Uno de los tres desapareció y Rand sintió cómo se deslizaba dentro de él; fue como si cayera de bruces en un suelo de piedra desde una gran altura. Y después lo siguieron los otros dos juntos. El impacto lo tiró de espaldas, y allí se quedó, tumbado boca arriba, contemplando el techo de escayola con sus relieves dorados, solazándose en el simple hecho de que aún respiraba.
El Poder todavía henchía hasta el último resquicio de su ser apremiándolo a vomitar toda la comida que había ingerido en su vida. Se sentía tan vivo que, en comparación, cualquier forma de existencia que no estuviera impregnada del saidin le parecía una sombra de vida. El olor de la cera de las velas y del aceite de las lámparas le inundaba las fosas nasales. Percibía en su espalda el tacto de cada fibra de la alfombra. Sentía todos y cada uno de los cortes en su carne, cada marca, cada rasguño, cada contusión. Pero siguió en contacto con el saidin.
Uno de los Renegados había intentado matarlo. O quizá todos ellos. No había otra explicación; a menos que el Oscuro estuviera libre ya, en cuyo caso no creía que este enfrentamiento hubiera sido tan fácil ni tan sencillo. En consecuencia, se mantuvo conectado a la Fuente Verdadera. «A no ser que lo haya provocado yo mismo. ¿Odiaré lo que soy hasta el punto de haber intentado matarme sin ser consciente de ello? ¡Oh, Luz, he de aprender a controlarlo! ¡Tengo que hacerlo!»
Atenazado por el dolor se incorporó y fue cojeando, dejando marcadas las huellas de los pies con sangre, hasta el pedestal donde descansaba Callandor. La sangre que manaba de cientos de heridas lo cubría. Levantó la cristalina espada, que centelleó en toda su longitud al fluir en ella el Poder. La Espada que no es una Espada. Aquella cuchilla, aparentemente de cristal, cortaba tan bien como la mejor hoja de acero y, sin embargo, Callandor no era realmente una espada, sino más bien una reliquia de la Era de Leyenda, un sa’angreal. Con la ayuda de uno de los relativamente escasos angreal que, por lo que se sabía, habían sobrevivido a la Guerra de la Sombra y al Desmembramiento del Mundo, era posible encauzar el flujo del Poder Único que de otro modo habría reducido a cenizas al encauzador. Con uno de los aún más escasos sa’angreal, el flujo de energía podía centuplicarse al ser cien veces más poderoso que un angreal. Y Callandor, limitado su uso a un solo hombre, vinculada al Dragón Renacido a lo largo de tres mil años de leyenda y profecías, era uno de los sa’angreal más poderosos jamás creados. Sosteniendo a Callandor en sus manos, Rand podía arrasar de golpe las murallas de una ciudad. Con ella en sus manos, Rand podía enfrentarse incluso a un Renegado. «Han sido ellos. ¡Tienen que haber sido ellos!»
De pronto cayó en la cuenta de que no había oído a Berelain hacer el menor ruido. Temiendo encontrarla muerta, se dio media vuelta.
La mujer, que seguía arrodillada, se encogió. Se había puesto la bata y se arrebujaba en ella como si se protegiera con un peto de acero o con un escudo. Tenía el semblante más blanco que la nieve; se pasó la lengua por los labios.
—¿Cuál ha…? —Tragó saliva y empezó de nuevo—. ¿Cuál…? —No le fue posible terminar la frase.
—Soy el único que queda —respondió él suavemente—. El mismo a quien tratabais como si estuviéramos desposados.
Lo dijo con intención de tranquilizarla, incluso de arrancarle una sonrisa; una mujer con la fortaleza que había mostrado ella podría sonreír a pesar de encontrarse frente a un hombre lleno de sangre. Pero Berelain se inclinó hasta tocar el suelo con la frente.
—Mis más humildes disculpas por ofenderos tan gravemente, mi señor Dragón. —Su voz entrecortada sonaba humilde y atemorizada, como si perteneciera a otra persona—. Os suplico que olvidéis mi ofensa y la perdonéis. No volveré a molestaros, lo juro, mi señor Dragón. Por la memoria de mi madre y por la Luz, lo juro.
Rand liberó la energía atada, y la pared invisible que la confinaba se desvaneció como un soplo fugaz que agitó sus ropas.
