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Azuzaron sus monturas en pos del joven; Siuan se echó más el embozo sobre el rostro. Sirviera o no de disfraz, al parecer no estaba dispuesta a correr riesgos. También Leane se había tapado con la capucha lo más posible. Al cabo de un momento, Min las imitó. ¿Que Elaida quería arrestarla? Ello significaba que sabía quién era realmente «Elmindreda». ¿Desde cuándo lo sabía? ¿Cuánto tiempo hacía que había ido de aquí para allí tranquilamente, convencida de que tenía engañados a todos, mientras que la Roja vigilaba sus movimientos y se mofaba de su estupidez? La idea era aterradora.

En el momento en que alcanzaban a Gawyn en el sendero de grava, aparecieron unos veinte jóvenes caminando hacia ellos, algunos quizá unos cuantos años mayores que Gawyn y otros poco más que adolescentes. Min sospechó que algunos de éstos ni siquiera se afeitaban todavía. Empero, todos llevaban espadas colgadas del cinturón o a la espalda y tres o cuatro lucían petos. Varios tenían vendajes ensangrentados y las ropas de casi todos estaban manchadas de sangre. Sus miradas eran tan inexpresivas como la de Gawyn. Al verlo se detuvieron y saludaron golpeándose el pecho con el puño. Sin pararse, Gawyn respondió con un leve cabeceo, y los jóvenes se alinearon detrás de las yeguas.

—¿Los estudiantes? —murmuró Siuan—. ¿También tomaron parte en la lucha?

Min asintió manteniendo el gesto impasible.

—Han dado en llamarse a sí mismos los Cachorros.

—Un nombre de batalla —suspiró Siuan.

—Algunos son sólo chiquillos —murmuró Leane.

Min no pensaba contarles que los Guardianes de los Ajahs Azul y Verde habían planeado liberarlas antes de que fueran neutralizadas y que su intento podría haber tenido éxito si Gawyn no hubiera incitado a los estudiantes, «chiquillos» incluidos, y los hubiera conducido a la Torre para impedirlo. El enfrentamiento había sido uno de los más sangrientos, discípulos contra maestros y sin cuartel, sin piedad.

Las altas hojas tachonadas en bronce de la Puerta de Alindrelle estaban abiertas pero fuertemente vigiladas. Algunos guardias lucían la Llama de Tar Valon en su pecho; otros llevaban chaquetas de paisano pero con petos y yelmos disparejos. Guardias y tipos que habían llegado disfrazados como albañiles. Tanto unos como otros tenían un aspecto duro y resuelto, de estar habituados al uso de las armas, pero se mantenían separados y se miraban entre sí con desconfianza. Un oficial canoso se adelantó en el grupo de guardias de la Torre, cruzado de brazos, y observó el avance de Gawyn y los demás.

—¡Traed útiles para escribir! —instó Gawyn—. ¡Deprisa!

—Vaya, debéis de ser esos Cachorros de los que me han hablado —comentó el hombre mayor—. Un bonito puñado de gallitos de pelea, pero tengo orden de no dejar salir a nadie del recinto de la Torre, firmada por la Sede Amyrlin en persona. ¿Quién te crees que eres para revocarla?

El joven levantó lentamente la cabeza.

—Soy Gawyn Trakand de Andor —anunció suavemente—. Y me propongo que estas mujeres emprendan viaje o mataros. —Los Cachorros cerraron filas tras él desplegándose para situarse frente a los guardias, con las manos en las empuñaduras, sin parpadear, tal vez sin importarles que los superaran en número.

El canoso oficial rebulló con inquietud y uno de sus hombres murmuró:

—Es el que dicen que mató a Hammar y a Coulin.

Un instante después, el oficial hizo un brusco gesto con la cabeza señalando la torre de guardia, y uno de sus hombres entró corriendo y regresó con una escribanía portátil, en una de cuyas esquinas había un pequeño braserillo donde se calentaba una barrita de cera roja. Gawyn dejó que el hombre sostuviera la escribanía mientras él garabateaba rápidamente unas líneas.

—Con esto podréis pasar por el puesto de guardia del puente —dijo mientras vertía un poco de cera derretida debajo de su firma y después apretaba su sello encima con fuerza.

—¿Mataste a Coulin? —inquirió Siuan en un frío timbre acorde con su antigua posición—. ¿Y a Hammar?

