas en el gran aro de hierro. La atmósfera era fría y húmeda, como si el verano no llegara a tanta profundidad.

—Aprisa, muchacha —murmuró Laras, que sostenía la linterna y lanzaba ojeadas a uno y otro lado del oscuro pasaje de piedra. Resultaba difícil imaginar que la mujer, con todas sus papadas, hubiera sido una belleza nunca, pero Min la veía muy hermosa ahora.

Peleándose con la llave, sacudió la cabeza. Se había topado con Laras cuando se escabullía hacia su cuarto para buscar el sencillo traje de montar gris que llevaba puesto ahora y unas cuantas cosas más. De hecho, la oronda mujer estaba buscándola, muerta de preocupación por «Elmindreda», manifestando con grandes aspavientos la suerte que había tenido de estar a salvo y dispuesta a encerrarla en su cuarto hasta que todo hubiera pasado para que siguiera así. Todavía no sabía cómo se las había compuesto Laras para sonsacarle lo que se proponía hacer y aún no se había recuperado de la impresión cuando la mujer anunció, de mala gana, que la ayudaría. «Según sus palabras, una osada jovencita siguiendo los dictados de su corazón. En fin, espero que pueda… ¿Cómo lo expresó? Ah, sí: mantenerme apartada de la olla de hacer escabeche». La maldita llave no giraba; apoyó todo su peso para hacer que se moviera.

A decir verdad, le estaba agradecida a Laras en más de un sentido. Min albergaba serias dudas de que hubiera sido capaz de prepararlo todo por sí misma o encontrar todo lo necesario, al menos tan deprisa. Aparte de… Aparte de que cuando topó con Laras ya empezaba a llamarse necia por haber pensado siquiera en hacer esto y que podía estar sobre un caballo cabalgando hacia Tear mientras tenía la oportunidad, antes de que alguien decidiera añadir su cabeza a las que ya decoraban la fachada principal de la Torre. Sospechaba que si hubiera huido jamás se lo habría perdonado. Sólo por eso le estaba lo bastante agradecida a Laras para no hacer la menor objeción cuando la mujer agregó algunos bonitos vestidos al hatillo que ella había preparado ya. Siempre quedaba la posibilidad de que los polvos y los coloretes se «perdieran» en alguna parte. «¿Por qué no gira esta maldita llave? A lo mejor Laras puede…»

La llave cedió de repente y giró con un chasquido que le hizo temer a Min que se hubiera roto algo. Pero, cuando empujó la burda puerta de madera, se abrió. Recogió rápidamente los hatillos y entró en la desnuda celda de piedra. Se frenó en seco, desconcertada.

La luz de la linterna alumbraba a dos mujeres que sólo tenían encima oscuras contusiones y rojos verdugones y que se resguardaron los ojos de la deslumbrante luz, pero, por un momento, Min no estuvo segura de que fueran las que buscaba. Una era alta y con la piel cobriza; la otra era más baja, más robusta y tenía la piel más clara. Sólo las caras parecían las mismas —o casi— y sin ningún golpe ni moratón, de modo que tendría que haber estado segura. Pero la intemporalidad que era la marca de las Aes Sedai parecía haber desaparecido; habría calculado que estas mujeres tenían sólo seis o siete años más que ella como mucho, y que no eran Aes Sedai. Esta idea la hizo enrojecer. No veía visiones ni halos a su alrededor; siempre había imágenes y aureolas en torno a las Aes Sedai. «Déjate de tonterías», se increpó.

—¿Dónde…? —empezó una de ellas, desconcertada, e hizo una pausa para aclararse la garganta—. ¿Cómo conseguiste esas llaves? —Era la voz de Siuan Sanche.

—Es ella. —Laras parecía no dar crédito a sus ojos. Dio un golpecito con el grueso índice a Min—. ¡Aprisa, muchacha! Soy demasiado vieja y lenta para correr aventuras.

Min le lanzó una mirada sorprendida; la mujer había insistido en acompañarla, había dicho que no la dejaría sola. Min habría querido preguntarle a Siuan por qué las dos parecían de repente mucho más jóvenes, pero no había tiempo para frivolidades. «Me he acostumbrado demasiado al papel de Elmindreda».

Entregó un hatillo a cada una de las mujeres desnudas y habló con rapidez:

—Aquí tenéis ropas. Vestíos tan deprisa como podáis. Ignoro cuánto tiempo tenemos. Hice creer al guardia que lo recompensaría con unos cuantos besos si me permitía pasar para vengarme de una mala pasada que me habíais hecho, y, mientras estaba distraído, Laras se acercó por detrás y le atizó en la cabeza con un rodillo. No sé cuánto tiempo estará desmayado. —Se acercó a la puerta y escudriñó, preocupada, el pasillo, en dirección al cuarto de guardia—. Será mejor que nos demos prisa.

Siuan ya había deshecho su hatillo y empezaba a ponerse las ropas que había en él. Excepto la ropa interior de lino, todo lo demás era de sencillo paño de lana en tonos marrones, propios de cualquier granjera que hubiera acudido a la Torre Blanca para hacer una consulta a las Aes Sedai, aunque las faldas partidas para montar a caballo se salían de lo normal. Laras había hecho la mayor parte del trabajo de costura; Min se había pasado la mayor parte del tiempo pinchándose con la aguja. Leane también estaba cubriendo su desnudez, pero parecía más interesada en el cuchillo corto que colgaba de su cinturón que en el propio atuendo.