—No hay nada que perdonar —dijo, abatido. Se sentía muy cansado—. Podéis marcharos.
Berelain se incorporó indecisa, alargó una mano y soltó un respingo de alivio al no tocar nada. Recogió el repulgo de sus faldas y empezó a caminar con cuidado sobre la alfombra cuajada de cristales, que crujían bajo sus zapatillas de terciopelo. Cerca ya de la puerta se paró y se volvió a mirarlo haciendo un obvio esfuerzo. Sus ojos esquivaron los de Rand en todo momento.
—Si queréis, os mandaré a las Aiel que están de guardia. También puedo hacer llamar a una de las Aes Sedai para que atiendan vuestras heridas.
«No tendría tantas ganas de salir corriendo de aquí si estuviera ante un Myrddraal o ante el propio Oscuro, pero hay que reconocer que no es pusilánime», adivinó Rand.
—Os lo agradezco, pero no —respondió quedamente—. Os agradecería que no contarais a nadie lo que ha ocurrido en este cuarto. Al menos por ahora. Yo me ocuparé de lo que haga falta hacer. —«Tuvieron que ser los Renegados», se repitió para sus adentros.
—Como ordene mi señor Dragón. —Hizo una brusca reverencia y salió precipitadamente, quizá temiendo que cambiara de opinión sobre dejarla marchar.
—Más ganas que si fuera el Oscuro en persona —musitó él cuando la puerta se cerró tras la mujer.
Se dirigió, renqueando, hacia el arcón que había a los pies de la cama, tomó asiento en él, y colocó a Callandor atravesada sobre las rodillas, con las ensangrentadas manos descansando encima de la reluciente hoja. Teniéndola empuñada, hasta un Renegado lo temería. Dentro de un momento mandaría llamar a Moraine para que le curara las heridas. Dentro de un momento hablaría con las Aiel que estaban de guardia al otro lado de la puerta, y volvería a ser el Dragón Renacido. Pero, hasta entonces, sólo deseaba quedarse sentado y recordar a un pastor llamado Rand al’Thor.
3
Reflejos
A pesar de la hora avanzada muchas personas recorrían presurosas los amplios corredores de la Ciudadela, un continuo ir y venir de hombres y mujeres vestidos con las ropas negras y doradas de los sirvientes de la fortaleza o con las libreas de uno u otro Gran Señor. De vez en cuando aparecían uno o dos Defensores, con la cabeza descubierta y desarmados, incluso alguno con la chaqueta sin abrochar. Los sirvientes hacían reverencias o se inclinaban al cruzarse con Perrin y Faile y de inmediato seguían su camino presurosos, sin apenas pararse. La mayoría de los soldados se sorprendía al verlos; algunos hacían una rígida inclinación, con la mano en el pecho, pero todos ellos apresuraban el paso, aparentemente ansiosos por alejarse de los dos jóvenes.
Sólo una de cada tres o cuatro lámparas estaba encendida, y en los amplios huecos que mediaban entre ellas las sombras volvían imprecisos los dibujos de los tapices en las paredes y ocultaban los arcones que, muy de vez en cuando, había contra la pared. Pero no para los ojos de Perrin, que relucían como oro pulido en aquellos tramos oscuros del pasillo. Caminaba rápidamente de una lámpara a otra y mantenía la vista agachada a menos que se encontrara a plena luz. Casi toda la gente de la Ciudadela estaba enterada, de un modo u otro, del extraño color de sus ojos, pero nadie lo mencionaba, por supuesto. Hasta Faile parecía dar por hecho que ese color era resultado de estar asociado a las Aes Sedai; era así y había que aceptarlo, simplemente, sin buscarle explicación. Empero, Perrin siempre sentía un cosquilleo en la espalda cada vez que notaba que un desconocido había reparado en que sus ojos brillaban en la oscuridad. Su silencio, el que no hicieran comentarios, dejaba patente el rechazo que sentían hacia él.
—Ojalá no me miraran así —murmuró cuando un canoso Defensor que le duplicaba la edad se alejó presuroso nada más cruzarse con ellos—, como si me tuvieran miedo. Antes no pasaba; no tanto como ahora. ¿Y qué hace levantada tanta gente a esta hora de la noche?