A Min se le puso el corazón en un puño. «¡Callaos, Siuan! ¡Recordad quién sois ahora y guardad silencio!»

Gawyn giró bruscamente sobre sus talones para mirar a las tres mujeres con una expresión abrasadora en sus azules ojos.

—Sí —ratificó, chirriando los dientes—. Eran mis amigos y los respetaba, pero tomaron partido por… Por Siuan Sanche, y tuve que… —Soltó violentamente el papel que había sellado en la mano de Min—. ¡Idos! ¡Partid antes de que cambie de idea! —Palmeó la grupa de la yegua de la joven y corrió a hacer otro tanto con las otras dos al tiempo que la montura de Min daba un salto hacia las puertas abiertas—. ¡Idos!

Min dejó que la yegua cruzara la gran plaza que rodeaba el recinto de la Torre a trote vivo, con Siuan y Leane siguiéndola de cerca. La plaza se encontraba vacía, como también las calles que desembocaban en ella. El trapaleo de los cascos de sus monturas sobre los adoquines producía un sonido hueco que levantaba eco. Los que no hubieran huido ya de la ciudad, estaban escondidos. Leyó el papel que le había entregado Gawyn mientras marchaban. El pegote de cera roja llevaba impresa la imagen de un jabalí cargando.

—Aquí sólo dice que tenemos permiso para marcharnos. Podríamos utilizarlo para subir a un barco además de cruzar el puente. —La idea de ir por un camino que nadie imaginaba, ni siquiera Gawyn, se le antojó acertada. Realmente no creía que el joven cambiara de parecer, pero en las condiciones en que se encontraba podía quebrarse como un metal mal templado si recibía un golpe.

—Sí, puede ser una buena idea —abundó Leane—. Siempre consideré a Galad el más peligroso de esos dos, pero ya no estoy tan segura. Hammar y Coulin… —Tuvo un escalofrío—. Un barco nos llevaría más lejos y más deprisa que estas yeguas.

—No. —Siuan sacudió la cabeza—. La mayoría de las Aes Sedai que hayan huido habrán cruzado los puentes, no cabe duda. Es el modo más rápido de salir de la ciudad si alguien te persigue, más que esperar mientras la tripulación de un barco suelta amarras. Debo quedarme cerca de Tar Valon si quiero recogerlas.

—No os seguirán —adujo Leane en un tono monótono cargado de significado—. Ya no tenéis derecho a la estola. Ni siquiera al chal o el anillo.

—Puede que ya no lleve la estola —replicó Siuan con un timbre igualmente impasible—, pero todavía sé cómo dirigir a una tripulación para afrontar una tormenta. Y, puesto que no puedo llevarla, habré de asegurarme de que eligen a la mujer adecuada para que me sustituya. No permitiré que Elaida eluda el castigo que se merece autoproclamándose Amyrlin. Tendrá que ser una mujer fuerte en el Poder, una mujer que vea las cosas como son.

—¡Entonces, tenéis intención de seguir con lo del… Dragón! —increpó Leane.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Enroscarme y dejarme morir?

Leane se estremeció como si la hubiera abofeteado, y continuaron trotando en silencio durante un rato. Todos aquellos fabulosos edificios a su alrededor, como riscos esculpidos por el aire, y olas y grandes bandadas de pájaros, se alzaban amenazadoramente en torno a ellas al estar vacías las calles. Un individuo salió corriendo por una esquina, más adelante, escabullándose de umbral en umbral como si estuviera explorando el camino para las tres mujeres; su presencia no menguó la sensación de soledad, sino que la acentuó.

—¿Acaso podemos hacer otra cosa? —comentó finalmente Leane, que iba hundida en la silla como un saco de grano—. Me siento tan… vacía. Es como si estuviera hueca.

—Busca algo con lo que llenar ese vacío —repuso con firmeza Siuan—. Cualquier cosa. Cocinar para los hambrientos, cuidar de los enfermos, encontrar esposo y llenar de niños una casa. Yo voy a procurar que Elaida no se salga con la suya. Casi podría perdonarla si de verdad lo hubiera hecho porque creyera que había puesto en peligro a la Torre. Casi. Pero la envidia la ha corroído desde el día en que me nombraron Amyrlin en vez de a ella. Eso es lo que la ha motivado tanto como cualquier otra razón, y por ello estoy decidida a derribarla. Eso es lo que me llena a mí, Leane. Eso, y el hecho de que Rand al’Thor no debe caer en sus manos.